EL URUGUAYO SALIÓ CON VIDA DEL ACCIDENTE AÉREO EN LOS ANDES, HACE AHORA MEDIO SIGLO
Inciarte pasó 72 días en la montaña junto a sus
compañeros, cuando faltó el alimento tuvieron que recurrir a la antropofagia.
[José Luis "Coche"
Inciarte, uno de los 16 supervivientes del accidente del avión FAU 571 en
octubre de 1972 en los Andes, falleció este jueves en Montevideo (Uruguay) a
los 75 años de edad, tras varios meses luchando contra una enfermedad. En octubre
de 2022, con motivo del 50 aniversario de la tragedia, ReL charló con él sobre
aquellos durísimos días en la nieve].
"Preservar
vivo a un hombre es casi tan milagroso como crearlo", dijo el clérigo y escritor Jeremy Taylor. Crear y preservar,
los dos verbos favoritos del siguiente protagonista. Esta es la historia de
aquel misterioso "superviviente número 17"
de "El milagro de los Andes".
Nadie supo que viajaba con ellos hasta que un día lo vieron aparecer.
Cincuenta años atrás.
Viernes, 13 de octubre de 1972. El vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya,
destino Chile, con 45/46 pasajeros, tiene problemas para coger altura. Debajo
de él, una de las cordilleras más imponentes de la tierra. Un ala choca contra
una montaña y el avión cae sobre
un glaciar. Se desliza 725 metros hasta que logra detenerse. A partir de ahí;
la historia de supervivencia más increíble que un ser humano haya protagonizado.
LO
MÁS PARECIDO AL INFIERNO
José Luis Inciarte, alias "Coche", era un joven uruguayo de 24
años, apuesto y trabajador. Cuando tenía 18, al morir su padre, se hizo cargo
de su familia. Nunca había jugado al rugby. Invitado por un íntimo amigo para
llenar el vuelo chárter, su plan era disfrutar de
un agradable fin de semana en Chile, mientras el resto del pasaje asistía a un
partido de exhibición. Aquel día, Soledad, su novia, le despidió con
un beso. "Coche" le correspondió
con una sonrisa.
El avión chocó contra una montaña
de los Andes y se deslizó 725 metros sobre un glaciar.
Inciarte y sus compañeros
pasarían junto al fuselaje del avión 72 días de vida que jamás
olvidarán. Lograron sobrevivir sin ropa de abrigo, derritiendo nieve para poder
beber, sin esperanzas, y, lo más duro, alimentándose de los cuerpos muertos de sus
propios amigos. Desde su casa, en Uruguay, a sus 74 años de edad, José Luis
atiende a ReligionEnLibertad para relatar su
experiencia en los Andes y la relación que tuvo con Aquel compañero de viaje
tan especial.
"Fue lo más
parecido al infierno. Si te dejabas de mover, te congelabas. Aquella noche
conocí lo que es el calor humano. Nos dábamos puñetazos continuamente
para hacer circular la sangre. Vi por la ventana que amanecía y no podía creer
lo que había sucedido, estábamos rodeados de muertos. Sin embargo, en aquel
momento, me invadió la alegría. Solo nos quedaba una
opción: defender y honrar la vida con uñas y dientes", relata "Coche" Inciarte.
NADIE
SE SALVARÍA SOLO
A partir de ese día, 33 hombres y
mujeres, algunos morirían poco después, trabajarían con toda sus fuerzas para
salir de la montaña. Acababa de nacer "la sociedad
de la nieve". Uno de los mejores ejemplos de hasta dónde
puede llegar la grandeza del ser humano. Se repartieron las tareas: unos ayudaban a los heridos, otros derretían agua y los
otros salían de expedición. Como bien sabían los 19 jugadores de rugby que viajaban, en la vida, para
sobrevivir, se necesita a los gordos, a los altos, a un cerebro y a los más
rápidos. Todos son indispensables.
La mayoría del pasaje eran
jugadores de rugby que viajaban a Chile para jugar un partido.
"Comprendimos
que nadie se salvaba solo. Desde
el primer instante acudimos a atender a los heridos. Allí arriba éramos
tremendamente pobres, pero fuimos con las herramientas que teníamos: las manos
para dar una caricia y el don de la palabra para dar un
consuelo. En la nieve podías caminar solo y siempre aparecían otras huellas
junto a las tuyas", comenta José Luis Inciarte. ¿A qué huellas se refería?
La vida de aquellos pasajeros
había cambiado en un instante. Como si de otro planeta se tratara, habían "aterrizado" en mangas de camisa
en un lugar insólito. Jóvenes veinteañeros
que nunca habían pisado la nieve. Muchos de ellos, amigos; pero, otros tantos,
jamás se habían visto. A partir de ese momento, debían luchar unos por otros
para sobrevivir. Buscarían "lograr lo
imposible, haciendo lo impensable". Estaban en juego sus
propias vidas y, sobre todo, abrazar un día a lo que más querían.
EL
PACTO MÁS HONORABLE
A los diez días del accidente, el
grupo escuchó de un pequeño transistor una de las noticias más duras, y, a la
vez, más estimulantes. Las autoridades los habían dado por muertos. Ahora, "solo" dependía de ellos conseguir
salir de la montaña. Fabricaron gafas para que el sol no quemara sus retinas,
hicieron inventario de la poca comida que les quedaba, tapiaron el fuselaje con
una pila de maletas para hacer de él su hogar, y organizaron travesías hasta
la cola del avión, para conectar la radio y comunicarse con la civilización. El
que no se podía mover daba ánimos a los demás o
ayudaba "simplemente" aportando paz. Tenían claro que no había tiempo
ni para sufrir.
A los diez días del accidente
escucharon por la radio que los habían dado por muertos.
Los días pasaban, algunos iban
falleciendo, mientras otros, como fue el caso de Nando Parrado, el "Moisés de los Andes", despertaba
del coma y descubría que había perdido a su madre y que su hermana estaba a
punto de morir. La comida se iba terminando y las fuerzas de los supervivientes
se estaban debilitando.
No había animales ni vegetación alguna, todo era un inmenso mar de nieve. Solo
quedaban cigarrillos y pasta de dientes en grandes cantidades que alguno de los
pasajeros había llevado para el pueblo chileno, que por aquel entonces pasaba
dificultades. El fantasma de la inanición se cernía sobre
ellos.
"Fui,
entonces, testigo de un pacto. El pacto más honorable, más digno,
de mayor entereza que haya presenciado jamás. Si yo muero, deseo que tú tomes
mi cuerpo para seguir viviendo. Como dijo San Juan: 'No hay amor más grande que
el que da su vida por sus amigos'. Aunque, en realidad, nosotros no lo
decidimos, solo cumplimos con el deber que teníamos frente
a la vida", relata José Luis. Después de
poner en común todos los pros y contras, en diferentes planos, como el legal, el nutricional o el religioso, acordaron
que si querían sobrevivir deberían alimentarse de su propios compañeros.
Recurriendo explícitamente al
ejemplo de Cristo en la Última Cena, los supervivientes tomaron el cuerpo y la
sangre de los fallecidos. Sus células quedarían así unidas a las de sus
compañeros, en una comunión sagrada para toda la eternidad. Pero, llevarlo a
la práctica no fue tan sencillo. Para algunos, aquello se convirtió en algo
superior a sus fuerzas. "Coche" fue
uno de ellos. "Era incapaz de tragar, pero
todos los días mis amigos me obligaban a comer. Pude
hacerlo, por aquel pacto íntimo que habíamos firmado entre nosotros. Esa
entrega llena de amor de uno con el otro", explica
"Coche".
LA
SEGUNDA DESGRACIA
Sin embargo, aquella no sería la
última dificultad que tendrían que atravesar. Cuando los supervivientes ya se
habían acostumbrado, a eso que José Luis llamó
"vivir sufriendo en cuerpo, alma y mente, de forma simultánea, todos los
días, todos los minutos", otra desgracia estaba a punto de suceder.
El día 29 de octubre, 16 días después del accidente, cuando estaban todos
refugiados en el fuselaje, escucharon como si trescientos caballos se acercaran
hacia ellos. Un alud los sepultó por
completo. Aquel día murieron ocho miembros más de "la
sociedad de la nieve".
Tuvieron que recurrir a
alimentarse de los cuerpos muertos de sus propios compañeros.
"Estaba
aprisionado. Todo se había convertido en hielo, y me preparé para morir.
Cuando sentí que me estaba acercando hacia el paraíso donde estaba mi padre, un
compañero, que luchaba por salir, me puso el pie en la cara y dejó un hueco
frente a mi nariz. Pude respirar como un recién nacido. Le dije a mi padre que
volvería con él en otro momento, que había gente en esta vida que me
estaba esperando", comenta
José Luis. Después de tres días sepultados bajo la nieve, lograron llegar a la
superficie. "Resucitamos al tercer día, de la
peor experiencia de nuestras vidas", asegura "Coche".
Y, ese mismo día, el rostro del "superviviente número 17", aquel que los
había acompañado en la montaña todo ese tiempo, se iba a revelar. "Fue un momento determinante para mí. Salimos del
avión por un agujero y sobre la nieve me encontré con Jesús de Nazaret.
El hombre que había dicho: ‘Amaos los unos a los otros, como yo os he amado’,
estaba frente a mí. No puedo describir la cara, porque no era nítida, pero
sentí que nos venía a decir que hiciéramos las cosas bien. Esas palabras lo
cambiaron todo. De ahí en adelante acampó un gran amor entre
todos nosotros", relata José Luis.
Los supervivientes empezaron a
descubrir que detrás de cada acción que tomaban siempre estaba la mano providente de
aquel compañero de viaje. Lo que no entendían era el por qué de todo aquello. "Cuando subí al avión, en Mendoza, mi mejor amigo me
dijo que me sentara con él, pero justo se sentó otro. Cuando chocamos, mi amigo
y su compañero murieron y yo me salvé. Antes de la avalancha, dentro del
fuselaje, el capitán del equipo de rugby me pidió que le cambiara de sitio para
que estuviera más protegido del frío. Al rato, él murió y yo sobreviví.
No sé por qué me elegía siempre y me hacía seguir viviendo, cuando la muerte
era la mejor opción que se podía tener", relata "Coche".
UNA
NUEVA FAMILIA
La oración fue, desde el
principio, el mejor reconstituyente, tras el alud, era un alimento más. "Todas las noches rezábamos juntos el Rosario. Era como comprar un billete para la paz, a esa paz
que uno siente cuando se está muriendo. Aquello nos permitía hablar con Dios, y
nos mantuvo el ánimo muy alto", comenta Inciarte. Durante aquellos días
interminables en la nieve hablaban de restaurantes y, a veces, componían oraciones.
"No recordábamos muy bien 'la Salve' y fuimos
armando una a nuestro estilo, con lo que se sabía cada uno. En ella, además, se
menciona al 'valle de las lágrimas', que después supimos que era como se
llamaba el lugar donde nosotros estábamos", añade.
Un arriero chileno auxilió a los expedicionarios Parrado y Canessa
Como dijo Gustavo Zerbino, uno de
los supervivientes, lo que ocurrió en los Andes fue una auténtica historia de
amor. Aquellos compañeros, cada uno de su padre y de su madre, habían formado
en la nieve una nueva familia. Todos luchaban por su
propia vida, para que el resto sobreviviera y todos ayudaban a los demás para
que uno pudiera vivir. "Llegué a perder 45
kilos, tenía la pierna gangrenada y me atendieron siempre como a un hijo. La
auténtica misericordia es cuando te pones en el lugar del otro y sufres
con él. Un semejante no te juzga, no te señala, solo te quiere,
igual o más que a sí mismo", destaca José Luis.
El tiempo pasaba y la situación
en la montaña se hacía cada vez más insostenible. Se acercaba el verano y las nieves podían
derretirse, eso significaba que pronto no tendrían nada que comer. "El 11 de diciembre murió Numa Turcatti y esa
desgracia desencadenó la salida de los tres expedicionarios al día siguiente.
Numa, con su muerte, había dado, sin saberlo, la vida por sus amigos",
comenta. Parrado, Canessa y Vizintín (que regresó al fuselaje poco
después) habían emprendido la caminata definitiva hacia la vida. "Coche", sin embargo, cansado de tanta
incertidumbre, había decidido dejarse morir. El día de "Nochebuena"
exhalaría su último aliento.
EL
SONIDO DE LOS HELICÓPTEROS
"Poco a poco
me iba desgastando, no podía más. Se me fue esfumando
la esperanza. Quería hacer como mis compañeros que habían muerto. Deseaba
ponerle punto final a mi vida", relata.
Sin embargo, los planes de Inciarte no eran los de aquel "superviviente número 17". El 22 de
diciembre, como si de una Natividad, de un volver a nacer, se tratara, ocurrió el milagro. Nando Parrado y Roberto Canessa, después
de caminar durante kilómetros por la nieve, sin apenas comida ni bebida, con
frío, atravesando grietas profundísimas, lograron contactar con un arriero chileno que les
auxilió. Después, llegaron los helicópteros del Ejército y rescataron a todos
los demás.
José Luis Inciarte llegó a perder
45 kilos y regresó con una pierna gangrenada.
La prensa y las autoridades los
recibieron como si fueran auténticas estrellas de Hollywood. Ellos, en cambio,
sabían muy bien que los verdaderos héroes se habían quedado en la montaña. "El
dolor por la pérdida de los que se fueron, nunca superó la alegría de haberlos
tenido. Ellos nos dejaron tanto que fue un privilegio haberlos conocido, y,
sobre todo, haber sido sus amigos", comenta "Coche". Convaleciente por la herida de la pierna, y
por su lamentable estado físico, cuando vio a su familia en el hospital, entre
llantos y abrazos, solo acertó a susurrar que estaba lleno de Dios.
"Antes del
accidente iba a misa porque mi madre me lo pedía. Lo que nunca pensé es que
Jesús te podía dar su propia vida para que
pudieras soportar las condiciones más duras. No sé si de la montaña salió otro
José Luis. Pero, eso sí, cuando voy en el coche y se me pincha una rueda, me
enfado como cualquier otro ser humano. Después, pienso, ¿por qué te enfadas?
¡Ya vendrá algún helicóptero para ayudarte, y, si no, salgo caminando, como hay
que hacer. En la vida hay que salir a buscar a los helicópteros y
no sentarse a esperarlos", concluye José Luis Inciarte.
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