En la figura del Apóstol Santiago, el amor verdadero se curte en el dolor y en la cruz.
Por: P. Juan J. Ferrán | Fuente: Catholic.net
Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé (Mc 15,40), hermano del Apóstol Juan, fue
uno de los tres discípulos más cercanos a Jesús: testigo de la curación de la
suegra de Pedro (Mc 1,29-31), de la resurrección de la hija de Jairo (Mc
5,37-43), de la transfiguración de Cristo (Mc 9,2-8) y de la agonía de
Getsemaní (Mt 26,37).
La vocación de Santiago está relatada de forma precisa: "Caminando adelante vio a otros dos hermanos, Santiago el de
Zebedeo y a su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo
arreglando las redes, y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su
padre, le siguieron" (Mt 4, 21-22). Era de temperamento fuerte,
pues enfadado por el rechazo de los pueblos samaritanos a Cristo, le proponen
hacer bajar fuego del cielo (Lc 9,54-56). Cristo, ante la petición materna por
sus hijos, le anuncia el martirio (Mt 20,21-28).
Vamos a contemplar en la figura del Apóstol Santiago cómo el amor verdadero se
curte en el dolor y él la cruz. Sin duda, la cruz de Cristo es para nosotros el
signo más evidente y claro del amor loco de Dios al hombre.
Amor y dolor constituyen dos términos de una misma realidad. Más aún, no puede
existir el uno sin el otro. Un amor que no comportara sufrimiento, renuncia,
sacrificio ya de entrada sería sospechoso. Un dolor que no se viviera con amor
sería asimismo estéril e inútil. Justamente o el amor abre la puerta al dolor
para demostrarse auténtico y el dolor se funde en el amor para vivirse en paz,
o todo suena a patraña y a mentira. De hecho, cuando levantamos los ojos a la
Cruz de Cristo, es cierto que vemos a un crucificado, pero sobre todo vemos en
la Cruz el amor loco de Dios por nosotros. A través del dolor de Cristo
comprendemos ese amor personal e infinito que nos tiene. Si en la cruz no
hubiera amor, sería simplemente una estupidez. Por eso, como dice S. Pablo, la
cruz es escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un
Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios@ (1 Cor 1, 23-24).
Al hombre de hoy de siempre la Cruz se le presenta como una realidad que
inspira temor y rechazo. La sociedad siempre nos está prometiendo una vida
fácil, cómoda, agradable, en la medida de lo posible ajena al sacrificio, al
esfuerzo, al dolor. Por eso nos resulta tan difícil escoger el camino de Dios,
y tan fácil seguir el derrotero del mundo. Sin embargo, la realidad es que
nadie puede escapar a la presencia de la cruz y del dolor. Hay mucho tipo de
cruces: cruces de todos los tamaños y de todos los colores, cruces más
sangrantes y más profundas, cruces más llamativas y más calladas. El destino
del hombre sobre la tierra pasa por la cruz en su camino hacia Dios. Si es
inútil el querer escapar de su presencia; es todavía más bochornoso el vivir la
cruz sin esperanza, sin amor, porque entonces la cruz amarga la vida y produce
rebeldía.
El amor se convierte, por ello, en la única respuesta válida a todos los
sacrificios, sufrimientos, luchas y trabajos del hombre. No se puede evitar la
cruz en cualquiera de sus formas, pero siempre se puede vivirla con amor para
darle sentido. Si esto se entendiera, los seres humanos verían en las
dificultades de la vida, cualquiera de ellas, una forma de amor. Los problemas
cotidianos de un matrimonio son ocasiones maravillosas para demostrarse un amor
genuino y auténtico; los sufrimientos por los hijos se transforman en modos de
amor más profundos que el simple cariño; los esfuerzos que exige la fe
adquieren para ella el brillo de la autenticidad y de la verdad; el sacrificio
en el seguimiento de Dios nos demuestra que Dios es demasiado grande y
maravilloso para nosotros. Hay que sospechar generalmente de realidades que no
cuestan, de matrimonios que no cuestan, de evangelios que no cuestan, de
pertenencias a la Iglesia que no cuestan, de amores que no cuestan.
El dolor es, pues, la garantía del verdadero amor. Sólo es capaz de sufrir el
que ama. Contemplamos así la vida de tantas personas que en el silencio de sus
vidas, día a día, es el amor el que las impulsa a ir adelante, a pesar de todo
y contra todo. Van adelante en su vida espiritual, aunque les atenace la
sequedad; se humillan en el matrimonio esperando mejores momentos para
solucionar las crisis; rezan con confianza a Dios cuando los hijos están
pasando por momentos especialmente complicados; perseveran en las decisiones
buenas, aunque a veces parezca que carecen de fuerza para seguir adelante.
Sería extrañísimo e incluso desilusionador el amar sin tener que sufrir. Más
aun, el que ama se complace en el sufrir por aquél a quien ama. Hay santos que
del cielo lo único que no les gusta es el no poder sufrir ya.
El Evangelio a través de dos evangelistas nos refiere de forma parecida, pero
con matices diversos, una simpática escena en la que se pide para Santiago y
Juan, su hermano, un lugar privilegiado en el Reino de Cristo. En Mt 20,21-28
es la madre de éstos, Salomé, quien eleva esta petición a Cristo. Y en Mc 10,
35-45 son ellos mismos directamente quienes hacen esta petición. Jesús en ambos
relatos les dice que no saben lo que están pidiendo y les lanza esa misteriosa
pregunta si pueden beber del cáliz que él va a beber. Ellos afirman que sí.
Pero Jesús les anuncia que efectivamente van a beber el cáliz, pero respecto al
sitio a su derecha e izquierda es para aquellos para quienes esté preparado.
"Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno
a tu derecha y otro a tu izquierda" (Mc 10, 37). No hay duda de que
es el amor el que impulsa a estos dos hermanos a pedirle a Cristo un privilegio
tan extraordinario. Por el carácter apasionado, al menos de Santiago, suena
lógico que quisiera estar cerca del Maestro en su gloria. El amor empuja hacia
el amado de una forma irresistible. Sin embargo, para Santiago en este momento
todavía el amor es un sentimiento, un impulso, una inclinación.
Es bello, pero no ha sido probado por el dolor. Aunque posteriormente se
enfaden los demás por esta petición tan osada, no hay que quitarle valor a este
deseo de los dos hermanos. Y Cristo la comprende. ¿Quién
de los Apóstoles no desearía algo tan maravilloso? A Santiago no le
bastaba la cercanía; quería la intimidad, la posesión, la totalidad.
"¿Podéis beber la copa que yo voy a beber o
ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?" (Mc
10, 38). Cristo enseguida trata de hacerle comprender con esta dura pregunta
que para poder decir que se ama es necesario decirlo con el dolor. Si quiere de
veras amarlo a Él, estar cerca de Él, compartir todo con Él, tendrá que beber
su cáliz, cáliz que es Getsemaní, cáliz que es la muerte en la Cruz, cáliz que
es la renuncia total a sí mismo. De esta forma Cristo toca la verdad más
hermosa del amor: no se puede amar, cuando el amor no cuesta, o también el
dolor es el modo más genuino y auténtico de amar. Seguramente en la vida es
así: hasta que el amor no ha sido purificado por el dolor, no se puede decir
que se ama en serio.
"Sí, podemos" (Mc 10,39). Del
corazón decidido y generoso de Santiago salen estas palabras que confirman por
un lado que ha entendido lo que el Maestro le ha enseñado acerca del amor a él
y por otro que está dispuesto a seguir la suerte del Maestro hasta donde sea
necesario, incluida la muerte. Jesús le confirma que efectivamente va a beber
la copa que él va a beber y a ser bautizado con ese bautismo de sangre que será
su muerte, pero le anuncia que sentarse a su derecha o a su izquierda no puede
él concederlo. De alguna manera, todavía Cristo le orienta hacia un amor
desprendido. El premio del que ama sólo es amar. Así el amor llega a su
plenitud. Si se muere por él, no es para conseguir un lugar privilegiado en su
Reino, sino simplemente para poder demostrar el grado de amor que invade su
corazón, pues "no hay mayor amor que dar la
vida por los amigos".
Para nosotros cristianos se convierte en una prioridad absoluta el aceptar la
cruz y el dolor como la expresión más auténtica y genuina de nuestro amor a
Dios, de nuestro amor a los demás y de nuestro amor a nosotros mismos. En todos
estos campos se sigue realizando aquel camino de "a
la luz por la cruz". Queremos que nuestro amor a Dios no se quede
en meras palabras, deseamos que nuestro amor a los demás no se convierta
simplemente en uso de los demás para nuestro egoísmo, pretendemos crecer como
personas en el bien auténtico, tenemos que aceptar la cruz, amarla intensamente
y vivirla en todas sus exigencias.
Nos tenemos que convencer de que el amor a Dios no son simplemente palabras,
como nos enseña Cristo. El amor a Dios nos tiene que doler, es decir, tiene que
vivirse en los momentos más difíciles para nosotros: cuando
sentimos la oscuridad en la fe, cuando sentimos la desgana ante las cosas
espirituales, cuando nos cuesta especialmente alguna exigencia del Evangelio
como el perdón o la humildad, cuando tenemos que renunciar a nosotros mismos
para aceptar el misterio de Dios, cuando tenemos que doblegar nuestro
racionalismo ante la evidencia de la fe, cuando tenemos que aceptar el hecho de
que el perdón de los pecados se confiera a través del sacramento del perdón,
cuando en la persona del Vicario de Cristo tenemos que ver a Cristo mismo,
cuando en el Magisterio de la Iglesia tenemos que reconocer a Cristo Maestro
que nos habla por medio de sus representantes. Cuando me cueste amar a Dios,
entonces estaré afirmando que mi amor a él es auténtico. Por el contrario,
tenemos que sospechar cuando el amor a Dios nos resulte fácil, cómodo,
tranquilo. Entonces no estaremos amando a Dios, sino buscándonos a nosotros
mismos.
Y, ¿qué decir del amor a los demás? La esencia
del amor es darse y entregarse, lo cual va en contra necesariamente de esa
tendencia tan habitual en el hombre que es el egoísmo. Cada acto de amor es
como una renuncia a uno mismo, lo cual se experimenta como dolor, aunque el
amor sea capaz de darle un hermoso sentido. Por ello, tenemos que decidirnos a
pasar por encima de nuestro egoísmo, aunque nos duela, cuando en casa nos
resulte complicado sacrificarnos por los hijos o salir de nuestro mundo para
entrar en contacto con el mundo de la mujer, cuando en el mundo profesional
sintamos ganas o deseos de complicar la vida a cualquier precio a quienes
compiten contra nosotros, cuando en la vida diaria sentimos que otros han
pisoteado nuestros sentimientos y nos encontramos dolidos, cuando tenemos que
mortificar nuestra lengua o nuestro pensamiento para no caer en el juicio temerario
o en la crítica frívola, cuando hay que levantarse de la comodidad para servir
y colaborar. Es natural que el amor a los demás esté hecho de renuncias
propias, es decir, de gotas de dolor que, en este caso, sólo embellecen la
propia vida.
Y finalmente, el amor verdadero a uno mismo
tiene que aliarse con el dolor. Generalmente, porque nos atenaza la comodidad y
no queremos sufrir, nos privamos a nosotros mismos de grandes posibilidades. No
cultivamos nuestra mente, porque nos cuesta leer y formarnos, no desarrollamos
los talentos que Dios ha depositado en nosotros, porque afirmamos que la vida
en sí misma es ya muy complicada, no cuidamos muchas veces hasta nuestra misma
salud porque no queremos renunciar a nuestros gustos y caprichos. Amarse correctamente
a uno mismo es disponerse a luchar y a sufrir con el objetivo de crecer como
persona, pasando por encima de criterios de comodidad y de pereza. En cambio,
el amor a nosotros mismos, que nos destruye, es ese amor que nos lleva a buscar
en cada momento lo fácil, lo barato, lo vulgar, en todo lo cual no hay
renuncia, sacrificio, esfuerzo.
La Cruz de Cristo se ha convertido a lo largo de los siglos en ese monumento,
visible desde todas partes, del amor loco de Dios al hombre. Pero sería triste
que la Cruz sólo suscitara en nosotros admiración. La Cruz debe inspirar
seguimiento. La Cruz con Cristo para nosotros se convierte en camino de
salvación y de progreso espiritual. La Cruz nos es necesaria en la vida para
poder autentificar el amor a Dios. La Cruz nos es fundamental en la vida para
poder demostrar a los demás la sinceridad de nuestro amor. La Cruz nos es clave
en la vida para poder salvarnos y ser felices en nuestro peregrinar por la
tierra. Dígamosle a Cristo con las palabras de Santiago Apóstol que queremos
bebe el cáliz que él va a beber y ser bautizados con el bautismo que él va a
ser bautizado.
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