Solemnidad de Pentecostés, Ciclo A
Todos hemos visto en alguna ocasión la escena de un coche averiado: dentro está
el conductor y detrás una o dos personas empujando fatigosamente el vehículo,
intentando inútilmente darle la velocidad necesaria para que arranque. Se
detienen, se secan el sudor, vuelven a empujar... Y de repente, un ruido, el
motor se pone en marcha, el coche avanza y los que lo empujaban se yerguen con
un suspiro de alivio. Es una imagen de lo que ocurre en la vida cristiana. Se camina a fuerza de impulsos, con fatiga,
sin grandes progresos. ¡Y pensar que tenemos a disposición un motor
potentísimo («¡el poder de lo alto!») ¡que espera sólo que se le ponga en
marcha...! La fiesta de Pentecostés debería
ayudarnos a descubrir este motor y cómo ponerlo en
movimiento.
El relato de Hechos de los Apóstoles comienza diciendo: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar». De estas palabras deducimos que Pentecostés preexistía... a Pentecostés. En otras palabras: había ya una fiesta de Pentecostés en el judaísmo y fue durante tal fiesta que descendió el Espíritu Santo. No se entiende el Pentecostés cristiano sin tener en cuenta el Pentecostés judío que lo preparó. En el Antiguo Testamento ha habido dos interpretaciones de la fiesta de Pentecostés. Al principio era la fiesta de las siete semanas, la fiesta de la cosecha, cuando se ofrecía a Dios la primicia del trigo; pero sucesivamente, y ciertamente en tiempos de Jesús, la fiesta se había enriquecido de un nuevo significado: era la fiesta de la entrega de la ley en el monte Sinaí y de la alianza.
Si el Espíritu Santo viene sobre la Iglesia precisamente el día en que en
Israel se celebraba la fiesta de la ley y de la alianza es para indicar
que el Espíritu Santo es la ley nueva, la ley espiritual que sella la nueva y
eterna alianza. Una ley escrita ya no sobre tablas de piedra, sino en tablas de
carne, que son los corazones de los hombres. Estas consideraciones suscitan de
inmediato un interrogante: ¿vivimos bajo la antigua
ley o bajo la ley nueva? ¿Cumplimos nuestros deberes religiosos por
constricción, por temor y por acostumbramiento, o en cambio por convicción
íntima y casi por atracción? ¿Sentimos a Dios como padre o
como patrón?
Concluyo con una historia. A principios del XX, una familia del sur de Italia
emigra a los Estados Unidos. Como carecen de suficiente dinero para pagar las
comidas en el restaurante, llevan consigo vianda para el viaje: pan y queso.
Con el paso de los días y de las semanas el pan se endurece y el queso
enmohece; en cierto momento, el hijo no lo aguanta más y no hace más que
llorar. Entonces sus padres sacan la poca calderilla que les queda y se la dan
para que disfrute de una buena comida en el restaurante. El hijo va, come y
vuelve a sus padres bañado en lágrimas. «¿Cómo?
Hemos gastado todo para pagarte un almuerzo, ¿y sigues llorando?».
«Lloro porque he descubierto que una comida al día en el restaurante estaba
incluida en el precio, ¡y hemos pasado todo el tiempo a pan y queso!». Muchos
cristianos realizan la travesía de la vida «a pan y queso», sin alegría, sin
entusiasmo, cuando podrían, espiritualmente
hablando, disfrutar cada día de todo «bien de Dios», todo «incluido en el
precio» de ser cristianos.
El secreto para experimentar aquello que Juan XXIII llamaba
«un nuevo Pentecostés» se llama oración. ¡Es ahí donde se prende la «chispa» que enciende el
motor! Jesús ha prometido que el Padre celestial dará el Espíritu Santo
a quienes se lo pidan (Lc 11, 13). Entonces, ¡pedir! La liturgia de Pentecostés nos ofrece magníficas
expresiones para hacerlo: «Ven, Espíritu Santo... Ven,
Padre de los pobres; ven, dador de los dones; ven, luz de los corazones. En el
esfuerzo, descanso; refugio en las horas de fuego; consuelo en el llanto. ¡Ven
Espíritu Santo!».
Tomado de Homiletica.
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