Es una de las preguntas que escucho con más frecuencia
Por: P. Evaristo Sada LC | Fuente: la-oracion.com
A veces nos sentimos insatisfechos con nosotros mismos. Tenemos la sensación de
que no encajan las piezas del rompecabezas; que no están bien ensambladas mi
identidad, mi vida íntima y mi comportamiento. La conciencia reclama y dice que
algo anda mal.
Esto puede tener diversas causas. Entre otras, sucede cuando una persona se
comporta de una manera que no corresponde a la propia verdad, sea por
incoherencia, sea para dar una apariencia falsa de sí mismo.
Para tener armonía, el ser y el obrar deben encajar
Para ser
una persona en armonía, de una sola pieza, es necesario que encajen el ser y el
obrar. Una persona madura es aquella que se comporta conforme a lo que es. Y
cuando hablo de ser y de identidad me refiero a lo básico, a lo más profundo de
nosotros mismos: nuestra condición de creaturas, de hijos de Dios, de
cristianos.
Conversando sobre este tema con un hermano sacerdote, el P. John Hopkins, L.C.,
me hizo un dibujo que me gustó y al que luego hice ciertas adaptaciones:
* La
fachada es aquello que queremos que los demás vean y piensen de nosotros.
* La puses aquello que si bien es verdad, preferimos esconderlo, pues
reconocemos que estamos mal.
* El corazón es nuestra identidad, nuestra verdad más profunda. Lo que somos a
los ojos de Dios.
LEÍ HACE TIEMPO UN CUENTO:
Un viejo indio Cherokee le habló a su nieto sobre una batalla que se libra en
el interior de las personas. Le dijo: "Hijo
mío, la batalla es entre dos lobos que llevamos dentro. Un lobo es el pecado:
la rabia, la impaciencia, la decepción, el rencor, el resentimiento, el odio,
el orgullo, el deseo de venganza, el ego, el orgullo. El otro lobo es el bien:
es el perdón, la misericordia, la paz, el respeto, la esperanza, la bondad, la
compasión, la confianza, la humildad, el amor..." El niño se quedó
pensando y luego le preguntó a su abuelo: "Abuelo,
¿cuál lobo gana la batalla?" El anciano le respondió: "Aquél al que tú
alimentas."
Si queremos vivir en armonía, ser
personas de profunda paz interior y que irradien paz a su alrededor, debemos
alimentar el corazón.
¿Con qué? Con los sacramentos y la oración. Cuidar la vida de gracia para que sea
la presencia de Dios en nosotros la fuente de paz interior. Y cuidarla
significa buscarla y dejarla actuar. Dejar actuar a Dios dentro del corazón, dar
espacio a la labor silenciosa de la gracia divina, que vence nuestras
resistencias y cura nuestras llagas.
"El Reino de los Cielos es semejante a un
tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo
y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo
aquel". (Mt 13, 44)
Así es la gracia en nuestra vida. Un tesoro escondido por el que valdría la
pena venderlo todo, porque todo nos lo da. La semana pasada celebramos la
fiesta de la conversión de San Pablo. El recuerdo de Saulo de Tarso nos anima a
confiar en el poder de la gracia acogida, consentida y correspondida por
nuestra voluntad libre. En las vísperas celebradas por S.S. Benedicto XVI en la
basílica de San Pablo Extramuros, el Santo Padre decía:
"Tras el evento extraordinario que sucedió
en el camino de Damasco, Saulo, quien se distinguía por el celo con que
perseguía a la Iglesia naciente, fue transformado en un apóstol incansable del
evangelio de Jesucristo. En la historia de este extraordinario evangelizador,
es claro que tal transformación no es el resultado de una larga reflexión
interior y menos el resultado de un esfuerzo personal. Es, ante todo, obra de
la gracia de Dios que ha actuado conforme a sus inescrutables caminos. Por esto
Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto unos años después de su
conversión, dice, como hemos escuchado en la primera lectura de estas Vísperas:
"Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha
sido estéril en mí." (I Corintios 15:10). Por otra parte, examinando
cuidadosamente la historia de san Pablo, se comprende cómo la transformación
que ha experimentado en su vida no se limita al plano ético --como una
conversión de la inmoralidad a la moralidad--, ni al nivel intelectual --como
cambio del propio modo de entender la realidad--, sino más bien se trata de una
renovación radical de su ser, similar en muchos aspectos a un renacimiento. Tal
transformación tiene su base en la participación en el misterio de la muerte y
resurrección de Jesucristo, y se presenta como un proceso gradual de
configuración con Él. A la luz de esta conciencia, san Pablo, cuando luego sea
llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del evangelio por
él anunciado, dirá: "Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida
en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí
mismo por mí" (Gal 2,20)."
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica nos confirma que:
"Es una verdad inseparable de la fe en Dios
Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que
opera en y por las causas segundas: "Dios es quien obra en vosotros el
querer y el obrar, como bien le parece" (Flp 2,13). Esta verdad, lejos de
disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el
poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su
origen, porque "sin el Creador la criatura se diluye"; menos aún
puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia". (CIC,
308)
Como escribía al inicio del artículo, las causas de nuestro desasosiego
interior pueden ser muchas. Sabemos que existen asimismo elementos humanos que
contribuyen a la paz interior y que si Dios quiere podremos tratar más
adelante. Quedémonos hoy con el gusto de haber reflexionado en lo que Dios
puede hacer con nosotros, por medio de su gracia, si sabemos alimentarnos de
ella.
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