Como bautizados, hemos recibido el Espíritu Santo y con él, infinidad de dones y carismas.
Por: Juan E. Díaz | Fuente:
http://www.evangelizacioncatolica.org/
“Yo soy
simplemente como el burro que lleva a Jesús. Lo peor sería fijarse en el asno y
no en el que va montado en sus lomos. El día que seamos conscientes de que
somos portadores de Cristo Jesús, ese día se va a transformar nuestro
ministerio; ya no hablaremos tanto de Jesús, sino que le dejaremos actuar con
todo su poder”. - Padre Emiliano Tardif.
Dios, soberano Rey del universo, en su omnipotente grandeza se fía de nosotros,
simples burros, para actuar con infinito poder sobre sus hijos. No
solamente confía, sino que quiere necesitarnos para semejante propósito.
Esta reflexión del Padre Emiliano Tardif, me recuerdan las palabras de
Juan el Bautista cuando se le preguntó si él era el Cristo: “Mas viene quien es más poderoso que yo, de quien no soy
digno de desatar la correa de sus sandalias”. (Jn 1, 27) El
Bautista, sin duda, conocía plenamente su lugar en el plan de Dios. Aún
cuando el pueblo pensaba y creía que sus palabras y acciones eran dignas del
Mesías, él supo comunicar sin reserva alguna su condición de “burro”. Esa humildad le ganó la santidad.
Como bautizados, hemos recibido el Espíritu Santo y con él, infinidad de
dones y carismas. A través de su don, el mismo Dios nos arma con unas
capacidades extraordinarias para la evangelización. Lo innegable es que
no somos nosotros los dueños y administradores de ese poder, sino el mismo
Altísimo. No somos más que el “burro” que
lo lleva en su lomo. En la medida en que somos capaces de reconocer el
alcance y el lugar de nuestra participación, el Señor se manifiesta para
mostrarnos el infinito valor comprendido en la experiencia de servirle.
Él mismo, que habiéndote escogido, llamado y facultado para llevarlo
sobre tu “lomo” te hace partícipe de su
despliegue de poder y amor. Es él quien concede cada una de las bendiciones que
se derraman a través de tu ser, por medio del Espíritu.
Toda nuestra formación como católicos, desde los primeros pasos en la
catequesis hasta los niveles más altos conseguidos a través del estudio y de
los sacramentos, tiene como propósito fundamental convertirnos en “burros” que sirven al Señor. Solamente
transformándonos en humildes servidores podremos recibir lo que ésta nueva
condición requiere: discernimiento, regalo de
nuevos dones, acrecentamiento de otros ya recibidos, celo por el Evangelio,
entre otros. Y todos ellos puestos al servicio inmediato del Creador.
En mi experiencia como “burro”, que apenas
comienza, siento en mi corazón un deseo ardiente de servirle. Reconozco
que es él quien me permite anhelar ser su humilde servidor, y a la vez me
capacita con los elementos necesarios para cumplir con el trabajo de “llevarlo”. Es él quien se manifiesta a
través de la palabra y mis manos y confirma la autenticidad de su obra.
Les cuento que la primera vez que Dios me puso en frente de alguien para
imponer mis manos y orar, la persona experimentó el Descanso en el Espíritu.
La sensación de un poder inimaginable que fluyó a través de mis manos y
que inmediatamente reconocí que no es mío, es sencillamente maravillosa.
Esa efusión del poder de Dios no solamente hizo descansar a uno, sino que
se devolvió hacia mi persona haciéndome estallar en llanto. Dios me
confirmó que es su poder el que se manifestó y al mismo tiempo me hizo
consciente de mi pequeñez de “burro”.
En otra ocasión, durante una imposición de manos, el Espíritu Santo liberó de
un espíritu de temor a quien recibía la oración y a cambio le regaló el don de
alabar en lenguas, lo cual pude confirmar posteriormente. La fluidez y
hermosura de la alabanza que orquestaban aquellos labios estaba, sin duda,
fuera del alcance de mis sentidos. En aquel momento, todo mi cuerpo
comenzó a temblar, al punto de sentir que era yo quien experimentaría un
descanso en el espíritu. Finalmente, la persona experimentó el descanso,
pero igual mi corazón había sido testigo del poder avasallador de Dios.
Dice el Padre Emiliano Tardif que cuando el “burro”
se regresa a su corral, en esa intimidad y en el pleno análisis del
trabajo realizado es que se reconoce en toda su magnificencia la grandeza de
Dios. Así me siento un poco, en mis momentos de silencio puedo reflexionar en
lo vivido y más me hago consiente de mi pequeñez ante la gloria de mi
Señor.
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