Para vivir la caridad hay que comenzar reconociendo en el otro a alguien digno de consideración, y ponerse en sus circunstancias.
Por: Javier Laínez | Fuente: Almudi/ opusdei
Todos hemos experimentado que, en muchas ocasiones, para asimilar bien lo que
sucede a nuestro alrededor, no basta con que se nos transmitan simplemente unos
datos objetivos. Por ejemplo, si alguien interpreta una pieza musical para unos
amigos, esperará ver cómo los demás pasan un rato agradable al oír la misma
melodía que a él apasiona. En cambio, si los amigos se limitaran a decir que la
ejecución ha sido correcta, pero sin mostrar el menor entusiasmo, entonces
seguramente vendría el desánimo, junto a la sensación de que en realidad no se
posee talento.
Cuántos problemas se evitarían si procuráramos entender mejor lo que
sucede en el interior de los demás, sus expectativas e ideales. «Más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»
[1]. Para vivir la caridad hay que comenzar reconociendo en el otro a alguien
digno de consideración, y ponerse en sus circunstancias. Hoy se suele hablar de
empatía para referirse a la cualidad que facilita meterse en el lugar de los
demás, hacerse cargo de su situación y ponderar sus sentimientos. Unida a la caridad, esta actitud contribuye a
fomentar la comunión, la unión de corazones, como escribe san Pedro: «tened
todos el mismo pensar y el mismo sentir» [2].
APRENDER DE CRISTO
Desde el
principio, los discípulos experimentaron la sensibilidad del Señor: su
capacidad de ponerse en el sitio de los demás, su delicada comprensión de lo
que sucedía en el interior del corazón humano, su finura para percibir el dolor
ajeno. Al llegar a Naím, sin que medie palabra, se hace cargo del drama de la
mujer viuda que ha perdido a su hijo único [3]; al escuchar la súplica de Jairo
y el rumor de las plañideras, sabe consolar a uno y apaciguar al resto [4]; es
consciente de las necesidades de quienes le siguen y se preocupa si no tienen
qué comer [5]; llora con el llanto de Marta y María ante la tumba de Lázaro [6]
y se indigna ante la dureza de corazón de los suyos cuando quieren que baje
fuego del cielo para quemar la aldea de los samaritanos que no les han recibido
[7].
Con su vida, Jesús nos enseña a ver a los demás de un modo distinto,
compartiendo sus afectos, acompañándolos en ilusiones y desencantos. Aprendemos
de Él a interesarnos por el estado interior de quienes nos rodean, y con la ayuda de la gracia superamos progresivamente los defectos que
lo impiden, como la distracción, la impulsividad o la frialdad. No hay excusa
para cejar en este empeño. «No pensemos que valdrá
de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes
virtudes de cristianos. −Esto sería adornarse con espléndidas joyas sobre los
paños menores» [8]. La cercanía con el Corazón del Señor ayudará a
moldear el nuestro de manera que nos llenemos de los sentimientos de Cristo
Jesús.
CARIDAD, AFABILIDAD Y EMPATÍA
«La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al
prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por
Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad:
fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien» [9]. Es hermoso descubrir cómo los apóstoles, al calor de su relación
con el Señor, van apaciguando sus temperamentos, muy variados, que en ocasiones
les han llevado a manifestarse poco compasivos frente a otras personas. Juan,
tan vehemente que con su hermano Santiago mereció el sobrenombre de hijo del
trueno, más tarde se llenará de mansedumbre e insistirá en la necesidad de
abrirse al prójimo, de entregarse a los demás como lo hizo el mismo Cristo: «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida
por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros
hermanos» [10]. También san Pedro, que antes se había mostrado duro ante los
adversarios de Jesús, se dirige al pueblo en el Templo buscando su conversión,
pero con palabras exentas de cualquier rastro de amargura: «Hermanos, sé que obrasteis por ignorancia, lo mismo que
vuestros jefes. (…) Arrepentíos, por tanto, y convertíos, para que sean
borrados vuestros pecados, de modo que vengan del Señor los tiempos de la
consolación» [11].
Otro
ejemplo nos lo ofrece san Pablo, que tras haber sido un terrible azote para los
cristianos, se convierte y pone al servicio del Evangelio su genio y su genio: su mente clara y su carácter fuerte. En Atenas,
aunque su espíritu bulle de indignación ante la presencia de tantos ídolos,
procura empatizar con sus habitantes. Cuando tiene ocasión de dirigirse a ellos
en el Areópago, en lugar de echarles en cara su paganismo y depravación de
costumbres, apela a su hambre de Dios: «Atenienses,
en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar
vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba
escrito: “Al Dios desconocido”. Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que
veneráis sin conocer» [12]. En esta actitud que sabe comprender y
motivar se descubren los rasgos sobresalientes de una inteligencia que integra
y modula sus emociones. También se manifiesta la genialidad de una persona que
se hace cargo de la situación de los demás: escoge un aspecto de su
sensibilidad, por más pequeño que parezca, para sintonizar con los oyentes,
captar su interés y llevarlos hacia la verdad plena.
CAMINOS PARA AMAR LA VERDAD
Al tratar
de ayudar a los demás, la caridad y la mansedumbre nos guiarán hacia las
razones del corazón, que suelen abrir las puertas del alma con mayor facilidad
que una argumentación fría o distante. El amor de Dios nos impulsará a
conservar un estilo afable, que muestre lo atractivo que es la vida cristiana: «La verdadera virtud no es triste y antipática, sino
amablemente alegre» [13]. Sabremos descubrir lo positivo de cada
persona, pues amar la verdad implica reconocer las huellas de Dios en los
corazones, por más desfiguradas que parezcan estar.
La
caridad hace que, en el trato con amigos, colegas de trabajo, familiares, el
cristiano se muestre comprensivo con quienes están desorientados, a veces
porque no han tenido la oportunidad de recibir una buena formación en la fe, o
porque no han visto un ejemplo encarnado del auténtico mensaje del Evangelio.
Se mantiene, así, una disposición de empatía también cuando los otros están
equivocados: «No comprendo la violencia: no me
parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la
oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre
con la caridad» [14]. Hemos de decir la verdad con una paciencia
constante −«veritatem facientes in caritate»
[15]−, sabiendo estar al lado de quien quizá está confundido, pero que con un
poco de tiempo se podrá abrir a la acción de la gracia. Esta actitud consiste
muchas veces, como señala el Papa Francisco, en «detener
el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o
renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino.
A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas
abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad» [16].
APOSTOLADO Y COMUNIÓN DE SENTIMIENTOS
Algunos
podrían intentar reducir la empatía a una simple estrategia, como si fuera una
de esas técnicas que proponen un producto al consumidor de tal modo que tiene
la sensación de que eso era justo lo que estaba buscando. Aunque lo anterior
pueda ser válido en ámbito comercial, las relaciones interpersonales siguen
otra lógica. La auténtica empatía implica sinceridad y es incompatible con una
conducta impostada, que esconde los propios intereses.
Esta
sinceridad es fundamental cuando buscamos dar a conocer el Señor a las personas
con las que convivimos. Haciendo propios los sentimientos de quienes Dios ha
puesto a nuestro lado en el camino, tenemos la finura de caridad de alegrarnos
con cada uno de ellos y de sufrir con cada uno también. «¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo,
sin que yo me abrase de dolor?» [17] ¡Cuánto
afecto sincero se descubre en esta cariñosa alusión de san Pablo a los
cristianos de Corinto! Es más fácil que la verdad se abra paso a través
de este modo de compartir sentimientos, porque se establece una corriente de
afectos −de afabilidad− que potencia la comunicación. El alma se vuelve así más
receptiva a lo que escucha, especialmente si se trata de un comentario constructivo
que la anima a mejorar en su vida espiritual.
«Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón
que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro
espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que
nos desinstala de la tranquila condición de espectadores» [18]. Cuando la escucha es atenta, nos implicamos en la realidad de los
demás. Buscamos ayudar al otro a discernir cuál es el paso que el Señor le pide
dar en ese momento específico. Es en el momento en que el interlocutor percibe
que su situación, opiniones y sentimientos son respetados −es más, asumidos por
quien le escucha− cuando abre los ojos del alma para contemplar el resplandor
de la verdad, la amabilidad de la virtud.
En
contraste, la indiferencia ante los demás es una grave enfermedad para el alma
apostólica. No cabe ser distantes con quienes nos rodean: «Esas personas, a las que resultas antipático, dejarán de
opinar así, cuando se den cuenta de que “de verdad” les quieres. De ti depende»
[19]. La palabra comprensiva, los detalles de servicio, la conversación
amable, reflejan un interés sincero por el bien de aquellas personas con las
que convivimos. Sabremos hacernos querer, abriendo las puertas de una amistad
que comparte la maravilla del trato con el Señor.
ANIMAR A CAMINAR
Señala el Papa Francisco que «un buen acompañante no consiente los
fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la
camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar
el Evangelio» [20]. Al hacernos cargo de las
debilidades de los demás, sabremos también animar a no ceder al conformismo, a
ampliar sus horizontes para que sigan aspirando a la meta de la santidad.
Al obrar
de este modo, seguiremos el ejemplo de profunda comprensión y amable exigencia
que nos ha dejado Nuestro Señor. Cuando, en la tarde del día de la
Resurrección, camina al lado de los discípulos de Emaús, les pregunta: «¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?»
[21], y deja que se desahoguen, manifestando la desilusión que oprimía sus
corazones y la dificultad que tenían para creer que Jesús había realmente
vuelto a la vida, como atestiguaban las santas mujeres. Solo entonces el Señor
toma la palabra y les explica cómo «era preciso que
el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria» [22].
¿Cómo habría sido la conversación de Jesús, de qué modo habría sabido
responder a las inquietudes de los discípulos de Emaús, que al final le dicen:
«Quédate con nosotros» [23]? Y eso, a pesar de que al inicio
les reprocha su incapacidad de comprender lo que habían anunciado los Profetas [24].
Quizá sería el tono de voz, la mirada cariñosa, lo que haría que estos
personajes se supieran acogidos pero, al mismo tiempo, invitados a cambiar. Con
la gracia del Señor, también nuestro trato reflejará el aprecio por cada
persona, el conocimiento de su mundo interior, que impulsa a caminar en la vida
cristiana.
Notas
[1] San Josemaría, Camino, n. 463.
[2] 1 Pe 3, 8.
[3] Lc 7, 11-17.
[4] Cfr. Lc 8, 40-56; Mt 9, 18-26.
[5] Cfr. Mt 15, 32.
[6] Cfr. Jn 11, 35.
[7] Cfr. Lc 9, 51-56.
[8] Camino, n. 409.
[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.
[10] Jn 3, 16.
[11] Hch 3, 17. 19-20.
[12] Hch 17, 23.
[13] Camino, n. 657.
[14] San Josemaría, Conversaciones, n. 44.
[15] Ef 4, 15 (Vg).
[16] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 46.
[17] 2 Cor 11, 29.
[18] Francisco, Evangelii gaudium, n. 171.
[19] San Josemaría, Surco, n. 734.
[20] Francisco, Evangelii gaudium, n. 171.
[21] Lc 24, 17.
[22] Lc 24, 26.
[23] Lc 24, 29.
[24] Cfr. Lc 24, 25.
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