Biografía del apóstol que fue intérprete de Pedro.
Por: P. Jesús Martí Ballester | Fuente:
Catholic.net
Año 42 de la Era
cristiana. Estamos en el equinoccio de primavera. La Iglesia recién
nacida, sufre persecución, sangre y terror. Herodes, para agradar a los judíos,
ha degollado a Santiago. Pedro está en la cárcel. Los cristianos velan y oran
en la ansiedad. Ya son tantos, que no caben en un solo cenáculo. Se reúnen por
grupos en las casas más espaciosas y hospitalarias, como ésta, situada cerca de
la Torre Antonia, que es la prisión donde Pedro está encarcelado, que es la
misma en la que Jesús estuvo apresado. Son las tres de la mañana. Los
cristianos recitan salmos, rezan afligidos la oración del Padre Nuestro,
comentan preocupados con el pensamiento en la cárcel de Pedro. Toda la Iglesia
está rezando por él. En esto, llaman a la puerta y la inquietud se convierte en
miedo. Sale a abrir la criada Rodé, rosa en griego. Sin abrir la puerta,
regresa llena de alegría, y les susurra: "Es
Pedro." Siguen golpeando la puerta. Rode abre y allí está Pedro
embozado en su manto. Entra, toma resuello y cuenta que el ángel le ha librado,
besa a los hermanos, y se aleja de la ciudad huyendo del peligro de su búsqueda
cuando se alerten de su celda vacía en la cárcel. Probablemente se va a
Antioquia. Otros sostienen que a Roma.
AQUEL MUCHACHO JOVEN
Allí está Juan Marcos, vive allí. Está en su casa. Casa con prestigio, fe y “ágape”, amor, caridad. Tiene una sala amplia y
bien amueblada. Es la casa de María, madre de Juan Marcos. Un hogar judío, pero
con gustos helenizantes. Aquel muchacho joven tiene dos nombres, Juan para los
judíos, sus compatriotas, y Marcos para los grecorromanos, desciende de Chipre.
Allí tiene familia, y el chipriota Bernabé es primo suyo. También habla griego,
lo que le será muy útil para difundir el evangelio, cuando acompañe a Pablo y
Bernabé en la primera misión por las ciudades de Asia. Él no predica. Le han
encargado la administración, recibe las limosnas, busca alojamiento, paga los
gastos y ayuda a los misioneros. Al llegar a Perge de Panfilia, Pablo decide
viajar más a dentro, atravesando la cordillera del Taurus, lo que suponía un
cambio en todos los sentidos. Había que pasar de Tarso y Antioquia de Siria,
situadas a 80 metros sobre el nivel del mar, a Antioquia de Pisidia con una
altura de 1200 metros, con escasa provisión de víveres, pan duro mojado en
agua, un puñado de aceitunas, y lo que ofrecía la naturaleza.
Tal vez su timidez joven no llegó a congeniar con la audacia de Pablo. Tal vez
se ha sentido molesto porque su primo Bernabé ha perdido la iniciativa que ha
recaído ya en Pablo, le deja y se vuelve a Jerusalén, preocupado también por
estar tanto tiempo sin noticias de su madre. Añora su casa, sus comodidades, su
vida tranquila, frente a los peligros que acechan a los misioneros intrépidos,
peligros en el mar, peligros de ladrones, peligros en las altas montañas. Se
embarcó para Cesarea y de allí a Jerusalén. Marcos venció más tarde este acceso
de flaqueza juvenil y se convirtió en valioso colaborador de Pablo en la cárcel
Mamertina en Roma, “el hombre muy útil para el
ministerio” (2 Tm 4, 11).
EL DOLOR DE PABLO
La deserción del joven Marcos lastimó profundamente a Pablo. Pasados los años,
aún sentía el dolor. Tuvo a Marcos por pusilánime y pensó que “El que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás,
no es apto para el trabajo del reino de los cielos (Lc 9, 62). Pero detrás de
la resolución de volverse en Marcos había otra causa más profunda, que no quiso
expresar y que tampoco expresa Lucas. Marcos se había criado en Jerusalén en
medio de los antiguos apóstoles, en la tradición judía, a la que la joven
Iglesia se sentía muy unida y que Pablo estaba resuelto a separar de la
sinagoga. De hecho Marcos era el más fiel discípulo de Pedro. Era su intérprete
griego, y quería seguir siéndolo. Pedro le llama “su hijo Marcos” (1 Pe
5, 13).
Marcos camina ahora junto a Pedro recogiendo las palabras de aquel hombre, que
le había enseñado a amar a Jesús. Pertenecía a esas almas admirables que
brillan en segunda fila, o que saben permanecer en la penumbra para consagrarse
a la gloria de un maestro, mereciendo así el premio de la modestia y haciendo
su acción más fecunda, aunque menos personal. El pescador de Betsaida, escogido
por Cristo no llegó a hablar con facilidad el griego. Pero a su lado estaba el
hombre abnegado, el discípulo amable, dispuesto a transmitir su pensamiento en
las reuniones de la primitiva comunidad de Roma. Y Marcos, al lado del apóstol,
traducía sus palabras, identificándose completamente con aquellas catequesis
históricas que era la particularidad de su maestro. Era el secretario, la voz,
del apóstol Pedro.
PONER POR ESCRITO
Un día los oyentes le pidieron que pusiese por escrito aquellos bellos relatos;
él accedió, y así nació el segundo Evangelio. Pedro sabía que Jesús les había
enviado por el mundo no a escribir, sino a predicar. Encerrar la Palabra en un
libro, era despojarlo de su bravía libertad, imponerle un corsé invariable,
privarla del esplendor especial con que la vestía cada uno de los mensajeros
del Evangelio. Pero sabía también que, a pesar de los escritos, la Palabra
permanecería infaliblemente fecunda y eternamente fresca en la enseñanza de sus
sucesores.
Pedro vio en el libro de Marcos vio una copia exacta de su predicación, y
cuando la persecución le crucificó cabeza abajo a petición suya, los cristianos
de Roma que leían aquellas paginas inspiradas se imaginaban que estaban oyendo
la voz de su pastor. Eran las enseñanzas, los relatos, la expresión misma de
Pedro. Es lo que imprime su carácter especial al segundo Evangelio. Marcos deja
hablar a los hechos. No glosa, no diserta, no comenta, ofrece un relato lleno
de viveza y colorido. Y lo consigue plenamente. Su característica es la
precisión del detalle, la nitidez de la visión, el gusto por lo pintoresco.
Sabe animar de tal modo a las personas, que nos pone en contacto con ellas.
Penetramos en sus sentimientos, las vemos moverse delante de nosotros; nos las
representamos en su actitud real.
Un gesto, una palabra, bastan para hacernos presenciar la acción. Cuando los
demás sinópticos nos hablan de algunos hombres, Marcos los enumera: eran
cuatro. Sabe que la barca de Pedro estaba junto a la de Juan cuando Jesús los
llamó; nos hace ver a la hija de Jairo corriendo por la habitación después de
resucitar; parece que hubiera visto en la barca el único pan que llevaban en
una travesía. Y cuando presenta a Jesús, no olvida ni un gesto, ni una mirada,
ni una actitud. Su figura divina aparece realzada con un realismo encantador.
Sin embargo esas imágenes en que resplandece la vida, se consiguen con un
esquema simple; su sensación de realidad obedece a fórmulas rígidas y simples,
iguales, con el mismo molde. Describe dos milagros diferentes, con la misma
fórmula. El vigor en la pintura, está unido con la penuria en los colores; la
riqueza descriptiva, carece de imaginación creadora y la ausencia de arte,
tiene un hechizo irresistible: este contraste es que caracteriza el estilo de
Marcos y el que le otorga su originalidad. El sencillo narrador que carece de
invención y del genio de un artista, sólo pretende fijar el recuerdo limpio de
la realidad vivida. El color y la vida no son productos de su imaginación, sino
reflejos de la realidad. Dice que ha visto, y lo dice siempre de la misma
manera popular. Es un testigo ocular, más hábil en retener los detalles
plásticos de las escenas, que en dibujar la psicología de un personaje, o en
reproducir un discurso. En Marcos apenas hay discursos. Su evangelio es un
evangelio de hechos más que de ideas. Ni el menor vestigio del sermón de la
montaña; narra algunas parábolas, pero bosquejadas rápidamente; resume en pocas
palabras las conversaciones de Jesús con los Apóstoles. Hechos y milagros, sí,
muchos milagros. Se adaptaba a sus lectores romanos, aquella raza viril de la
que decía Tácito: "Obrar y sufrir
animosamente: esto es todo el romano."
MARCOS Y LOS ROMANOS
Aquella sociedad romana de las primeras misiones evangélicas buscaba con avidez
lo maravilloso. Era su alimento. Aquellos hombres creían en la astrología, en
los sueños y en los adivinos; los magos y agoreros eran condenados por la ley,
pero las gentes temblaban ante de ellos; y los grandes escritores, el mismo
Tácito, multiplicaba los prodigios en sus historias. Marcos supo satisfacer
estos anhelos, reemplazando las imposturas con obras divinas que había
presenciado toda Judea. Marcos conoce los gustos de los romanos, y les presenta
la verdad para complacerles. Sabe también que escribe para occidentales, y
omite lo que pueda delatar en él al hebreo de raza. El giro de su frase es
semita, arameo. Mateo escribía para los hijos de Israel. Marcos se dirige a los
gentiles. No sigue la tendencia de Pablo a hacer teología, aunque él también
tiene su tesis. Mateo presenta a Jesús como el Mesías esperado por los judíos.
Lucas lo propone a los grecorromanos como el Salvador de que les hablaban sus
oráculos.
Marcos quiere que se vea en Él, ante todo, al Hijo de Dios. Así lo indica el
comienzo de su Evangelio: "Comienzo del
Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios". La confesión de Pedro en
Cesárea de Filipo, es el centro al que convergen todos los relatos del segundo
Evangelio. Marcos era el intérprete de Pedro. Marcos llevó el evangelio a
Egipto, lo predicó en Alejandría. Allí le apresaron, le ataron con cordeles y
le arrastraron por peñascales; le encerraron en un calabozo, y allí se fue al
cielo en el año octavo del Imperio de Nerón.
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