La lucha contra el resentimiento y la envidia será mucho más eficaz si se cuenta con la ayuda de Dios, que clarifica nuestra inteligencia, favorece la objetividad y potencia la voluntad.
Por: Francisco Ugarte Corcuera | Fuente:
Catholic.net
RESENTIMIENTO Y ENVIDIA,
OBSTÁCULOS PARA LA FELICIDAD
La persona humana tiene una fuerte inclinación a girar en torno a si, a
convertir el yo en el centro de sus pensamientos y en el punto de referencia de
sus acciones. A esta inclinación se le llama egocentrismo y es la antítesis, el
polo opuesto, del olvido propio, de ese vivir hacia afuera de uno mismo, hacia
los demás. Es un hecho de experiencia que el egocentrismo genera tristeza,
infelicidad. No es difícil comprobarlo; basta ponerse a pensar en sí mismo, con
enfoque egoísta, para sentir el decaimiento interior. Quien vive excesivamente
pendiente de sí, concentrado en su propio yo, suele perder la visión objetiva
de las cosas y se vuelve hipersensible y vulnerable. Todo le afecta mucho más,
de lo bueno que la vida le ofrece. "Una de las
cosas que entristece más al hombre es la egolatría, origen muchas veces de
sufrimientos inútiles, producidos por una excesiva preocupación por lo
personal, exagerando en demasía su importancia (70)
El egocentrismo se manifiesta de varias maneras. Dos de ellas constituyen grandes
obstáculos para la felicidad y merecen tratarse con cierto detenimiento para
comprenderlas, detectarlas en la vida personal y resolverlas oportunamente. Se
trata, en concreto, del resentimiento y la envidia.
EL VENENO DEL RESENTIMIENTO
El resentimiento es frecuentemente el principal obstáculo para ser feliz (71),
porque amarga la vida. Para Max Scheler "el
resentimiento es una autointoxicación psíquica" (72) un
envenamiento de nuestro interior, que depende de nosotros mismos y que suele
aparecer como reacción a un estímulo negativo en forma de ofensa o agresión.
Evidentemente no toda ofensa produce un resentimiento, pero a todo
resentimiento precede una ofensa.
La ofensa que causa resentimientos puede presentarse como acción de alguien
contra mí, puede captarse en forma de omisión, o como atribuible a las
circunstancias (la situación socioeconómica personal, algún defecto físico,
enfermedades que se padecen y no se aceptan, etcétera). En cualquier caso, el
estímulo que provoca la reacción de resentimiento puede juzgarse con
objetividad, con exageración, o ser incluso producto de la imaginación. Estas
variantes muestran en qué medida el resentimiento depende del modo como se
juzgan las ofensas recibidas —con objetividad, exageradamente o de forma imaginaria
— y explican el que muchos resentimientos sean gratuitos, porque dependen de la propia subjetividad
que aparta de la realidad, exagerando o imaginando situaciones o hechos que no
se han producido o no estaban en la intención de nadie originar.
LA RESPUESTA PERSONAL
El resentimiento es un efecto reactivo ante la agresión, de tono negativo.
Consiste en la respuesta ante la ofensa. Esta respuesta depende de cada quien,
porque la libertad nos confiere el poder de orientar nuestras reacciones. Covey
advierte que "no es lo que los otros hacen ni
nuestros propios errores lo que más nos daña; es nuestra respuesta. Si
perseguimos a la víbora venenosa que nos ha mordido, lo único que conseguiremos
será provocar que el veneno se extienda por todo nuestro cuerpo. Es mucho mejor
tomar medidas inmediatas para extraer el veneno". (73) Esta
alternativa se presenta ante cada agresión: o nos
concentramos en quien nos ofendió (y entonces seguirá actuando el veneno) o lo
eliminamos mediante una respuesta adecuada, sin permitir que permanezca en
nuestro interior.
La dificultad para configurar la respuesta conveniente radica en que el
resentimiento se sitúa en el nivel emocional de la personalidad, porque en
esencia es un sentimiento, una pasión, un movimiento que se experimenta
sensiblemente. Quien está resentido se siente herido u ofendido por alguien o
algo que influye contra su persona. Y es bien sabido que el manejo de los
sentimientos no es tarea fácil. Unas veces no somos conscientes de ellos —con
lo que pueden estar actuando dentro de nosotros sin que nos demos cuenta—,
mientras que otras el resentimiento que-
LA INTERVENCIÓN DE LA
INTELIGENCIA Y DE LA VOLUNTAD
Estas dificultades pueden mitigarse si hacemos buen uso de nuestra capacidad de
pensar. El conocimiento propio y la reflexión nos permiten ir conectando las
manifestaciones de nuestros resentimientos con sus causas y, en esta medida,
nos vamos encontrando en condiciones de encauzarlos. Si al analizar los
agravios recibidos nos esforzamos por comprender la forma de actuar del ofensor
y por descubrir los atenuantes de su modo de proceder, en muchos casos nuestra
reacción negativa desaparecerá por debilitamiento del estímulo. Nuestra
inteligencia puede influir así, indirectamente — Aristóteles hablaba de un dominio
político y no despótico de lo racional sobre lo sensible—, para evitar o
eliminar los resentimientos, modificando las disposiciones afectivas.
Otro recurso con que contamos para echar fuera de nosotros el agravio, sin
retenerlo, incluso en los casos de ofensas reales, es nuestra voluntad, por su
capacidad de autodeterminarse. Cuando recibimos una agresión que nos duele,
podemos decidir no retenerla para que no se convierta en resentimiento. Eleanor
Roosevelt solía decir:
«Nadie puede herirte sin tu consentimiento». Marañón
advertía que "el hombre fuerte reacciona con
directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo
extraño, el agravio de su conciencia. Esta elasticidad salvadora no existe en
el resentido" (74). Si, en cambio, la voluntad es débil, la ofensa
se retiene y el sentimiento permanece dentro del sujeto, se vuelve a
experimentar una y otra vez, aunque el tiempo transcurra. En esto precisamente
consiste el resentimiento: "es un volver a
vivir la emoción misma: un volver a sentir, un resentir".
La lucha contra el resentimiento será mucho más eficaz si se cuenta con la
ayuda de Dios, que clarifica nuestra inteligencia, favoreciendo la objetividad
en el conocimiento y la capacidad de comprensión; y que potencia nuestra voluntad
y fortalece nuestro carácter, para que no se doblegue ante la presión de los
agravios.
«SENTIRSE» Y RESENTIRSE
La forma de reaccionar ante los estímulos suele estar muy relacionada con los
rasgos temperamentales. Por ejemplo, el emotivo siente más una agresión que el
no emotivo; el secundario suele retener más la reacción ante el estímulo
ofensivo que el primario; el que es activo cuenta con más recursos para dar
salida al impacto recibido por la ofensa que el no activo. También la cultura y
la educación, junto con el factor genético, influyen en la manera de reaccionar
y, por tanto, en el modo como el resentimiento se origina y manifiesta.
Hay un modo de reaccionar ante las ofensas caracterizado sobre todo por su
pasividad; consiste sencillamente en retraerse o distanciarse de quien ha
cometido la agresión, en ocasiones incluso retirándole la palabra. Los mexicanos solemos calificarlo con el verbo
sentirse. Peñalosa explica que "sentirse es
verbo reflexivo que conjugamos todo el día, y que no es fácil hallarle digna
explicación filológica, por la sencilla razón de que «sentirse» es verbo que
registra más el alma mexicana que la gramática española. Estar sentido con
alguien es lo mismo que estar dolido, triste, enojado por algún desaire que nos
hicieron.
Muchas veces real y, muchas más, aparente" (76).
Cabe señalar que Cervantes, en El Quijote, utiliza este verbo, con este sentido
"mexicano", en más de una ocasión
(77).
En cambio, cuando el sentimiento de susceptibilidad que se guarda incluye el
afán de reivindicación, de venganza, se trata entonces propiamente de un
resentimiento, en el sentido completo del término. El resentido no sólo siente
la ofensa que le infligieron, sino que la conserva unida a un sentimiento de
rencor, de hostilidad hacia las personas causantes del daño, que le impulsa a
la revancha.
Alguien afirmaba con acierto que "el
resentimiento es un veneno que me tomo yo, esperando que le haga daño al
otro". Y es que puede ocurrir que aquél contra quien va dirigido el
rencor ni siquiera se entere, mientras que quien lo experimenta se está
carcomiendo por dentro. Un veneno tiene efectos destructivos para el organismo
y el resentimiento lo que produce es frustración, tristeza, amargura en el
alma. Es uno de los peores enemigos de la felicidad, porque impide enfocar la
vida positivamente y aleja de Dios y de los demás.
Algunas personas tienen una especial propensión al resentimiento: reaccionan
desproporcionadamente ante estímulos de poca entidad o acumulan rencores
infundados. El origen de esta inclinación suele estar en el egocentrismo, con
su tendencia a girar en tomo a sí mismo, a convertir el propio yo en el centro
de los pensamientos y en el punto de referencia de todas las acciones. Las
personas egocéntricas se toman muy vulnerables por vivir concentradas en su
propia subjetividad y "son inevitablemente
infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a
los demás, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación
y anticipo del cielo" (78). El olvido propio es, también, el mejor
antídoto contra el resentimiento, porque reduce considerablemente la resonancia
subjetiva de los agravios y evita retenerlos.
EL REMEDIO DEL PERDÓN
En el Antiguo Testamento prevalecía la ley del Talión, inspirada en la estricta
justicia: «ojo por ojo, diente por diente». Jesucristo
viene a perfeccionar la Antigua Ley e introduce una modificación fundamental
que consiste en vincular la justicia a la misericordia, más aún, en subordinar
la justicia al amor, lo cual resulta tremendamente revolucionario. A partir de
Él, las ofensas recibidas deberán perdonarse, porque el perdón se convierte en
parte esencial del amor.
La misericordia que Jesús practica y exige a los suyos choca, no sólo con el
sentir de su época, sino con el de todos los tiempos: "Habéis
oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y rogad por los que
os persiguen y calumnian (79). "Al que
te golpee en una mejilla, presentarle la otra; al que te quite el manto, déjalo
llevarse también la túnica"(80). Estas exigencias del amor superan
la natural capacidad humana, por eso Jesús invita a los suyos a una meta que no
tiene límites, porque sólo desde ahí podrán intentar lo que les está pidiendo: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es
misericordioso (81).
QUÉ ES PERDONAR
A diferencia del resentimiento, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no
equivale a dejar de sentir. Hay quienes consideran que están incapacitados para
perdonar ciertos agravios porque no pueden eliminar sus efectos: no pueden dejar de experimentar la herida, ni el odio, ni
el afán de venganza. De aquí suelen derivarse complicaciones en el
ámbito de la conciencia moral, especialmente si se tiene en cuenta que Dios
espera que perdonemos para perdonarnos El. La incapacidad para dejar de sentir
el resentimiento, en el nivel emocional, puede ser, efectivamente, insuperable,
al menos en el corto plazo. Sin embargo, si se comprende que el perdón se sitúa
en un nivel distinto al del resentimiento, esto es, en el nivel de la voluntad,
se descubrirá el camino que apunta a la solución.
El perdón es un acto de la voluntad porque consiste en una decisión. Al
perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al
ofenderme y, por tanto, lo libero en cuanto deudor. No se trata, evidentemente,
de suprimir la ofensa cometida y hacer que nunca haya existido, porque
carecemos de ese poder. Sólo Dios puede borrar la acción ofensiva y conseguir
que el ofensor regrese a la situación en que se encontraba antes de cometerla.
Pero nosotros, cuando perdonamos realmente, desearíamos que el otro quedara
completamente eximido de la mala acción que cometió. Por eso, como señala
Leonardo Polo, "perdonar implica pedir a Dios que perdone, pues sólo así
la ofensa es aniquilada.(82)
PERDONAR Y OLVIDAR
Si bien el acto de perdonar consiste en una decisión, la acción de olvidar, en
cambio, tiene lugar en el ámbito de la memoria, que no responde directamente a
los mandatos de la voluntad. Yo puedo decidir olvidar una ofensa, pero no lo
consigo. La ofensa sigue ahí, en el archivo de la memoria, a pesar del mandato
voluntario. Lo primero que esto me dice es que olvidar no es lo mismo que
perdonar. El perdón puede ser compatible con el recuerdo de la ofensa. Una
señal elocuente de que se ha perdonado, aunque no se haya podido olvidar, es
que el recuerdo de la ofensa no afecta en el modo de conducirse con el
perdonado, a quien tratamos como si hubiéramos olvidado. El verdadero perdón
exige obrar de este modo, porque el verdadero amor "no
lleva cuentas del mal" (83)
En cambio, la expresión «perdono pero no olvido» significa que, en el fondo, no
quiero olvidar la ofensa, que equivale a no querer perdonar. ¿Por qué? Cuando se perdona, se cancela la deuda
del ofensor, lo cual es incompatible con la intención de retenerla, de no
querer olvidarla. En consecuencia, si bien no podemos identificar el perdón con
el hecho de olvidar el agravio, sí se puede afirmar que perdonar es querer
olvidar.
POR QUÉ PERDONAR
Cuando perdonamos, nos liberamos de la esclavitud producida por el odio y el
resentimiento para recobrar la felicidad que había quedado bloqueada por esos
sentimientos. También tiene mucho sentido perdonar en función de las relaciones
con los demás. Si no se perdona, el amor se enfría o puede incluso convertirse
en odio; y la amistad puede perderse para siempre.
Además de estos motivos humanos para perdonar, existen razones sobrenaturales,
que posibilitan perdonar ciertas situaciones extremas donde los argumentos
humanos resultan insuficientes. Dios nos ha hecho libres y, por tanto, capaces
de amarle u ofenderle mediante el pecado. Si optamos por ofenderle, El nos
ofrece el perdón si nos arrepentimos, pero ha establecido para ello una
condición: que antes perdonemos nosotros al prójimo que nos ha agraviado. Así
lo repetimos en la oración que Jesucristo nos enseñó: "Perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden".
Cabría preguntarse por qué Dios condiciona su perdón a que perdonemos y,
aún más, nos exige que perdonemos a nuestros enemigos incondicionalmente, es
decir, aunque éstos no quieran rectificar.
Lógicamente Dios no pretende dificultarnos el camino y siempre quiere lo mejor
para nosotros. Él desea profundamente perdonarnos, pero su perdón no puede
penetrar en nosotros si no modificamos nuestras disposiciones. "Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y
hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor
misericordioso del Padre (84).
Además de esa ocasión en que enseñó el Padrenuestro, Jesús insistió muchas
otras veces en la necesidad del perdón. Cuando Pedro le pregunta si debe
perdonar hasta siete veces, le contesta que hasta setenta veces siete (85)
porque el perdón no tiene límites; pidió perdonar incluso a los enemigos, (86)
a los que devuelven mal por bien (87). Para el cristiano, estas enseñanzas
constituyen una razón poderosa a favor del perdón, pues están dictadas por el
Maestro.
Pero Jesús, que es el modelo a seguir, no sólo predicó el perdón sino que lo
practicó innumerables veces. En su vida encontramos abundantes hechos en los
que se pone de manifiesto su facilidad para perdonar, lo cual es probablemente
la nota que mejor expresa el amor que hay en su corazón. Mientras los escribas
y fariseos acusan a una mujer sorprendida en adulterio, Jesús la perdona y le
indica que no peque más(88);cuando le llevan a un paralítico en una camilla
para que lo cure, antes le perdona sus pecados(89); cuando Pedro lo niega por
tres veces, a pesar de la advertencia, Jesús lo mira, lo hace reaccionar (90).
y no solamente lo perdona, sino que le devuelve toda la confianza, dejándolo al
frente de la Iglesia. Y el momento culminante del perdón de Jesús tiene lugar
en la Cruz, cuando eleva su oración por aquellos que lo están martirizando: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (91).
La consideración de que el pecado es una ofensa a Dios, que la ofensa adquiere
dimensiones infinitas por ser Dios el ofendido, y que a pesar de ello Dios
perdona nuestros pecados cuando ponemos lo que está de nuestra parte, nos
permite percibir la desproporción que existe entre ese perdón divino y el
perdón humano. Por eso, también aquellas ofensas que parecerían imperdonables,
por su magnitud, por recaer sobre personas inocentes o por las consecuencias
que de ellas se derivan, habrán de ser perdonadas porque “no hay límite ni medida en este perdón, esencialmente
divino” (92). De ahí que, para perdonar radicalmente, se necesite el
auxilio de Dios.
Perdonar es la manifestación más alta del amor y, en consecuencia, es lo que
más transforma el corazón humano. Por eso, cada vez que perdonamos se opera en
nosotros una conversión interior, una verdadera metamorfosis, al grado que San
Juan Crisóstomo llega a exclamar que “nada nos
asemeja tanto a Dios como estar dispuestos al perdón" (93), con lo
que se puede concluir que perdonar es el principal remedio contra el
resentimiento.
EL PROBLEMA DE LA ENVIDIA
Lo mismo que el resentimiento, la envidia "es
un serio obstáculo para la felicidad" (94) e incluye el agravante
de que resulta difícil reconocerla en uno mismo: muy pocas veces escuchamos a
alguien decir que es envidioso, cuando no tiene inconveniente en declararse
ante los demás como ambicioso, desordenado, soberbio o destemplado. En un mundo
competitivo como el nuestro, la propensión a la envidia se agudiza
considerablemente. Tomás de Aquino explica que la envidia posee como
característica específica el entristecerse del bien ajeno, en cuanto que se
mira como un factor que disminuye la propia excelencia o felicidad (95).
Analicemos cada una de estas nociones.
LA TRISTEZA DE LA ENVIDIA
La tristeza aparece como efecto inmediato y directo de la envidia. Si la
alegría deriva de la posesión de un bien, la tristeza es causada por la
relación con el mal. Cuando alguien pierde un ser querido, fracasa en un
proyecto profesional o padece una grave enfermedad, se siente triste por esos
sucesos adversos. Experimentar la tristeza en estos casos es algo natural, porque
la carencia de ese bien para sí mismo, que se ve como un mal, es evidente,
aunque quepa la posibilidad de sobreponerse a ella y, sin dejar de sentir el
dolor que la origina, encauzarla dándole un sentido. En cambio, la envidia
consiste en entristecerse del bien ajeno. Nos encontramos, pues, ante una
situación distinta y un tanto sorprendente: lo que causa la tristeza no es un
mal, sino un bien. Esto ya no es natural, porque lo que el bien suele provocar
naturalmente es alegría. Si el resultado, en cambio, es la tristeza, no se ve
cómo pueda justificarse la reacción. Más aún: lo
anormal de tal respuesta ante el bien hace que resulte vergonzosa esa reacción
y que instintivamente se intente ocultar. Esto explica la dificultad
para que alguien se reconozca como envidioso: no es
fácil justificar la tristeza ante la presencia del bien. Y entonces se
intenta disimular, aunque no siempre se consiga. Los niños, que no tienen
doblez, no pueden ocultarla y la suelen manifestar con toda naturalidad: todos
hemos presenciado la reacción violenta del niño que arrebata a otro un juguete,
o las lágrimas de la niña ante el regalo que su hermana acaba de recibir.
¿Por qué el bien del otro me produce tristeza? La
respuesta no está en el bien en sí, sino en mi modo de percibirlo o de
juzgarlo: es algo de lo que carezco y que, en el
fondo, no acepto. La no aceptación de mi carencia me lleva a mirar ese
bien ajeno con retorcimiento, que se traduce en inconformidad con quien lo
posee. Si yo aceptara con paz mis limitaciones y estuviera identificado con lo
que soy y tengo, el bien de los demás no me inquietaría, más aún, me alegraría.
Y en este caso, al alegrarme de los méritos de los demás, estaría actuando
conforme al querer de Dios (96).
Por tanto, el origen de la envidia radica en el egocentrismo, que toma cuerpo
en forma de comparación (97). El propio sujeto se convierte en el término de
referencia de los valores que descubre en los demás y, en lugar de mirarlos
objetivamente, como cualidades que los harían dignos de admiración, los
contempla en función de sí mismo y de manera negativa, como algo de lo que
carece. Esta desviación en él enfoque, provocada por la comparación, produce
tristeza por su efecto egocéntrico —la alegría depende de nuestra capacidad de
salir de nosotros mismos— y porque concentra la atención en lo negativo: la
carencia personal de esos valores. Si fuéramos capaces de descubrir lo bueno
que hay en los demás, sin compararnos y con una disposición generosa, abierta
al bien del prójimo, no habría reacciones de envidia.
UN DEFECTO EN EL MODO DE
MIRAR
La envidia, como se ve, adolece de un defecto en el modo de mirar el bien de
los otros. El mismo origen etimológico de la palabra hace referencia a esta
manera equivocada de orientar la mirada: procede del latín invidia, que significa mirar con malos ojos, esto es,
con mirada retorcida que interpreta negativamente lo positivo por excelencia: el bien. Y este mirar torcidamente el bien de los
demás puede consistir también en mirarlo más de la cuenta, lo cual provoca, por
añadidura, un entorpecimiento para valorar el bien propio. Séneca decía que «quien mira demasiado las cosas ajenas no goza con las
propias». En cambio, quien sabe con-formarse con lo que tiene o, mejor
aún, agradecerlo, puede disfrutarlo sin que el bien de los otros le perturbe.
Si damos un paso más y nos preguntamos por qué el envidioso se siente afectado
negativamente al descubrir el bien ajeno, la respuesta la encontramos en la
última parte de lo que Tomás de Aquino afirma: porque
mira ese bien como un factor que disminuye su propia excelencia o felicidad. Esto
lo entiende fácilmente quien vive comparándose con los demás y de alguna manera
cifra su valía personal en salir favorecido de esas comparaciones. Si yo valgo
porque soy mejor que el otro, porque tengo más cosas que él o porque lo supero
en uno u otro aspecto, entonces dejaré de valer en cuanto me vea superado. Cada
elemento positivo que surja en el otro me disminuirá y, en consecuencia, me
entristecerá.
MANIFESTACIONES DE ENVIDIA
Aunque cueste mucho reconocerse envidioso e incluso se intente disimularlo, hay
algunas manifestaciones que revelan la envidia a quien es buen observador.
Todas ellas pretenden reducir de alguna manera el bien ajeno, para compensar el
efecto peyorativo que provoca en el que envidia. Tal vez la más evidente sea la
crítica negativa, que pretende subrayar deficiencias que quitan valor al
envidiado. También la difamación, que consiste en propagar hechos peyorativos
que disminuyen la fama de la otra persona- De manera más sutil, el silencio o
la aparente indiferencia ante los méritos de los demás pueden revelar una
envidia que se intenta ocultar. O una especie de resistencia o bloqueo que
impide contemplar con apertura y visión positiva lo que los demás hacen, sus logros,
su valía personal, puede Ser también una manifestación sutil de este problema.
Otros recursos, como la burla o la ironía ante las cualidades o los buenos
resultados del otro, frecuentemente llevan la intención de relativizar sus
méritos y quitarles brillo, por la envidia que producen. Al envidioso le cuesta
elogiar y, cuando no le queda más remedio que hacerlo por la evidencia de los
hechos, se siente obligado a añadir un complemento reductivo al elogio: fulano
es muy inteligente, pero no muy culto; mengano tiene mucho prestigio
profesional, pero es egoísta; y así sucesivamente. O, en el mejor de los casos,
dirá: hay que reconocer que es un buen arquitecto o
un médico competente, si no hay más salida que aceptarlo.
La envidia suele tener también manifestaciones corporales. Como el ser humano
forma una unidad, no sólo lo físico repercute en lo psíquico —como la salud en
el estado de ánimo—, sino también a la inversa: las emociones pueden producir
efectos fisiológicos. Y así como la vergüenza ruboriza el rostro, el
sentimiento de envidia parece generar una reducción de la circulación
sanguínea, que se refleja en 1a palidez de la cara. Por eso se habla de la
pálida envidia o de la envidia lívida.
Quevedo decía que «la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come».
Hay, finalmente, una versión peculiar de la envidia, que manifiesta con mucha
evidencia su malicia y consiste en alegrarse con el mal ajeno, disfrutando
pausadamente cada una de las desgracias que ocurren al otro.
ESPECIAL INCLINACIÓN A LA
ENVIDIA
Aunque cualquier persona pueda sentir envidia, hay quienes poseen una especial
propensión. Tomas de Aquino dice que suelen ser envidiosos los ambiciosos de
honor, los pusilánimes y los viejos 98. Dejando de lado a estos últimos, cuya
inclinación a la envidia puede originarse en la falta de aceptación ante las
limitaciones impuestas por la edad, veamos los otros dos casos. El pusilánime,
de ánimo pequeño, suele padecer un sentimiento de inferioridad que le lleva a
sentirse agredido por todo lo que le resulta superior y, en esa medida, se
considera disminuido. Ese sentimiento suele vincularse a la inseguridad
provocada por diversos factores, entre ellos: los
fracasos no resueltos interiormente, la falta de resultados en el cumplimiento
de las obligaciones o en las metas propuestas, algún defecto físico no
asimilado, etcétera.
La solución en este punto está, por una parte, en aceptar las propias
limitaciones y, por la otra, en hacerse consciente de los propios valores y
capacidades, que suelen ser más de los que se admiten, para empeñarse en
sacarles el máximo partido, en función del desarrollo personal y del servicio a
los demás.
El ambicioso de honor también está especialmente expuesto a la envidia por su
egocentrismo y su vanidad. Posee un afán desordenado por destacar en todo y no
soporta que alguien lo supere. Cuando esto ocurre, siente que le usurpan un
derecho que considera exclusivo, y la reacción de envidia no se hace esperar.
El efecto final es la tristeza, que puede convertirse en frustración o incluso
en resentimiento acompañado de una reacción violenta de venganza.
NATURALEZA DE LA ENVIDIA
De acuerdo a la estructura y constitución de la persona humana, cabe distinguir
en la envidia varias dimensiones. En primer lugar, es un sentimiento, una
pasión, como lo advierte García Hoz: "En el
panorama psicológico ocupa la envidia un lugar entre los sentimientos
superiores (...); es una tendencia de aversión contra el que, por el mero hecho
de su superioridad nos afecta desagradablemente; es fundamental esta conciencia
de la propia inferioridad (99).
La pasión de la envidia puede traspasar el nivel racional de la persona,
haciéndole perder el dominio de sí misma, y conducirle a reacciones violentas y
descontroladas, como se ve en diversos pasajes de la Sagrada Escritura: por envidia, Caín mató a su hermano Abel (100),
Esaú aborreció a Jacob (101), José fue vendido por sus hermanos (102) Saúl
intentó asesinar a David, (103) Jesús fue condenado a muerte (104).
La envidia es también un acto de la voluntad,
dotado - por ser voluntario- de libertad y, como va en contra del orden
establecido por Dios, "la envidia es un pecado
capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el
deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida (105). Desde el punto de vista moral, hay que diferenciar entre
un acto libre de la voluntad y el mero sentimiento como tendencia emocional.
Esto último, si no se consiente —si la voluntad lo rechaza y procura
contrarrestar la mala inclinación (106)— no
es pecado. Finalmente, cuando los actos libres se repiten en sucesivas
ocasiones, suelen dar origen a hábitos que, si son malos, se denominan vicios.
Así, la envidia se convierte en vicio si el acto se reitera una y otra vez.
Cuando al vicio se une la pasión, las consecuencias pueden ser imprevisibles. "La envidia es a la vez un vicio y una pasión; el
primero se contrapone a la virtud y el segundo recae sobre el plano afectivo,
pero como algo que embarga tanto, que tiene tanta fuerza por su contenido, que
siendo algo emocional es capaz de traspasar el nivel intelectual y provocar en
éste una ceguera de sus facultades (107). Por tanto, la envidia no sólo
va contra la felicidad del envidioso que la padece, sino en algunos casos
también contra los envidiados.
La emulación es la otra cara de la envidia y, si cabe, su vertiente positiva.
Emular es imitar, con competitividad sana, triunfos y ejemplos positivos
observados en otras personas. Responde a un sentimiento noble y auténtico de
superación. No va en contra de la felicidad. Por eso, en el lenguaje coloquial
se le suele llamar envidia sana o envidia buena: lleva a la propia persona,
gracias a un esfuerzo de su voluntad —estimulada por el triunfo ajeno—, a
empresas humanas de altura. En el orden sobrenatural, cabe incluso hablar de
santa envidia (108).
SOLUCIONES A LA ENVIDIA
Después de ver con tanta claridad la gravedad de la envidia — "no hay nada más implacable y cruel que la envidia
(109), decía Schopenhauer — y el serio obstáculo que supone para la felicidad,
¿qué medios pueden ayudar a superarla? La solución estará en todo aquello que
favorezca la capacidad de «alegrarse del bien ajeno», que es precisamente lo
contrario a la envidia.
Las disposiciones
adecuadas serían las siguientes:
1) Aceptarse a sí mismo, incluyendo defectos y
cualidades, para aceptar a los demás con sus valores y sus logros.
2) No compararse egocéntricamente con los demás,
ni hacer depender de ellos el juicio sobre sí; compararse, en cambio,
positivamente, con la intención de superarse (emulación).
3) Cultivar el olvido propio y el servicio al
prójimo, para ganar en humildad y valorar a quienes nos rodean.
4) Fomentar la magnanimidad, la grandeza de
espíritu, para erradicar todo sentimiento de inferioridad.
5) Amar a los demás, de manera que su progreso,
sus cualidades y sus éxitos sean vistos como un motivo de alegría propio.
6) Saberse amado por Dios, teniendo en cuenta
que la persona humana es "la única criatura en
la tierra a la que Dios ha amado por sí misma (110)
Referencia:
Resentimiento al perdón Una puerta a
la felicidad:
Tema 3 libro Pag 37 38 39 40 y 41 42,43,44,45,46,47, 48, 49, 50,51,52,53, 54,
55,56
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