Cuento de Alejandro Smith Bisso (2015).
Era la tarde de octubre 17 de 1,966. El terremoto. Aplaca Señor tu ira, tu justicia y tu rigor por tu santísima madre ¡Misericordia, Señor! Las calles en tinieblas de polvo por los paredones de adobe derrumbados. La techumbre de la iglesia matriz de Huacho se vino abajo. La torre central se inclinó levemente, pagando el precio de su altura, por el peso del ángel que la coronaba. Los jóvenes curas entraron en pánico y fueron los promotores de que se demoliera esos casi cien años de historia de piedad, sin saber que serían mal vistos para toda la vida que vendría después. Y con justicia, porque le arrancharon el alma al pueblo que había creído en que era la “Casa del Señor puerta del cielo”. El síndrome de José Maní, de malentender las cosas, tres siglos después todavía existía en Huacho. Pasaron cuarenta años y se recuperó algo que trató de poner en limpio la salvajada antipiadosa que se armó como pudo a quince años después del terremoto. En la modernidad la iglesia de Huacho tiene los altares dorados que nunca tuvo, con querubines rubios, no hay cholos, ni negros, ni de otro origen local, a pesar de ser producto de jóvenes artistas ancashinos, cuya lengua materna es el quechua.
La
señorita Lauu no saboreó ese desvarío, murió antes, anciana, su ahijada la
adornó en su ataúd con lienzos de exquisitos bordados, todos en blanco. Ella
misma los hizo y guardó por años. Hacía dos que los separó en una caja, como
sabiendo que serían parte de su último traje. Eran los encajes que tenía que
llevar para partir al lado de su madre, a la que el tifo murino se llevó
después de un ventarrón, por las islas de mar Atlántico. Indalecia Farro, su
ahijada, lavó, secó, almidonó y planchó al carbón, en minutos breves, esos
encajes de algodón blanco y arregló por última vez a su ama vieja. Quedó más
tierna que nunca en su vida ya extinta. Fue como el regalo mágico de la planta del
algodón de ese suelo huachano, que la había domesticado cinco mil años atrás.
Lo peor
del caso fue que los curas ni se enteraron que cortaron raíz. Ese templo
levantado con el arte de los mejores albañiles huachanos, especialistas en el
tejido de cañabrava para la quincha de sus torres y cúpula, cuya base fue de
diablo fuerte con cemento especial traído de Londres, el que ellos secretamente
mezclaron con un tipo de tierra que recogieron de los barrancos de la playa de
Huacho, para que impermeabilizara el acabado; fue dinamitado más de ochenta
años después, no porque Dios lo quiso ni por tiempo de guerra, sino por la
incapacidad mortal de no saber afrontar las consecuencias de un cataclismo.
Fue esta
nostalgia huachana que empujó a que veinticinco años después, ya en el nuevo
milenio, nuevos curas curaran la herida construyendo una versión moderna y
forzada de la fachada antigua, con torres, ángeles y todo. Es la historia que
hemos tenido que sufrir los que acudimos de la mano de nuestras madres, y que empezamos
a rezar jugueteando con los sencillos arabescos de las bancas de cedro de la
antigua catedral.
La
señorita Lauu se fue en olor de santidad, con su virginidad sin afanes,
intacta. Indalecia quedó con los bienes que pudo dejar, como tenía que ser. Austera
y correcta ella, como la mujer que la crió, tampoco tuvo marido, en cambio dio
educación a un ahijado de Agua de socorro mientras estuvo joven. Él la heredó,
dejando aquella propiedad en su ritmo de ser donada a otros.
En plenas
réplicas del sismo, con hombres arriesgados y a las volandas sacaron lo que
pudieron de la iglesia a la intemperie. El Señor de los Milagros, en vísperas y
preparado en procesión se pudo sacar al atrio esa misma tarde del terremoto. Al
día siguiente lo llevaron al centro de la plaza de armas. Ahí, fui retratado de
siete años y de rodillas ante la imagen venerada, en una foto de periodista que
daría la vuelta al mundo sin futuro alguno.
Después
de la extraña plaga de los grillos oscuros que azotó la cuenca baja vino el
terremoto, se llevó a tres niñas de Huacho y a un niño de Huaura apenas menores
que yo, como si se tratara del cobro de una macabra cuenta de un oculto rey
Herodes.
El
Santísimo y el Señor del Cercado pasaron a la casa de quincha republicana de la
piadosa señorita Copelia Lauu Maltesse que el terremoto afectó poco. Muy mayor
ya en esos días. Había llegado joven, de extramares, al lado de su padre, un
contador inglés. Blanca sin ser rubia, piadosa y rigurosa. Bondadosa pero
correcta. Tuvo amigas mientras fue jovencita y se alejaba de ellas en tanto se
fueron casando; tuvo tres enamorados sin gloria. Casera empedernida, cuidadora
de flores y soltera sin angustias. En su madurez, después de dejar su empleo en
la botica del señor Persia, quiso consagrarse al lavado de palia, purificador y
corporal, mantelillos para el oficio sagrado; pero con un secreto que le dio su
inspiración de rezadora antigua: las aguas del lavado arrojarlas a la higuera y
las de la última enjuagada quedaban en una jofaina de fierro enlozado, a la
intemperie, para que el cielo las reabsorbiera, pues habían estado en contacto
con el cuerpo de Jesús sacramentado. Al final ella le rezaba tres
padrenuestros, un credo, avemaría y gloria, y las tres cruces al final, pues
tres son las cruces, se repetía a sí misma.
En el
atrio también se velaron, después de desempolvarlas, las otras imágenes que
hasta ahora nos acompañan. Por devoción y lo próximo a su fiesta trajeron al
Señor del Mar de la capilla del Barranquito, que tiempo después destruyeron sin
temor de Dios, siguiendo la mala iniciativa de los curas jóvenes de la
catedral. Da amargura ver fotos de lo que fue esta capilla y lo que es hoy ¿Cómo pudieron echarse abajo esos sitios de profunda
devoción sin pensar en reconstruirlos? A preguntar al seminario que
formó a la gente en que vinimos a caer.
Las
réplicas hicieron a la gente dormir como sea por varias noches en la plaza de
armas. En una de esas, en pleno temblor Maruta Duarte, grandota, joven y
escandalosa vio lágrimas en el Cristo del mar ¡El
acabose! La gente entró en pánico, llantos, dale al rezo y uno sin poder
mirar por la montonera de gente. Desde afuera, algunas señoras empezaron a
cantar: “¡Oh, Buen Jesús, yo creo firmemente! Que
por mi bien estás en el altar, que das tu cuerpo y sangre juntamente al alma
fiel, el celestial manjar”. La gente siguió a viva voz convirtiendo el
momento en un acto apretado, pero de piedad profunda por las esperanzas
perdidas, nada miraban, todo sentían. Terminaron y callaron. Y escucharon con
nitidez un rezo cantado como por un coro de ángeles y todos derramaron lágrimas
de emoción.
Las voces
venían de la casa antigua de la señorita Copelia Lauu, al frente de la puerta
del costado de la catedral, desde que entró ahí el Santísimo Sacramento, no se
dejó de orar, rezar el rosario y letanías, en latín, frente al Él, cada tres
horas: laudes, tercia, sexta, nona, vísperas, completas y hasta los maitines. Y
así fue por doce días. Ella nunca gozó tanto como en aquellas fechas teniendo a
Jesús vivo en su casa, y creyó que había valido su vida para llegar a esto.
No se
sabe de dónde sacaron una vieja linterna grande de lata, de las de los
pescadores en alta mar, alumbraron que te alumbraron los ojos del magnífico
Cristo crucificado del Mar de Huacho, el que milagrosamente fue entregado por
las aguas a la ciudad después de la Independencia. Pero nada. Casi la apanan a
Maruta Duarte, es más, siendo tan joven recogió más carga de la gente de la que
ya había contra ella. Pero el Cristo la amó, pues para ella fue cierto que vio
lágrimas en aquel rostro duro de Jesús. Y fue la única. Y se lo contó a sus
generaciones, pues del devenir de los años recibió la gracia de tener un niño y
una niña, fueron de padres diferentes. Una de sus nietas llegó a ser una monja
admirada, doctora de la doctrina de la iglesia católica, en la ciudad del
Vaticano.
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