Artículo que habla acerca del sentido del dolor y del sufrimiento humano como uno de los desafíos más complejos de la fe cristiana.
Por: Sergio Peña y Lillo | Fuente: http://www.humanitas.cl/
EL SENTIDO CRISTIANO DEL DOLOR
Comprender el sentido del dolor y del sufrimiento humano es uno de los desafíos
más complejos de la fe cristiana. En efecto, cabe preguntarse: Si Dios es amor
y omnipotencia, ¿por qué permite el dolor
en el mundo?, ¿por qué no elimina el sufrimiento, haciendo que todas sus
criaturas sean felices? Con razón ha dicho André Frossard que
el origen del dolor y del mal “son la piedra en la que tropiezan todas las
sabidurías y todas las religiones”[1]. Así el cristiano -como cualquier otro
hombre-, al experimentar el dolor desgarrador, se pregunta, al menos en el
primer momento:
“Por qué, Señor, por qué” y, en su amargura,
experimenta la radical soledad y se formula la espantosa interrogante de Cristo
en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Desde otra perspectiva, también muchas personas religiosas se cuestionan: si Dios es justo, ¿por qué tantos hombres
virtuosos viven en la pobreza o la desgracia y tantos pecadores, en cambio, en
la dicha y en la prosperidad? Desde luego, estas preguntas -que
son racionalmente válidas- implican un concepto de Dios demasiado
antropomórfico. Así, parecería que todos podríamos hacerlo mejor que Dios. No
existirían las guerras ni los crímenes, o el hambre, la pobreza y la
enfermedad. Lo que ocurre, en realidad, es que la mente reflexiva no puede
penetrar los misterios de la creación y de la vida, que sólo se entregan a la
percepción numinosa de la mística y a la certeza intuitiva de la fe. La
teología cristiana nos enseña que Dios no desea el sufrimiento del hombre y que
sólo lo permite porque es necesario para su crecimiento ético y espiritual y
poder regresar así al goce paradisíaco original. Al respecto, Juan Pablo II nos
recuerda en su encíclica Evangelium Vitae, que el hombre “está llamado a la plenitud de la vida, que
va más allá de su existencia terrenal, ya que consiste en la participación de
la vida misma de Dios”. La experiencia del hombre en el mundo, entonces, no es
su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su destino
sobrenatural.
Siempre en el marco de la religión judeo-cristiana, el simbolismo del génesis
nos muestra que fue sólo la rebeldía del hombre la causa tanto del dolor como
de la muerte. En efecto, es el Pecado Original el que introdujo la
vulnerabilidad en la existencia humana y -desde entonces- tanto el dolor como
el sufrimiento se han hecho connaturales a la conciencia del hombre y se han
mantenido a través de la historia, constituyendo algo así como la cara
siniestra de la herencia adámica.
Pero ¿cuál
fue el pecado original? Es en
definitiva un misterio que desborda la comprensión intelectual, porque su
enigma es interno y constituye la esencia misma del misterio. El relato bíblico
nos dice que el hombre -tal vez más por curiosidad que por soberbia-, al comer
el fruto del árbol prohibido, usurpó el conocimiento del bien y del mal que
sólo le pertenecía a Dios. Fue este acto de rebeldía el que lo separó, al menos
parcialmente, de su esencia divina, sometiéndolo ahora -después de su felicidad
paradisíaca- al dolor, al sufrimiento y a la muerte, propios del orden natural
del universo. Más allá del relato bíblico, el curso de la historia nos
demuestra trágicamente cómo el hombre era y es incapaz, por sí solo, de
discernir el bien y el mal. De ahí el absurdo de reprochar a Dios por nuestros
errores y nuestros crímenes, que El sólo permite por respetar nuestra libertad
y -tal vez- para el cumplimiento pleno de su designio providencial. El único
responsable, entonces, de la mayoría de los dolores y sufrimientos, es el
hombre mismo, que creyó, y aún con frecuencia cree, poder dirigir
–autónomamente su vida y su propio destino.
No obstante, Dios -en su infinita misericordia- le dio a la desobediencia de
Adán un valor y un sentido positivos, otorgándole al mal y al sufrimiento un
carácter purificador que culminará -en la historia- con la pasión redentora de
Jesús que, sin conocer el pecado, con su martirio inocente asumió para siempre
todos los dolores y sufrimientos de la humanidad. En efecto, el martirio de
Jesús no fue producto de un azar, sino que estaba previsto en el designio
divino para la salvación del hombre y es por eso que ya fue anunciado por los
profetas del Antiguo Testamento como una promesa divina de redención universal.
Por otra parte, el que Dios haya permitido, y permita,
la actividad diabólica -intrínsecamente unida al dolor y al sufrimiento
del hombre-, es otro misterio; pero -como
nos enseña el Catecismo de la Iglesia católica- sabemos que más allá del dolor
y del pecado, en todos los casos, interviene Dios para transformarlos en un
bien de los que ama[2]. Así el Padre, por su amor al hombre, si bien no
suprimió el dolor, le dio un sentido moral, tanto para el crecimiento y la
madurez espiritual de cada individuo, como para la actualización -en la especie
humana- del supremo sentimiento de la compasión. De este modo, Dios transformó nuestra propia imperfección del amor que,
paradojalmente, no habría podido existir en un mundo armonioso y perfecto.
Definitivamente, la vida humana está
destinada a un fin que trasciende al pecado, y Dios permite el mal para sacar
de él un bien mayor. Como dice San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm
5, 20). Es por lo mismo que el Pecado Original no
es un mal definitivo, sino susceptible de restauración, precisamente a
través -como hemos dicho- de la misión redentora de Cristo y su calvario. En
cierto modo, puede equipararse el pecado original a
la mítica caja de Pandora, que según los griegos- fue abierta por la
curiosidad de “la primera mujer” desatando
todos los males y sufrimientos sobre la tierra. Pero en el fondo del ambiguo
cofre -según la leyenda helénica quedó algo: ...la esperanza. Del mismo modo se
puede decir que después de la caída del hombre, persiste la posibilidad de
redención y es por eso que la fe y la esperanza permiten al género humano
sobrevivir con entusiasmo y aun con alegría, en un mundo hostil y en una vida
efímera, precaria e incierta.
En la antigüedad se pensó que el dolor del hombre
era un castigo por sus pecados. Pero -para el cristianismo- las congojas
y desgracias no son el castigo de una culpa, sino una oportunidad de
purificación. Parecería que Dios, en la “economía” de
su misericordia, jamás condena y sólo nos hace vivir lo que nuestra alma
necesita para su crecimiento interior. Ya lo señaló Juan Pablo II, al referirse
a los “dolores inocentes”, como lo demuestra
la tribulación de los santos, las pruebas de Job, o el sufrimiento de María
ante el martirio de su hijo y el propio dolor y la angustia de Jesús en el
Getsemaní y en el Gólgota.
En realidad, no podemos equiparar nuestro concepto del bien y del mal con el de
la sabiduría divina. Así, lo que nos parece favorable, puede no serlo a los
ojos de Dios. Lo que estimamos infausto, puede ser útil y conveniente para el
designio divino de nuestra personal existencia. Aquí nos enfrentamos a un hecho
esencial y éste es que la existencia de Dios trastoca -en su raíz- el sentido
de la vida humana. Si Dios no existiera -al margen de que todo se transformaría
en un absurdo- lo único importante sería ser feliz y no tener congojas,
enfermedades o desdichas. Pero si Dios existe, la vida se transforma de
inmediato en experiencia y ahora lo que importa es que cada alma encarnada viva
lo que ha venido a vivir y asuma con valor el superior designio de su propia
existencia. Cuando el cristianismo dice que Dios ama infinitamente al hombre,
señala C.S. Lewis, no se refiere a una “benevolencia
senil y soñolienta”, sino a que lo ama a través de las condiciones
concretas y necesarias de su existencia humana. En efecto, si este mundo tiene
un sentido de “perfección de almas”, sin
duda que el dolor y el sufrimiento deben tener un significado importante para
el hombre; algo así como un motivo de perfeccionamiento que, de algún modo,
enriquece tanto la evolución individual como la experiencia general del hombre
a través del curso de la historia. La vida, en el fondo, es un permanente
desafío hacia el autocrecimiento y, vista de este modo, sin la existencia de la
desdicha o del dolor, se desvanecería la experiencia terrenal del hombre como
un acontecer carente de sentido. Así, un mundo sin pecado ni sufrimiento sería
un mundo estático, donde la existencia del hombre se convertiría en un hecho
inútil y en una vida estéril. Ya lo decía Heráclito: el bien y el mal
tienen un lugar necesario en la experiencia vital y aun en el universo, ya que
si no hubiera un constante juego entre los contrastes, el mundo dejaría de
existir.
Sergio Peña y Lillo
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