Desde aquí se oye el clamor del mundo. Ruido de coches, motocicletas, ruido de gran tráfico y ajetreo, de velocidad, de impaciencia.
Por: Ma Esther de Ariño | Fuente: Catholic.net
Cuando las personas tienen mucho que pensar, mucho que caminar, mucho que
correr... andan ahí, Señor, ahí afuera. Desde aquí se oye el clamor del mundo.
Ruido de coches, motocicletas, ruido de gran tráfico y ajetreo, de velocidad,
de impaciencia. Hace mucho calor. Afuera todo es gran agitación, ruido de
vida...y la Vida está aquí. En esta soledad, en este
silencio, en esta semipenumbra, en esta quietud...
La nave desierta... Mármol, vitrales,
imágenes... nada tiene vida, todo es materia muerta, solo hay algo que tiembla,
que se mueve, que parpadea... es la lámpara roja del Sagrario. Está señalando
que en ese silencio, en esa quietud, en esa gran paz está Dios. Un Dios que
siendo el Rey de todo lo creado, está oculto tras unas cortinillas y una
pequeña puerta. Silenciosa y humilde espera. Entrega y sumisa esperanza de un
Dios que es todo amor. Mansedumbre infinita, paciencia de siglos... Locura de
amor de un Dios enamorado de sus criaturas. Sólo a un Dios que muere por amor
se le podía haber ocurrido semejante entrega.
Ahí estás, Señor, encerrado en todos los Sagrarios del mundo, desde los de oro
y piedras preciosas, en las imponentes y majestuosas catedrales hasta los más
humildes y simples de madera, en las iglesias perdidas de las sierras y en las
casi legendarias misiones. Ahí te quedaste, Señor, paciente y sumiso,
esperando. Porque los enamorados no pueden dejar a quien aman y tu te ibas a la
Casa del Padre Celestial, a tu verdadero Reino con tu Madre, con los Santos,
con los Ángeles...y nosotros aquí, solos, tropezando, cayendo perdiendo el CAMINO..., teniendo cada vez más lejano, más borroso,
el recuerdo de tu paso por la tierra.
Pero no, te quedaste aquí, dando todo por nada; esperando, siempre esperando en
tu gran locura de amor; para que sepamos que no te fuiste, que estás aquí, para
ser nuestro alimento, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre; para
compartir nuestra alegría, para acompañarnos en nuestra soledad y nuestras
penas.
Supremo amor de todos los amores que no pudo dejar solo al corazón del hombre
porque sabía que tarde o temprano el corazón del hombre lo buscaría, lo
necesitaría, lo llamaría... Y Él, sin pérdida de tiempo le daría la respuesta
de amor:
- Aquí estoy, siempre me quedé contigo...nunca me
fui, siempre te estoy esperando...
Ma. Esther de Ariño
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