Para Putin el problema de Prigozhin era su carácter
imprevisible. La acumulación de odio en el jefe de mercenarios le convertía en
un pequeño huracán de trayectoria imposible de encauzar si se salía del
territorio que se le había concedido para destruir.
¿Odio a qué? A todo. El jefe
del grupo Wagner es un ser humano rebosante de odio, carcomido por el odio, lleno
de fuego. Abominaba a los ucranianos, a los generales rusos, a Putin.
Su
soberbia le impedía tomar decisiones prudentes. Un buen día toma la decisión de
tomar Moscú. Tardó un día en darse cuenta de que esa decisión tomada en un
arranque de furia no tenía ninguna posibilidad. La única pequeña posibilidad de
éxito –que es la que debió contemplar– hubiera sido que los generales del
Estado Mayor aprovecharan este pequeño incendio para dar un golpe de Estado.
Pero cuando esto no se produjo, se encontró con la única tesitura posible: o
retirarse o ser completamente aniquilados.
Tras la
borrachera de ira, entendió que (sin un golpe de Estado en Moscú) se encaminaba
a la muerte. Putin le ofreció el destierro.
Putin ha
dejado bien claro que la traición se paga con la muerte, aunque estés en otro
país. Pero tiene que esperar: le ha ofrecido un pacto, no puede vengarse un mes
después. No puede incumplir su palabra de forma tan patente, ya nadie de sus
oligarcas se fiaría de sus pactos. Pero bastó ver el rostro de Putin para darse
cuenta de hasta dónde llega su odio por este esbirro.
Cuando yo
escribí La decadencia de las columnas
jónicas, quise basar la convivencia de un Estado en la ley, en la
racionalidad; una racionalidad al servicio de la libertad, de los derechos
individuales.
Qué
diferente de la Rusia putiniana, basadas las relaciones de la cúpula dirigente
en el odio, en el miedo, en el enriquecimiento de unos pocos, en la prohibición
de la libre expresión. Como leí una vez: En
una dictadura, hasta el número dos es un esclavo.
Ahora
Prigozhin debe estar camino de Bielorrusia. Un esbirro (el jefe de Wagner) que
pone su vida en manos de otro esbirro (Lukashenko). Su vida se mantendrá no por
leyes o una constitución, sino solo y exclusivamente por la voluntad de un
rey-vasallo de Moscú.
Estas
sociedades no tienen nada que ver con el Estado que debemos tratar de forjar
los cristianos.
¿Cuántos hijos de Dios tienen que perder
sus manos, sus piernas, sus ojos antes de que se cumpla lo que dice el salmo?:
He visto
al impío muy arrogante elevarse como un cedro del Líbano.
Pasé de
nuevo y ya no estaba.
Lo
busqué y no se le encontró (Salmo 37, 35-36).
P. FORTEA
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