Dios no nos llama por nuestros méritos sino porque quiere.
Por: Juan Manuel Roca | Fuente: Fluvium.com
Si se entiende bien, ante este tipo de dificultades para responder a la
vocación diría que se puede pasar por alto la incompetencia, pero no la
pusilanimidad: alma encogida, insuficiencia moral,
desmoralización. Me explicaré -espero- de modo que se comprenda,
trayendo a nuestra consideración un conocido pasaje del Evangelio.
San Lucas relata que Jesús se subió un día a la barca de Pedro para predicar
desde allí a la multitud y, al terminar, pidió a Pedro que llevara la barca mar
adentro (es el Duc
in altum!, ¡mar adentro!, que nos ha repetido Juan Pablo II como
consigna para el tercer Milenio cristiano) y echara las redes para pescar.
Pedro le respondió que habían estado toda la noche bregando y no habían pescado
nada, pero añadió: "sin embargo porque tú lo
dices echaré la red". Así lo hizo y quedó atónito, impresionado, al
ver que casi no podían sacar la red del agua de tantos peces como habían
cogido. Entonces se echó de rodillas a los pies de Jesús, con la cabeza
inclinada hasta el suelo, y le dijo: "apártate
de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 1-11).
Al ver el prodigio que había hecho Jesús contando con su obediencia, Pedro se
asustó, porque se consideraba indigno de servir de
instrumento a tales milagros. Pero Jesús le dijo: "no temas. Desde ahora serán hombres lo que tendrás que
pescar". No sólo no considera que la indignidad de Pedro sea un
obstáculo, sino que se apoya en su humildad para hacerle capaz de atraer a Dios
a una muchedumbre incontable de hombres y mujeres, como sucedió ya durante su
vida.
Por supuesto que somos indignos de que Dios nos elija para servirse de nosotros
como instrumentos: sería grotesco que no nos diéramos cuenta. Pero ya hemos
dicho que Dios no nos llama por nuestros méritos (Pedro, con toda su
experiencia y su dominio del oficio, había estado toda la noche faenando en
vano), sino porque quiere; por eso basta que reconozcamos nuestra indignidad y
le hagamos caso, fiándonos de Él, para dar con nuestra vida obediente un fruto
maravilloso.
Me parece muy lúcida esta manera de explicar cómo la indignidad y la humildad
de los santos hacen que Dios se luzca en los frutos: "Un
santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí.
Un santo es un pobre que hace su fortuna desvalijando las arcas de Dios. Un
santo es un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza. Un
santo es un imbécil del mundo -stulta mundi- que se ilustra y se doctora con la
sabiduría de Dios. Un santo es un rebelde que a sí mismo se amarra con las
cadenas de la libertad de Dios. Un santo es un miserable que lava su inmundicia
en la misericordia de Dios. Un santo es un paria de la tierra que planta en
Dios su casa, su ciudad y su patria. Un santo es un cobarde que se hace
gallardo y valiente, escudado en el poder de Dios. Un santo es un pusilánime
que se dilata y se acrece con la magnificencia de Dios. Un santo es un
ambicioso de tal envergadura que sólo se satisface poseyendo cada vez más y más
ración de Dios... Un santo es un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que
le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle. Y Dios se deja saquear por
sus santos. Ése es el gozo de Dios. Y ése, el secreto negocio de los santos"
(P. Urbano, El hombre de Villa Tevere).
Ya se ve que lo decisivo aquí es el amor impresionante de Dios por el hombre,
que nos da motivos para esperarlo todo de Él. El quid de la santidad es una
cuestión de fe, de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios
haga en él. No es tanto el "yo hago", "yo lo haré", como el "hágase
en mí" de aquella muchacha desconocida de Nazaret a la que Dios
comunicó que la había elegido para ser Madre de su Hijo.
Las realidades grandes empiezan con humildad: "No te elegí porque seas grande, por
el contrario eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido porque te
amo" dice el Señor al Pueblo
de Israel en el Antiguo Testamento. Ciertamente,
Dios no nos elige por nuestra grandeza; al contrario, la grandeza de Dios entra
en nuestra vida cuando nos abrimos humildemente a sus planes amorosos, como nos
enseña la Virgen María, que después de haber concebido en su seno purísimo al
Hijo de Dios, canta, llena de humilde alborozo: "Mi
alma glorifica al Señor, y mi espíritu se llena de gozo en Dios, mi Salvador,
porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Desde ahora me llamarán bendita
todas las generaciones, porque el Todopoderoso ha hecho obras grandes en mí"
(Lc 1, 46-49)
No hay comentarios:
Publicar un comentario