Nunca estamos solos y en los momentos de confrontación, como prometió el Señor Jesús, seremos asistidos por el Espíritu Santo.
Por: Pbro. José Juan Sánchez Jácome | Fuente:
Semanario Alégrate
“Para aquellos con fe, ninguna evidencia es
necesaria; para aquellos sin fe, ninguna evidencia es suficiente”. Eso
decía Santo Tomás de Aquino, para explicar la situación de los cristianos que
no necesitamos pruebas científicas porque hemos visto y tocado el misterio de
Dios. Antes de buscarlo, él nos ha encontrado y se ha mostrado
maravillosamente, llevándonos al estupor.
En cambio, los que no tienen fe, aunque se ofrezcan razones y se presenten pruebas sobre la existencia y el amor de Dios, tienden a poner pretextos y a buscar la manera de polemizar los argumentos, porque su problema más que intelectual es existencial.
Recuerdo con sorpresa que hace
algunos años un premio nobel de literatura se escandalizaba con el contenido de
la Biblia, llegando a decir con cierta ironía -y con la prepotencia que a veces
destilan los intelectuales que la Biblia no puede ser palabra de Dios, pues
contiene muchos relatos violentos. Comentaba con sorna que casi al abrir la
Biblia salpica la sangre.
Se indignaba, pues, diciendo que
cómo va ser esto palabra de Dios cuando hay relatos de fornicación, asesinatos,
guerras, intrigas e historias deleznables de la condición humana. Bajo este
argumento puritano y farisaico, algunos piensan que la Biblia, para hablar de
Dios, debería tener una estructura lógica, metódica y académica, hablando más
de Dios que del hombre.
Sin embargo, Dios no duda meterse
en la historia de los hombres, a pesar de las historias de maldad. Dios no
desprecia al ser humano, ni se avergüenza del hombre, sino que se mete en estas
historias trágicas y perniciosas, para enderezar la historia del ser humano.
Es palabra de Dios porque Dios se
ha encarnado, se ha querido dar a conocer en nuestra historia y trata de
cambiar el corazón del hombre no con el poder ni la amenaza, sino solo con su
amor.
En la Biblia hay infinidad de
ejemplos a los que podemos recurrir para reconocer cómo el Señor ante la maldad
y el pecado del hombre no ha sido lejano e indiferente, sino que se ha
preocupado para impulsar una historia de recuperación, una historia de
salvación.
Bastaría fijarnos en la historia
de José, que presenta el libro del Génesis, la cual toca fibras muy sensibles
de nuestra vida y de nuestra historia familiar. ¡Qué
terrible la situación de José! Que sus hermanos lo hayan vendido y
traicionado, y que con tanto cinismo hayan mentido a su padre acerca de su
paradero.
Esta historia cruel pone al
descubierto las historias que seguimos viviendo en nuestra sociedad y en
nuestras familias: historias de traición, de odio y
distanciamiento entre padres e hijos, y entre hermanos. Historias que,
muchas veces, acaban en los tribunales cuando hay problemas de herencias.
Pero al ponernos al tanto de la
gravedad de los acontecimientos, la Biblia nos transmite una enseñanza fundamental:
todo se puede perdonar. No podemos decir que lo que nos pasó es imperdonable.
José contó toda la vida con el
favor de Dios, a pesar de la traición de los hermanos, y se pudo superar de ese
dolor tan grande, de la amargura que le provocaron sus hermanos, y siendo un
esclavo llegó a ser funcionario del faraón y teniendo tanto poder para aplastar
a sus hermanos y desquitarse de todo lo que le hicieron, sin embargo, optó por
el amor. Tenía el poder para aplastarlos, pero ocupó el poder que tiene el amor
para perdonarlos.
Por eso, brilla ante nosotros y
es el antecedente del otro José que nosotros admiramos porque acogió y protegió
al Niño y a la Virgen María. De tal manera que ahora pedimos prestadas las
palabras del faraón cuando le decía a la gente: “Vayan
con José y hagan lo que él les diga”, para aplicarlas a nuestro José.
Cuando enfrentemos situaciones difíciles donde tengamos necesidad que Dios
transforme nuestros momentos de dolor en historias de salvación, hay que
recordar estas palabras: “Vayan con José…”.
Nuestro José no responde con
palabras, pero su silencio es más elocuente que las palabras, ya que nos lleva
a la contemplación del misterio de Dios para ver que todo se pueda perdonar. No
podemos cerrarnos al perdón, porque entre más nos cerramos al perdón más crece
la herida y la amargura que no nos permite vivir en paz.
Viendo a José de Egipto y a José,
esposo de María, aprendemos que hay que cuidar nuestra esencia, nuestra bondad,
y sentirnos bendecidos por la nobleza que el Señor ha impreso en nuestros
corazones. Hay que estar muy pendientes porque a veces los problemas, las
traiciones e injusticias pueden hacernos cambiar nuestra esencia. Y por la
amargura y el dolor podemos hacernos malos, injustos y negativos, perdiendo
nuestra esencia.
Cuando no sabemos enfrentar la
realidad y manejar situaciones conflictivas, podemos asumir la misma lógica del
agresor, la misma actitud del que nos ataca.
José no permitió que la traición
amargara su corazón. Por supuesto que sufría y le dolía recordar lo que sus
hermanos hicieron con él, pero no permitió que su esencia de bondad cambiara y
que la amargura y el resentimiento dominaran su corazón. Cuando tuvo la posibilidad
de hacer el bien a sus hermanos nunca lo dudó, porque conservó su esencia, su
bondad, y no permitió que esta traición cambiara su corazón y lo llevara a
responder con la misma maldad que sufrió.
«El problema del
mal que nos hacen no es el dolor que nos causa, sino que ese dolor nos pueda
endurecer el alma». El alma herida puede volverse
mala, puede alejarse del amor para siempre, herida y moribunda.
Sabiendo que es difícil conservar
nuestra esencia, porque queremos reaccionar y pagar con la misma maldad,
necesitamos considerar cómo mantenernos en la bondad, para que nada ni nadie
cambie nuestra esencia, y las cosas más graves que podamos enfrentar no
desdibujen la nobleza y bondad de nuestra alma.
Como José hay que esforzarnos por
seguir siendo buenos, pero no ingenuos. Nunca debemos renunciar a la bondad ni
arrepentirnos de hacer el bien, a pesar de que el mundo vaya en sentido
contrario, pero no debemos ser ingenuos. Debemos aprender a ser astutos,
prudentes y críticos ante la maldad que hay en el mundo.
Por supuesto, que muchas veces
nos podemos sentir solos, al darnos cuenta cómo se normaliza la maldad, la
mentira, la corrupción y la violencia. Incluso, uno se puede cansar y pensar
que está del lado equivocado.
Sin embargo, la fe nos sostiene y
nos impulsa al hacernos sentir de alguien. Cuando nos sintamos solos en el
mundo al vivir el evangelio, cuando veamos que pocos hacen el bien y la maldad
se sigue extendiendo, nunca olvidemos este sentido de pertenencia.
La fe cristiana significa saberse
de Alguien, y por esta pertenencia todo se puede afrontar, reconociendo que nos
asiste el Espíritu Santo para que nunca nos cansemos y arrepintamos de hacer el
bien. Se trata de la confianza del niño que se confía a su madre en momentos de
dificultad.
Nunca estamos solos y
en los momentos de confrontación, como prometió el Señor Jesús, seremos
asistidos por el Espíritu Santo que nos mostrará lo que hay que hacer y que nos
dirá lo que hay que decir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario