MEDITACIÓN. LLAMADO A COMPARTIR LA ESPERANZA.
Por: Pedro García, Misionero Claretiano | Fuente:
Catholic.net
Un domingo cualquiera asistí a la Misa en una iglesia donde me tocó oír a un
cura encantador, que nos decía entusiasmado en la homilía:
- ¡Sí, hermanos, un día moriremos! ¡Un día tendremos la
dicha de morir!...
El Padre lo decía muy convencido, pero yo me dije para mis adentros:
- ¡Bueno! Allá él si quiere morirse. A mí que me
deje disfrutar bien de la vida...
Aquel cura simpático, que chorreaba santidad por todos sus poros, ya murió y
está disfrutando del logro de todas sus ilusiones. Yo sigo con mucho apego a la
vida, lo reconozco. Pero, aquellas palabras de su homilía, ininteligibles
entonces para mí me han hecho pensar muchas veces: -¿Y
no tendría razón el buen cura?...
Es cierto que la vida es un don grande de Dios. Y nos la da para que la
disfrutemos. A Dios no le gusta el lagrimeo de tantas personas amargadas y
tristes. Si ha puesto en el mundo tanta hermosura y placer es para que lo
disfrutemos todo y para ganarnos el corazón. ¡La
vida es bella, y vale la pena vivirla!...
Pero es ciertamente un error el poner el corazón en lo que pasa y forzosamente
se ha de dejar.
Así como es otro error el espantarse por las molestias inevitables de la vida y
dejarse vencer por ellas.
La prudencia y el equilibrio son condición indispensable para valorar las cosas
que son provisionales.
Si toda la felicidad en que ahora soñamos, y que tal vez disfrutamos, no la
sabemos convertir en duradera para siempre, nos equivocamos de medio a medio.
Porque es tener el juguete entre las manos, como el niño, y ver que se nos rompe
o nos lo quitan. Se disfrutaba, para llorar después...
Cuando gozamos de las cosas y las debemos gozar con gusto cuando Dios nos las
da nos va muy bien tener la frialdad de aquel contemplativo hindú, como nos
cuenta una hermosa parábola. El monje solitario recibió una tarde a un joven,
el cual llegaba rendido de tanto caminar.
- Dime, ¿qué quieres?
- Vengo porque Dios se me apareció el otro
día y me dijo que viniera aquí. Me aseguró que tú me podías dar una piedra
preciosa, la cual me haría rico para siempre.
- ¡Ah, sí! Debía referirse a ésta que encontré
por casualidad en el bosque. Puedes quedarte con ella, si es que te gusta.
El joven se quedó loco de felicidad con aquel diamante, quizá el mayor del
mundo. Se fue a dormir al caer el sol, pero pasó la noche entera dando vueltas
y más vueltas en la cama.
- ¡Al fin soy rico para siempre!, se decía y se
repetía de continuo, sin poder conciliar el sueño.
Al amanecer fue a despertar al hombre solitario, que seguía durmiendo tan
tranquilo y feliz, y le suplica con insistencia:
- Hombre de Dios, toma tu diamante. Pero dame, dame
esa riqueza que te permite desprenderte con tanta facilidad de esta piedra
preciosa, la más grande de la India.
Aquí está el secreto de todo. La esperanza en una vida eterna es una riqueza
muy superior a todos los valores de esta vida. Quien la posee, vive más feliz
que nadie. El que espera, goza como nadie de la felicidad que Dios nos da ya
aquí, la cual se cambiará en una felicidad mucho mayor y que no pasará jamás.
Pensamos muy rectamente que la fe cristiana nunca nos amargará la vida; al
revés, hace de nosotros los seres más dichosos que existen. Quienes tenemos fe
en una vida futura, damos envidia a los muchos que van a tientas entre las
sombras...
Aquí es donde los que tenemos fe debemos jugar un gran papel en el mundo que
nos rodea.
Somos ricos, sin darnos cuenta de la pobreza que tenemos a nuestro alrededor. Y
así como hay egoístas con el dinero, que abundan en él y no sueltan nada al
pobre que a su lado se muere de hambre, así también hay muchos ricos en el
espíritu, que no comunican a otros desesperados la esperanza en la que ellos
abundan dichosamente.
Nuestra esperanza la esparcimos a de mil maneras. Aunque nunca habrá modo
alguno de comunicar optimismo y confianza como el que nos vea siempre con la
sonrisa a flor de labios. El que no piensa en un más allá, porque no cree ni
espera, se pregunta forzosamente al vernos sonreír en medio de nuestras
preocupaciones, igual que las suyas o mayores: -¿No
estará escondido Dios debajo de esa sonrisa? ¿No será cierto que después de lo
de aquí hay algo más?...
Este aire de esperanza se manifiesta actualmente dentro de la Iglesia de un
modo especial. Por ejemplo, hemos cambiado nuestra manera de expresarnos cuando
fallece alguno de nuestros seres queridos. Antes, el funeral era algo triste, y
los recordatorios bastante sombríos. Hoy les damos un aire pascual, y decimos y
escribimos, con alegría en medio del dolor: ¡Ha
pasado a la Casa del Padre!...
Un viejecito, al que visitábamos los del grupo y al que ayudábamos con nuestros
pequeños ahorros, nos daba siempre la misma lección, y con una sonrisa que ni
por casualidad se le caía de los labios, nos decía:
- Ustedes son jóvenes y tienen que disfrutar de la
vida, como la disfruté antes yo. Para mí todo se acaba, pero yo sé que Dios me
espera.
Viendo un caso así, pienso que el curita que sentía ganas de morir a lo mejor
tenía mucha razón, aunque yo no lo quisiera entender; y así, le sigo diciendo a
Dios, aún ahora: -Señor, para mí, espera, espera un poquito más... Aunque he
aprendido a decirle también: -Señor y Padre mío,
para ir a tu Casa, cuando Tu quieras .....
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