Ante el imparable crecimiento urbano de las últimas décadas, que podría partir de los años ’50 del siglo pasado, crece la conciencia de que las ciudades no son el mejor lugar para vivir para aquellos que aprecian las pequeñas cosas como la buena vecindad, la lentitud, la quietud, la virtud y la paz.
Estamos hablando de una vida
comunitaria esencial para quienes valoran el sentido de pertenencia, de arraigo
y la vida social sencilla y cercana. Esta vida contrasta con el egoísmo y el
interés personal de mucha de la vida urbana excesivamente densa. La ciencia
social denomina a esta vida comunitaria y cohesiva, más allá de la gran
ciudad, capital social comunitario.
Sus elementos son, en lenguaje sociológico, las redes de apoyo presenciales, la
confianza y la reciprocidad que favorecen la vida de los habitantes en
comunidades integradas en torno a unos bienes compartidos. La ciudad, sobre
todo las grandes ciudades, contrastan con esta vida comunitaria, dado que en
ellas prepondera el anonimato, la atomización, la fragmentación de la vida, el
aislamiento social y la soledad. Pero no todos sufren estos males, hay quienes
saben obtener de la ciudad todo el meollo que esta puede ofrecer. Quizá la
población más culta y pudiente, la que tiene más tiempo.
Estos últimos argumentan que las
ciudades, sobre todo las grandes, están llenas de servicios, de
entretenimiento, lugares exóticos ideales para divertirse, curiosear y comprar
la última novedad. La ciudad es una elección muy legítima para ellos. Los hay
que se presentan a sí mismos como urbanitas, amantes del ir y venir de los
extranjeros y los nativos más peculiares. Urbanitas que visitan locales, museos
y tiendas sofisticadas y librerías llenas de ediciones imposibles de encontrar.
El cine, el teatro, las exposiciones y la vida cultural son un gran atractivo
de las grandes ciudades, así como la gastronomía o la vida noctámbula.
Sin embargo, los urbanitas deben
entender que hay gente que se ha enamorado de todo lo contrario; la vida
retirada, el silencio, las conversaciones pausadas con los vecinos o las
reuniones llenas de tertulias sencillas a la luz de la luna, sin horario, sobre
todo, sin el ritmo y el ruido trepidantes de una gran ciudad. Si a unos los
hemos llamado urbanitas, a este segundo tipo de habitantes les llamaremos
amantes de la vida retirada. En seguida, a ojos de un urbanita, este amante de
la vida retirada aparece como teñido de una cierta sencillez que lo presenta
como un poco ignorante. Se ha quedado en el pueblo (o ha regresado), en un
lugar perdido en el campo y está dilapidando lo mejor de la ciudad, de la gran
ciudad. Nunca disfrutará, piensa el urbanita, de lo nuevo, del último
grito, de la moda más glamurosa. El urbanita se siente muy cosmopolita,
ciudadano del mundo, sofisticado conocedor de las últimas tendencias y
exquisito degustador de los placeres más distinguidos. “¡Pobre aldeano!”,
piensa el urbanita, “allí perdido desconoce lo que
está marcando tendencia y nunca estará a la última”.
Sin embargo, también es verdad
que otros habitantes de la gran ciudad no son selectos urbanitas sino
ciudadanos de grandes urbes porque estas les proporcionan muchas opciones de
trabajo. No eligen la ciudad, la ciudad les viene impuesta por la necesidad de
trabajar en cualquier cosa. Y quizá, si pudieran, regresarían de nuevo a la
aldea que abandonaron sus antepasados si la vida retirada les ofreciera
suficientes oportunidades. En este sentido una labor importante, hoy, casi
urgente, será la de proporcionar nuevas oportunidades desde las aldeas y
los pueblos pequeños para que sean capaces de crear comunidad. Es preciso
lograr que cada vez un mayor número de habitantes pueda vivir, elegir, el
sosiego del campo a partir de una nueva y moderna industria agropecuaria para
poner un ejemplo. Pero este es un tema que se nos ha cruzado, noblemente, y en
el que no podemos profundizar pero que debía ser por lo menos mencionado para
integrar el relato.
¿Es así? ¿El aldeano,
el habitante de una aldea pequeña, que conoce a casi todos sus habitantes está
perdido?, o a elegido, la mejor parte: la
contemplación, la amistad. Es verdad que estamos pensando en un hipotético
amante de la vida retirada culto que no trabaja en el campo, sino que ha
elegido el campo, la aldea, un lugar apartado para vivir a otro ritmo. Ha
elegido, insistimos, nadie le ha impuesto el campo. Quizá trabaja online, quizá
es un artista, un artesano y puede permitirse este lujo difícil de alcanzar
para muchos. Y allí desarrolla actividades como el cultivo de la tierra a un
nivel profesional o quizá más de aficionado y el cultivo de sí mismo, de la
conversación lenta, de la admiración ante el cosmos ordenado que le rodea. “¿Y las novedades?”, le requerirá el cosmopolita, el
urbanita. “Las novedades son pocas y la
autenticidad de lo sencillo y bello es casi inagotable”, le responderá
el amante de la vida retirada. Ahí aparecen las lecturas, el estudio, la misma
escritura. Las tertulias de poetas improvisados y la música de guitarristas que
interpretan viejas canciones de compases inolvidables. Reuniones donde los
contertulios no se interrumpen, sino que se escuchan atentamente para permitir
que los silencios encasten de joyas invisibles las charlas nocturnas alrededor
del fuego o bajo las estrellas. El urbanita criticará estas apreciaciones con
sorna y verá una vida impostada y cursi, aburrida y artificial. Una burbuja
ajena al gran mundo. El amante de la vida retirada con inocencia le contestará:
“Ven, pasa un mes en casa y me lo dirás”. El
urbanita le responderá: “¡Uy, cuántas cosas me
perderé, dejaré de ver y conocer!”. Y luego vendrá la palabra mágica: “¡Uy!, ¡qué aburrido!”.
Es verdad: se ha de crecer por dentro para vivir lejos del mundanal ruido citando
al poeta Thomas Hardy (1840-1928). Se ha de contar con una interioridad
sosegada, bien armada para transitar las horas laboriosamente y también
paseando bajo un camino de plátanos bien alineados. Se ha de contar con una
mente agradecida ante tanto esplendor: la grandeza inconmensurable de la
lluvia, la neblina matinal o las noches cerradas de invierno que solo invitan a
guarecerse en casa quizá con los amigos detrás de una cerveza. Un tema abierto
que no se puede cerrar: el amante de la vida retirada es un amante de la vida
de amistad. ¿Cómo será esa amistad que se goza en
la vida retirada? Este es un asunto fundamental pues para
Aristóteles la vida buena está llena de contemplación y amistad. Pero lo
dejamos aquí.
¿Y los hijos de los
aldeanos que han armado una comunidad? La
ciencia dice que aprovechan mejor las enseñanzas que reciben en escuelas muy
pequeñas, que leen más, que prosperan académicamente. ¿Por
qué? Porque el mundo rural les ha abierto las puertas. Entonces cuentan
con más aventuras y descubren rincones maravillosos en los que construir
cabañas llenas de sueños, nidos de pájaros inverosímiles y bosques de árboles
altísimos que guardan secretos inconfesables. Niños que preguntan y preguntan y
que acaban leyendo porque ven a sus padres siempre entre libros. Y niños que
asisten a las conversaciones de los mayores, callados, atentos, intentando
seguir el hilo de lo que allí se dice e incluso intercalando alguna pregunta
muy apropiada en algún momento.
¿Y los padres? Desde luego tienen más tiempo para sí mismos y para sus hijos y amigos.
Para vivir la belleza de la familia, para contemplar todos los atractivos de la
naturaleza, para mirarle a Dios a los ojos. Y ese Dios tan presente contagia a
todos los lugareños y los reúne en liturgias sencillas y espléndidas. Les llena
de infinito, de un infinito que se ve, que se palpa, que roza las mejillas y
llena el corazón. Es la presencia de lo sagrado en el sentido más hondo de la
palabra que ha huido de las ciudades. Y eso no solo es una vida espiritual
honda, hacedera, es también salud, regocijo, paz. De nuevo la ciencia destaca
la ausencia de estrés de la vida aldeana. No es la salud el motivo fundamental,
lo es la vida plena, la vida buena. Una vida retirada que no se aísla de la
ciudad pues sus habitantes trabajan también en el mundo y quieren expandir su atractiva
buena nueva. Es más, creo en un camino mixto, en nuevas ciudades suburbanas,
sin apenas densidad, casi confundidas con el campo, que crecerán con el punto
de mira puesto en la integración de la vida comunitaria.
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