¡Cuán diferentes serían las cosas si aceptáramos la invitación de Jesús!
Por: Pbro. Joaquín Dauzón Montero | Fuente:
Semanario Alégrate
En este texto de san Lucas Jesús habla de un fuego que debe abrazar a la tierra
y de un bautismo que ha de recibir. ¿Qué podemos
decir de esto? Bueno, con respecto del fuego uno puede tener en cuenta
lo que dicen muchos comentaristas: ¿Un fuego
concreto? ¿El amor? ¿El fuego del Espíritu Santo en muchas ocasiones prometido?
Tal vez nos convenga pensar en el fuego como algo que quema, que
destruye o que purifica, sobre todo que purifica. Aunque, pensándolo bien, la
fuerza de las palabras de Jesús no recae en el fuego o el bautismo como tales,
sino en un tiempo deseado y ansiado con fuerza, y con angustiosa espera.
A propósito, quisiera pensar en
lo que significan dos palabras griegas que se refieren al tiempo de manera
diferente: la primera es “Cronos”. Esta palabra
hace referencia a un tiempo histórico y lineal, o sea, a la sucesión de
minutos, de horas, de días, de meses y de años. La segunda es “kairos” que se refiere a un tiempo histórico,
pero puntual, un momento, una hora, la “hora” exacta de la que Jesús habla
muchas veces en varios textos de los evangelios. Sí, este es el kairos, tiempo,
a que se refiere Jesús. Se trata del momento en que el fuego purificaría a la
humanidad. Una humanidad que desde la presencia de Jesús en esta tierra, se ha
movido entre la aceptación de su persona y su doctrina y el rechazo radical a
que se ha enfrentado y que, después de su muerte y resurrección, seguirá
existiendo, a veces con denodado furor en diversos momentos de la historia de
su Iglesia.
Este es el sentido de las palabras
de Jesús: “¿Creen ustedes que he venido a traer la
paz a la tierra? Les digo que no; más bien he venido a traer división...”. Y se
entiende claramente cuando, ante su aceptación o su rechazo, la humanidad se
divide, se enemista, y la división, que tiene un culmen, puede provocar la
guerra y el derramamiento de sangre. Y ¿si pensamos en la paz? La paz,
la verdadera paz, es la que entrega a sus discípulos después de resucitar y que
pudiera conseguirse en el momento en que cada uno de los miembros de la
comunidad humana se decidiera por él, aprendiera de él y con él, para ser “manso y humilde de corazón”, cargando con su yugo
que, por cierto, es suave.
Esto debiera, también, ser
captado por los que nos llamamos cristianos para decidirnos a poner nuestro
granito de arena y colaborar en la construcción de la humanidad pensada por
Jesús, por la que ha derramado su sangre, víctima de la violencia de su tiempo.
¡Cuán diferentes serían las cosas si aceptáramos la
invitación de Jesús a cargar con ese yugo! Seríamos las mujeres y los
hombres pacíficos que necesita la sociedad y evitaríamos la violencia que
padecemos por todas partes en el mundo entero. No hay otra forma que no sea
evangélica, para lograrlo, y el hombre no acaba de decidirse por quien es el
autor de la paz.
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