DURANTE LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS, MOISÉS Y ELÍAS CONVERSARON CON ÉL, ANTE LA MIRADA DESLUMBRADA DE PEDRO, SANTIAGO Y JUAN.
6 de agosto, fiesta
de la Transfiguración del Señor
El episodio de la Transfiguración, como se lee en los Evangelios, refleja
ciertamente la fe posterior de la Iglesia, pero se basa en un hecho ocurrido realmente. «El relato hace pensar en un acontecimiento
verdaderamente sucedido en Jesús, más que en una visión subjetiva de los tres
discípulos o de uno de ellos» (Heinz Schürmann). Negar a la
Transfiguración la relevancia histórica y el carácter sobrenatural y objetivo atestiguado
por los Evangelios significaría considerar imposible en la vida de Cristo lo
que se observa frecuentemente en la vida de los santos, por ejemplo, en la
de San Serafín de Sarov, quien un día se
transfiguró, literalmente, en presencia de su discípulo Motovilov.
Pero los acontecimientos de la
vida de Cristo son históricos en un sentido del todo especial. Sucedidos en un
tiempo y lugar preciso, extienden su acción a todos los tiempos y a todo lugar.
Son «misterios», esto es, acontecimientos abiertos. El creyente está
llamado a revivirlos, no sólo a recordarlos. Cada uno, en la fe, se hace contemporáneo al
evento y el evento contemporáneo a él. En otras palabras, Cristo sigue hoy transfigurándose,
revelándose a los ojos del creyente con la misma «evidencia» con la que se
apareció a los discípulos en el Tabor.
A veces esto ocurre mientras se
leen con fe sus palabras. Las palabras del Evangelio son
también, a su modo, las vestiduras de Cristo: «Cuando
veas a alguien que conoce perfectamente la divinidad de Jesús y que es capaz de
“aclarar” cada texto evangélico, no dudes en decir que para él las vestiduras
de Jesús se han vuelto blancas como la nieve» (Orígenes).
Otras veces esta transfiguración
sucede en la contemplación de la creación. Dios ha
escrito dos libros: uno es la Escritura, el otro la
creación. Uno está hecho de letras y palabras, el otro de cosas. No
todos conocen y pueden leer el libro de la Escritura, pero todos, también los
iletrados, pueden leer el libro que es la creación. Está abierto de par en par
a los ojos de todos.
En el Tabor, decía un antiguo
autor, Cristo «transfiguró en su imagen la creación
entera». Al celebrar esta fiesta en el corazón de las vacaciones de
verano, en las que todos buscan un renovado contacto con la naturaleza,
desearía insistir sobre este punto. No basta con abrir los ojos del cuerpo; es
necesario abrir también los del alma. Los tres apóstoles habían pasado mucho
tiempo con Jesús, pero habían visto sólo las apariencias, la humanidad; aquel día sus ojos se abrieron. Así ocurre con la presencia de Dios en la
creación. Vivimos en medio de ella, pero raramente reconocemos ahí la gloria de Dios, de la que «los
cielos y la tierra están llenos». Pensamos sólo en utilizarla en nuestro beneficio,
en disfrutar de las cosas. Es un universo para nosotros opaco, no transparente.
Esto es lo que la Escritura llama «necedad de los
hombres» (Sb 13, 1 ss.).
Las vacaciones de verano son una
ocasión para poner remedio a esta necedad. Existe una dimensión
religiosa de las vacaciones
que se evidencia por su propio nombre: ferias [días de fiesta], en el sentido originario, eran
días libres dedicados al culto de la divinidad. Es el sentido que el
término tiene también hoy en el uso litúrgico. El término inglés holydays literalmente significa días santos. En un salmo Dios se
dirige a los hombres y dice: «Deteneos
[literalmente: vacate], sabed que yo soy Dios» (Sal 46, 11). Se
podría traducir el versículo (como hacía la Vulgata latina): Tomaos una
vacación (vacate) para descubrir la única verdad que importa: que existe un Dios y que
tú, precisamente tú, existes en presencia de este Dios.
No es necesario, ni sería posible
para todos, ir a los Dolomitas o a las Maldivas para descubrir la gloria de Dios en
la creación. Cada lugar tiene su fascinación y su belleza: un campo
de trigo, una viña, una flor, una mariposa volando. Basta con abrir los ojos
del corazón. La fe es un poco como la poesía y el arte en general. El poeta y
el pintor, cuanto están bajo la inspiración, transfiguran todo aquello sobre lo
que se posan sus ojos. Van Gogh era capaz de descubrir la belleza hasta en
una silla de paja con una pipa apoyada en ella.
«Los cielos y la
tierra están llenos de su gloria», pero no pueden, por sí solos, «vaciarse». Como la mujer embarazada, tienen también necesidad de las hábiles manos
de una comadrona para sacar a la luz todo aquello de lo que están llenos. Y
estas «comadronas» de la gloria de Dios debemos
ser nosotros, criaturas razonables a quienes la Escritura nos define «alabanza
de su gloria» (Ef 1,12).
El beatro Enrique Susón
(1295-1366), dominico alemán (Heinrich Seuse, o Suso en su forma latinizada, o
Amandus, como firmaba sus escritos) fue un místico alemán discípulo del Maestro
Eckhart. Fue beatificado en 1831 por el Papa Gregorio XVI. Así lo representó
Francisco de Zurbarán (1598-1664).
Había comprendido esta tarea el
beato Enrique Susón, quien escribe: «Cuando en el canto de la Misa llego a las palabras Sursum corda [levantemos el
corazón], me imagino que tengo ante mí a todos los seres creados por Dios en el
cielo y en la tierra: el agua, el aire, el fuego, la luz y todo elemento, cada
uno con su propio nombre, así como los pájaros del cielo, los peces del mar y
las flores del bosque, la hierba y todas las plantas del campo, las
innumerables arenas del mar, el polvillo que se ve a la luz del sol, las gotas
de lluvia caídas o que caerán, el rocío que perla el prado. Entonces imagino
que estoy entre estas criaturas como un maestro de canto en medio de un inmenso
coro».
Tomado de Homilética.
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