En la primavera de 1966, la vida escolar pasaba de manera accidentada en el tercero de primaria de aquel mítico colegio: "413", dado el profesor que nos tocó, cuyo nombre no mencionaré pues aún vive y es dueño de un colegio.
Él
dedicaba gran tiempo de su clase a jactarse de sus logros magisteriales, a
nivel docente y de vida. Nos contaba anécdotas en las que siempre él era el
héroe, el probo, el adalid de la justicia… Cosa que quien escribe, a sus diez
años, lo entendía como petulancia y egolatría.
Su única
tribuna, a manera de catarsis, éramos nosotros, sus sufridos y sometidos
oyentes, que teníamos que soportar largas horas, rollos estúpidos de
autoalabanzas. Muchos, por su crítica situación a nivel de notas escolares, no
les quedaba otra que fingir atención a sus historias, algunos pateros hasta lo
aplaudían.
Crecí con
mi abuelo, quien devoraba los periódicos de la época (La
Prensa, El Comercio,…), siempre me inculcó que en una clase siempre
pregunte lo que no entendiera y que refute lo que me pareciera incorrecto, que
el que fuera el profesor no lo hacía dueño de la verdad. Eso lo apliqué tantas
veces que me gané su gratuita antipatía, cosa que no lograba disimular,
estereotipándome y haciendo alusión a mi gordura infantil, -cosa que la mayoría
de pateros adulones celebraban a rabiar- por estar jodidos con sus notas.
En una
ocasión evaluaron a los policías escolares y vi fui elegido por mis notas
altas. Dentro del entusiasmo de comprar las insignias y cordones para dicho
cargo, él se refirió a mí con entusiasmo diciendo en clase que yo representaba
a la policía escolar, pero que, por mi panza, más parecía un policía municipal
de mercado, reventando el salón en risas. La guerra estaba declarada.
En una
ocasión en que este daba su clase y se alababa así mismo sobre sus logros
profesionales, pensé en voz alta, aduciendo en susurrante voz: se alaba solo a quien importará.
Comentario
que fue escuchado por el más adulón y patero del salón de apellido Quineche,
quien hizo la acción de pararse y descubrirme, cosa que a mis diez años lo
sentí indignante, haciendo que me pare y le asesté un puñete en su mentón,
enfrascándonos en una fiera trompeadera en plena clase.
El
profesor y dos alumnos nos separaron y fuimos sacados al frente en donde nos
dio rienda suelta según él, para seguir trompeándonos y calmar nuestra ira.
Luego de
desfogar la rabia a trompadas, fuimos interrogados, a lo cual me dio como
castigo por mi comentario, a ordenar las piedras del jardín del aula.
Salí a
cumplir mi pena, cuando escuché la voz el profesor decir: ¡Quineche, tú también! -¿yo? -sí, tú ¿por qué señor? -¡por
chismoso! y eso no se vale en los hombres. Cabizbajo Quineche me siguió.
A esa
edad no hay lugar para rencores, tanto que al rato estábamos conversando
amenamente de fútbol y demás cosas de la época mientras acomodábamos las
piedras del jardín. Fue entonces que, al levantar una piedra, vimos un inmenso
alacrán bajo esta, como de 12 centímetros. Al intentar matarlo yo lo detuve,
cogí un pabilo de cometa y traté con éxito de amarrar su cola, para luego
meterlo en una botella vacía de "Chavín
Cola".
La mañana
siguiente todos los compañeros formamos fuera del salón a la voz de: ¡Firmes!, ¡Descanso!, ¡Atención! Luego ingresamos
al aula ordenadamente,
tras de
nosotros y dirigiéndose a su saco, en la silla advertía que procedería a pasar
lista, más cuando libreta en mano, procedió a sacar su lapicero del bolsillo de
su saco, cogió junto con este un inmenso alacrán que lo hizo saltar a la vez
que daba un grito de terror: ¡¡aaaaaahh!!, mientras
su color pasaba de moreno a amarillo, nadie pudo contener la risa… Se dio un
silencio pasmoso. Luego miró hacia los alumnos y exclamó: ¡¡Pimentel!!... Pero esa es otra historia.
La pita de la cola amarrada al lapicero me delató.
De: Darío
Pimentel (2018).
No hay comentarios:
Publicar un comentario