El fundamento de la armonía familiar
Por: Tomás Melendo Granados | Fuente:
masterenfamilas.com
I. LA FAMILIA, INSTITUCIÓN
NATURAL
Repetidas veces ha explicado Juan Pablo II que, «en
su más íntimo misterio», el Dios Uno y Trino «no es soledad, sino familia».
Para quienes llevamos ya algunos años empeñados en una tarea más o menos
fecunda de reflexión metafísica, no puede haber indicio más determinante de que
la familia constituye una auténtica institución natural.
Nada más natural, podríamos decir, que lo que surge inevitablemente de los
principios configuradores de algo: de su núcleo
ontológico más íntimo, propio y constitutivo. Y como el ser es el
principio radical y primigenio, el fondo energético original del que dimana
cuanto encontramos en un existente, lo natural acabará siendo, en última
instancia, lo que para cada uno se deriva del propio ser. En este contexto, la
referencia a la Trinidad con que he abierto estas páginas viene a decirnos: cuando el ser alcanza la categoría suficiente para
convertir a su sujeto en persona, esta no puede permanecer aislada, sino que
tiende a configurarse, irremediablemente, como familia.
Dios, lo sabemos por la Revelación, no podía ser sino una Trinidad familiar: para el Ipsum Esse subsistens de los filósofos,
Ser es ser Familia. Como consecuencia, la persona humana, hecha a imagen y
semejanza de este Absoluto, resulta incapaz de alcanzar su plenitud como
persona si no surge, crece, se desarrolla y muere en el seno de una institución
familiar… o de «algo» que haga eficazmente sus veces. La familia sigue, pues,
necesaria e inmediatamente, a la condición personal de la persona.
a) Familia y persona. Persona y familia: ¡nunca se insistirá lo suficiente en el nexo indisoluble
que liga a estas dos realidades! Pero tal vez compense esclarecer los
motivos ontológicos de semejante trabazón.
A lo largo de la historia se han propuesto muchas y muy variadas descripciones
de lo que es la persona. Las mejores entre ellas poseen una íntima afinidad,
hasta el punto de resultar equivalentes. La de Boecio ha sido, durante siglos,
la de mayor aceptación: es persona, decía el más ilustre antecesor de la Edad
Media, toda substancia individual de naturaleza racional. Empobreceríamos el
alcance de esta excelente definición si le achacáramos una especie de
singularismo egotista y egocéntrico, que encerraría al sujeto humano en los límites
angostos de sus intereses individuales. Para Boecio, y para quienes se sitúan
en su misma tradición especulativa, la naturaleza racional no solo implica el
entendimiento, sino también la voluntad (y, como consecuencia, la libertad, el
amor, la afectividad, la necesidad de las dimensiones corpóreas, etc.). Santo
Tomás lo afirmaba de manera explícita, en relación al primer extremo: todo ser
dotado de inteligencia se encuentra por fuerza provisto de esa inclinación al
bien en cuanto bien que denominamos voluntad, y cuyos frutos naturales son la
libertad y el amor.
No extraña por eso que quienes, poseyendo la inspiración clásica, se encuentran
sin embargo urgidos por las aspiraciones y los intereses del mundo moderno, en
lugar de calificar al hombre como animal racional, al estilo de Aristóteles, lo
describan de forma estricta y rigurosa como animal libre.
No hay cambio de perspectiva, pero sí un adelanto en la explicitación de los
implícitos. La libertad es, como ya apuntó Agustín, la propiedad esencial de
las dos potencias superiores de la persona: el
entendimiento y la voluntad. E incluso define intrínsecamente a su mismo
ser: la persona, toda persona, posee un ser libre.
La persona humana, en concreto, es participadamente libertad.
Pero como el amor es el fundamento y el sentido último de la libertad, su acto
más radical y propio, un avance definitivo en la línea instaurada por Boecio es
el que define a la persona como principio o término, como sujeto y objeto, de
amor. De hecho, y según he explicado en otras ocasiones, esta descripción se
aplica a todas las personas y solo a ellas: tomando el amor en su sentido más
alto, como un querer el bien en cuanto tal, o el bien del otro en cuanto otro,
únicamente la persona resulta capaz de amar y únicamente ella es digna de ser
amada. La entraña personal de la persona exhibe, pues, un nexo constitutivo con
el amor.
Dejando a un lado las afirmaciones repetidas de las Sagradas Escrituras, en las
que reiteradamente Dios se califica a Sí mismo como Amor subsistente, quizá
nadie lo haya expuesto de forma más vigorosa que Carlos Cardona: «Dios —nos dice— obra
por amor, pone el amor y quiere solo amor, correspondencia, reciprocidad,
amistad (…).
Así, al Deus caritas est del Evangelista San Juan, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente hombre, es amor.
Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa».
Persona-amor. Esta manera fundamentalísima de considerar la peculiaridad
constitutiva de la persona se ha visto avalada, en nuestro siglo, por multitud
de afirmaciones magisteriales: no puede entenderse el hombre sin una referencia
configuradora al amor y a la entrega en que todo amor culmina.
La más relevante de esas definiciones, la contenida en la Gaudium et Spes, está
provista de toda la autoridad que detenta un Concilio Ecuménico. «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha
amado por sí misma —nos dice esta Constitución, recordando pensamientos de
Tomás de Aquino, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera
de sí mismo a los demás»: en el amor llevado a su perfección conclusiva
como dádiva.
Juan Pablo II ha profundizado en esta verdad, situándola en el contexto
exquisitamente trinitario en el que encuentra su origen: «Ser persona —leemos ahora en la Mulieris
dignitatem— significa tender a la propia
realización, cosa que no puede llevar a cabo si no es «en la entrega sincera de
sí mismo a los demás». A lo que se añade: «El
modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como
comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza
de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir “para” los
demás, a convertirse en un don».
b) Persona, don, familia. Las disquisiciones anteriores permiten calibrar en toda su
hondura el alcance de la pertenencia mutua de la persona y la familia. Hacen
posible entender por qué y con qué fundamento allí donde existe una Realidad
Personal plena, que encarna acabadamente la condición de Persona, tienen lugar
las Relaciones que la configuran como Familia. Y comprender también los motivos
de que entre las personas participadas, que necesitan completar su propia
índole personal, la existencia de la familia represente un requisito ineludible
para que se lleve a término ese cumplimiento perfectivo. Sin familia no hay
persona —ser personal— ni posibilidad de crecimiento en cuanto persona.
Atendamos a la primera de estas dos afirmaciones. Considerando la cuestión en
su más estricta radicalidad, la familia no solo es necesaria para que la
persona se perfeccione, para que acrezca su condición personal. La familia es
imprescindible, más bien, y antes, para que la persona sea, en cuanto persona: para que encarne su propio ser personal.
Desde esta perspectiva fundamentalísima, la existencia de la familia no
proviene de indigencia alguna: es correlativa,
simple y llanamente, a la persona como tal. Y, así, en el seno de la
Trinidad, el Padre, que desde ningún punto de vista puede considerarse
indigente, no sería Persona sin el Hijo y el Espíritu Santo: no podría encarnar su esencial y constitutiva condición
de Don, sin un correlato, también personal, capaz de acoger íntegra y
libérrimamente la propia Dádiva.
Y lo mismo, con las oportunas adaptaciones, habría que decir del Hijo y del
Espíritu Santo. No hay donación posible sin recepción. Y, en virtud de la
simetría que rige las actividades más estrictamente metafísicas, la realidad
que acoge tiene que «estar a la altura» ontológica de la que se entrega: también ella, en nuestro supuesto, ha de ser Persona.
De esta sumarísima consideración de la Vida intratrinitaria cabe concluir: considerada en sí misma —en cuanto
donación-recepción recíproca—, la comunicación
amorosa que define esencialmente a la familia es consecuencia y requisito
ineludible de la estricta índole personal: sin familia no hay persona.
En el caso del hombre, que es persona participada, cuanto acabamos de ver se
mantiene substancialmente, pero exige ser matizado. Ahora, el ser humano no
solo reclama un hogar para instaurarse inicialmente en su entraña personal,
sino que lo necesita también para completarse, para lograr su cumplimiento como
persona.
En el seno de una familia humana, el hombre es (nace) y crece en cuanto
persona. Pero ¡cuidado!: porque, según acabamos de
afirmar, también en estas circunstancias conserva su vigencia participada lo
que descubríamos en el interior de la Trinidad. El ser personal humano
no solo tiene radicalmente necesidad de otras personas —de la familia— para
recibir algo de ellas. Las exige fundamentalmente, al contrario, para poderse
dar y, dándose, realizar su vocación esencial.
Lo que sucede es que, en efecto, y por una muy notable paradoja, al darse el
hombre se perfecciona: recibe un incremento de
humanidad.
Es más, solo cuando se entrega, cuando ama generosa y liberalmente, acrece su
propio temple personal: mejora en cuanto persona. Únicamente des-viviéndose
adquiere la integridad de su propia vida humana.
¿En virtud de qué «mecanismo»? La cuestión
podría resumirse como sigue: al contrario de lo que
sucede en Dios, el hombre, por su condición de criatura, necesita
perfeccionarse.
Pero justo porque alcanza ontológicamente la categoría de persona, porque ha
sido instaurado en ese sublime grado de ser, solo la operación más noble entre
las existentes, la del amor que se entrega, que se da, resulta capaz de
engrandecerlo.
Cualquier otro tipo de actividad, incluso la del entendimiento, desligada del
amor, lo mejoraría sectorialmente, pero no en su estricta médula personal.
Por su misma nobleza, solo el obrar de más rango —el amor, que lo equipara
formalmente al Absoluto— tiene el vigor suficiente para acrecer la enjundia
personal del ser humano.
En el extremo opuesto, cualquier tipo de egoísmo, que equipararía al hombre con
los animales y con las realidades aún inferiores, se demuestra del todo
impotente para incrementar su valía en cuanto persona.
Más aún: por fuerza lo envilece, lo deshumaniza y, como se nos decía antes, lo
reduce a la condición de cosa.
El ámbito familiar humano se advierte, así, imprescindible para que, dándose,
el hombre pueda responder a su vocación esencial de persona. Sin familia, el
ser humano no podría nacer como persona, pero tampoco crecer, hasta conquistar
su plenitud personal.
Lo advirtió maravillosamente, con aguda penetración poética, Pedro Salinas. La
aspiración a la entrega, a la cabal donación amorosa —cuyo ámbito primordial es
la familia que se funda o la familia en la que se nace—, compone la más
substancial exigencia de la condición personal del ser humano. El hombre y la
mujer se afirman como tales en la ofrenda plena de su ser más íntimo. Es este
el que postula y exige la entrega amorosa, y el que, desde el hondón primordial
de la propia alma, empuja a la dádiva sin reservas. Leemos en La voz a ti
debida:
«¿Regalo, don, entrega?
Símbolo puro, signo de que me quiero dar.
Qué dolor, separarme de aquello que te entrego y que te pertenece sin más
destino ya que ser tuyo, de ti, mientras que yo me quedo en la otra orilla,
solo, todavía tan mío.
Cómo quisiera ser eso que yo te doy y no quien te lo da».
¡Cómo quisiera ser eso que yo te doy y no quien te
lo da! No estamos ante una efusión romántica más o menos sensiblera,
propia de adolescentes. Este anhelo representa, desde una perspectiva de
metafísica estricta, la aspiración más radical de todo hombre o mujer, lo que
lo funda íntima y definitivamente como persona.
II. LA FAMILIA, ÁMBITO DE
CONFLUENCIA DE AMORES
Abandonando la perspectiva trinitaria, correspondería ahora detenernos en los
caracteres específicos de la familia humana, la que durante siglos ha sido
conocida como «familia de fundación matrimonial». Y,
por tanto, en la consideración del matrimonio. Puesto que, en efecto, una de
las diferencias estructurales más notables entre la Familia intratrinitaria y
cualquier familia natural humana, es que en el inicio de esta última se
encuentra la unión amorosa de dos personas de sexo diferente que deciden unirse
de por vida. La disimilitud de origen marcará hondamente la índole más íntima
de las dos realidades en juego.
En el caso que nos ocupa, el de la institución humana, la calidad del amor de
los cónyuges determinará en gran medida el temple de la relación de los
miembros de la familia que de ellos se sigue. Por eso, y en atención a los
fines que perseguimos con este escrito, interesa reflexionar ahora sobre
algunas de las notas discriminadoras del amor entre los hombres.
Solo entonces podremos advertir en qué medida el compromiso conyugal abre las
puertas a una de las más plenas y fecundas realizaciones de ese amor.
En sus líneas más generales, la cuestión podría plantearse como sigue: si, de
acuerdo con lo que sugeríamos en las páginas que anteceden, el amor constituye «la vocación fundamental e innata de todo ser humano» ,
el hombre mejorará como persona en la misma proporción en que instaure
efectivas y eficaces relaciones de amor.
Con cada una de ellas acrece su condición personal. Pero, precisamente porque
estamos ante una realidad finita, participada, la plenitud divina del Amor —a
la que en seguida aludiremos— se fragmenta y multiplica, entre los hombres, en
un sinnúmero de subespecies del amor, distintas e incompletas. El incremento de
la fibra personal del sujeto humano se juega, entonces, en lo que cabría
calificar como una progresiva intensificación que, a la par, integre los
distintos géneros de amor.
a) La «fragmentación» de los amores. En la
sugerente obra que dedica a este asunto, Clive Staples Lewis enumera cuatro
especies de amor. Su clasificación no aspira en absoluto a ser exhaustiva y, en
verdad, no lo es; pero puede resultar suficiente.
Más aún, cabría incluso prescindir de la expresión cimera entre las cuatro, el
amor sobrenatural o caridad, y centrar las propias reflexiones en los otros
tres subgéneros: los que Lewis llama,
respectivamente, afecto, amistad y eros.
El primero —escribe Lewis— es «el más sencillo y más extendido de los amores, el amor
en que nuestra experiencia parece diferenciarse menos de la de los animales». «Los
griegos llamaban a este amor storgé (…). Aquí
lo llamaré simplemente afecto.
Mi diccionario griego define storgé como “afecto,
especialmente el de los padres a su prole”, y también el de la prole
hacia sus padres. Y esta es, no me cabe duda, la forma original de este afecto,
así como el significado básico de la palabra» .
Del segundo tipo de amor leemos: «La amistad es
—en un sentido que de ningún modo la rebaja— el
menos “natural” de los amores, el menos instintivo, orgánico, biológico,
gregario y necesario».
Y después, en la misma línea argumentativa: «De
ahí, si no me interpretan mal, la exquisita arbitrariedad e irresponsabilidad
de este amor. No tengo la obligación de ser amigo de nadie, y ningún ser humano
en el mundo tiene el deber de serlo mío.
No hay exigencias, ni la sombra de necesidad
alguna. La amistad es innecesaria, como la filosofía, como el arte, como el
universo mismo, porque Dios no necesitaba crear. No tiene valor de
supervivencia; más bien es una de esas cosas que le dan valor a la
supervivencia».
Asegurado lo cual, puede nuestro autor concluir: «Este
amor, libre del instinto, libre de todo lo que es deber, salvo aquel que el
amor asume libremente, casi absolutamente libre de los celos, y libre sin
reservas de la necesidad de sentirse necesario, es un amor eminentemente
espiritual. Es la clase de amor que uno se imagina entre los ángeles. ¿Habremos
encontrado aquí un amor natural que es a la vez el Amor en sí mismo?» .
Aplacemos la respuesta a este interrogante, para considerar brevemente lo que
se nos sugiere acerca del eros. «Entiendo por
“eros” —escribe Lewis— ese estado que
llamamos “estar enamorados”; o, si se prefiere, la clase de amor “en el que” los enamorados están». A lo que
agrega, explicitando y precisando lo que en la breve descripción propuesta se
encontraba implícito: «La sexualidad forma parte de
nuestro tema solo cuando es un ingrediente de ese complejo estado de “estar
enamorado”.
Que esa experiencia sexual pueda producirse sin eros, sin estar enamorado, y
que ese eros incluye otras cosas, además de la actividad sexual, lo doy por
descontado. Si prefiere decirse de otra manera, estoy investigando no la
sexualidad que es común a todos nosotros y las bestias, o enteramente común a
todos los hombres, sino una variedad propiamente humana de ella que se
desarrolla dentro del “amor”, lo que yo llamo eros».
Podríamos nosotros calificarlo como amor sexual, aunque la expresión no es muy
agraciada, siempre que subrayáramos convenientemente los dos elementos que la
componen: la intervención de la sexualidad, sin la que careceríamos del
elemento discriminador respecto a otros tipos de amores; y la configuración
estricta como amor, en su sentido más propio, sin la que el eros de ninguna
manera sería humano ni perfectivo.
Hasta aquí Lewis. O, mejor, lo que me ha parecido oportuno transcribir de sus
riquísimas observaciones. Lo que sigue es ya elaboración personal, previa en su
mayor parte a la lectura de Los cuatro amores, pero que creyó encontrar en este
libro una confirmación enriquecedora.
Si prescindimos de momento del eros, al que habremos de atender en el próximo
apartado, nos parece advertir, como elemento que diferencia el afecto y la
amistad, una inicial contraposición entre lo natural y lo libre.
El afecto sería el amor instintivo y necesario, que se despliega naturalmente
en el ser humano; mientras la amistad resultaría engendrada, formalmente, por
una decisión espiritual y voluntaria.
No descubro ningún mediterráneo si recuerdo que esta oposición presenta raíces
clásicas. Se encuentra ya prefigurada, con distintos matices, en San Agustín o
en Santo Tomás, por referirme a las dos figuras cumbre de la especulación
cristiana.
La volvemos a descubrir, muchos siglos más tarde, en Pascal y en Kierkegaard. Y
ha sido analizada certeramente, en nuestros tiempos, entre otros, por Carlos
Cardona.
Santo Tomás, en concreto, habla del amor natural como de aquel que deriva del
fondo ontológico más íntimo de cualquier realidad existente, personal o
infrapersonal. Este tipo de amor no solo sería común al ángel, al ser humano y
al animal irracional, sino también a las realidades inferiores: las plantas e incluso los seres inertes. Para la
mentalidad contemporánea, resulta extraño hablar de amor en un vegetal o un
mineral.
Pero la cuestión empieza a esclarecerse si entendemos ese amor como impulso al
mantenimiento del propio ser, que es el bien fundamental de todo lo que existe.
Ese estímulo se configura activamente en los animales como instinto de
conservación y, en las realidades más bajas, como simple resistencia pasiva a
ser destruido.
Si nos fijamos en los animales, donde la cuestión se observa con mayor
claridad, junto a la tendencia a guardarse a sí mismo, advertimos en muchos
casos una inclinación, también instintiva, a proteger y promocionar a los demás
miembros de la propia especie, particularmente a los que se encuentran ligados
a cada uno por lazos de sangre: la prole.
Quizás esto ayude a entender por qué, para Tomás de Aquino, el fundamento del
amor natural lo constituye la atracción o afinidad de lo semejante respecto a
lo semejante; y a comprender también los motivos de que la expresión
paradigmática de semejante afecto sea el amor natural de sí: ya que, como es
obvio, en tales circunstancias la similitud es máxima, hasta el punto de
transformarse en identidad.
Estas sencillas observaciones conducen a concluir que, en definitiva, el punto
de referencia del amor natural, para cada uno, es uno mismo: todo lo demás se
quiere en la proporción exacta en que se relaciona con uno. ¿Qué juicio merece semejante género de amor? ¿Cómo hay
que valorarlo? Tratándose de una inclinación natural, en la acepción más
clásica del término, no puede en ningún caso conceptuarse de forma negativa: de hecho, el amor natural representa la base y como la
entraña de la dinámica vital de los seres inferiores.
Pero en el hombre, cuando las dimensiones del amor de sí se radicalizan,
convirtiéndose en perspectiva única y absoluta, lo natural deviene de algún
modo infranatural: la condición de persona, por la
que el ser humano se eleva infinitamente sobre los animales y plantas, no puede
expresarse de manera adecuada a través de aquello que, como el amor natural,
equipara y nivela al espíritu con la creación material estricta.
Por eso, y como antes sugería, cuando la persona absolutiza el amor natural de
sí, transformándolo en fundamento y punto de referencia de cualquier otro
querer, en amor propio, el egoísmo resultante «endurece»
o «petrifica» al espíritu, le resta
libertad, y acaba por reducirlo a la condición infrapersonal de cosa.
Hay, para el hombre, amores más altos. En efecto, junto al amor natural, y
exclusivo ahora de los seres personales, encontramos el amor que radica en la
voluntad libre en cuanto libre, o amor electivo. También se lo conoce como «dilección» —de diligere, relacionado con
eligere—, por cuanto en cierto sentido deriva de una elección voluntaria.
Mas siendo la voluntad una facultad abierta al bien como bien, al bien
formalmente considerado; y equiparándose lo bueno con el ente, con lo que tiene
ser en cuanto que lo tiene y en cuanto que ese acto primigenio ha conquistado
un cierto nivel de desarrollo perfectivo; por ambos motivos, decía, el amor
voluntario o espiritual no presenta ya como fundamento la semejanza entre lo
querido y quien lo ama, sino la perfección intrínseca, constitutiva, del ser
amado: aquello por lo que, en su misma raíz, es
bueno.
El amor electivo quiere al otro por él, por su íntima perfección, con
independencia de que semejante bondad reporte a quien lo ama un beneficio, una
utilidad o un placer. Quien ama con amor electivo quiere al otro por su
condición personal, por su consistencia intrínseca configuradora: y, en este sentido, en su calidad de otro (que
corresponde, como sabemos, a su índole estricta de ente). De ahí la
conocidísima definición de la Retórica de Aristóteles: amar es querer el bien
para otro en cuanto otro.
No creo necesario afirmar que ni el amor natural ni el electivo suelen darse
entre los hombres en estado puro: tan íntima es la
penetración recíproca del cuerpo con el espíritu.
Huelga, por tanto, decir que lo que aquí califico como amor natural no se
identifica sin reservas con el afecto descrito por Lewis, ni tampoco el amor
electivo con la amistad. Pero no deja de ser cierto que es en estos tipos de
amor donde aquéllos se encarnan de manera prioritaria: con
las salvedades y puntualizaciones que serían del caso, cabe sostener que el
afecto —de la madre por sus hijos, o de los hermanos entre sí, pongo por caso—
encierra la más alta proporción de amor natural, y que la dosis más elevada de
amor electivo se incorpora, en sus variadas formas, a lo que solemos denominar
amistad. Las reflexiones que siguen tienen como fundamento esclarecedor
estas correspondencias.
Teniéndolas a la vista, parece obvio que, si consideramos los dos géneros de
amor a que nos venimos refiriendo tal como se dan en las criaturas, el amor
electivo toma claramente la delantera respecto al amor natural. Constituye una
encarnación más plena del amor.
El amor radicado en la libertad es amor en sentido más propio que el simple
afecto: es más y mejor amor. Y por eso es en su ámbito donde se juegan, en fin
de cuentas, la vida y el crecimiento personales del individuo y donde tiene
lugar la cualificación ética.
Si puede afirmarse que un hombre o una mujer valen lo que valen sus amores,
esta verdad tiene vigencia, sobre todo, en los dominios del amor formalmente
enraizado en la libertad. El amor natural de sí y los afectos que de él
derivan, precisamente por su índole natural, instintiva o necesaria, no
encierran la capacidad de discriminar y establecer la categoría moral y
ontológica de una persona en su misma entraña personal.
¿Y en Dios?, cabría preguntar ahora. Como ya
antes sugería, la distinción a que venimos aludiendo, y cualquier otra comparable
con ella, se encuentra en Él desprovista de sentido. En el Absoluto, en cuanto
Amor subsistente, no se da «fragmentación de
amores».
Todos los incluye, en unidad indiferenciada, en ese único Acto que configura
íntimamente a la Trinidad. Todos, aunque a primera vista no lo parezca. Y así,
si prescindimos de la Encarnación del Verbo y consideramos a Dios en cuanto
Dios, no cabe afirmar que en El haya pasiones, emociones o sentimientos:
hablando con el rigor de la mejor tradición al respecto, estos fenómenos son
exclusivos del hombre, por cuanto llevan consigo una conmoción y una alteración
de sus dimensiones corpóreas. Pero el Amor espiritual de Dios —que se
identifica con su Ser subsistente y absolutamente simple— incluye toda la
riqueza que al amor humano le procura la afectividad (espiritual, psíquica y «sensible»).
Y, como es evidente, elevada a una potencia infinita y sin las «desventajas» que los sentimientos pueden
presentar entre los hombres. Hablando en puridad estricta, Dios —en cuanto tal—
no tiene «corazón».
Pero cuanto este término supone de ternura, calor, acercamiento entrañable,
comprensión, mimo, misericordia, empatía, etc., lo encontramos en el Amor
divino enriquecido y sublimado hasta límites inenarrables; o, mejor, sin ningún
tipo de límites: en la sobreabundancia infinita de un Amor, que también es
infinito Cariño.
Como consecuencia de la inefable integridad de su Ser subsistente, el Amor
divino encierra, en impensable plenitud superadora, la enjundia y perfección
que entre nosotros se disemina en las distintas subespecies del amor.
b) La integración humana de los amores. El
hombre no puede alcanzar nunca semejante apogeo. Pero, creado a imagen y
semejanza del Absoluto, debe esforzarse por intensificar en sí la huella
enriquecedora de su Principio, acercándose más y más a Quien también constituye
su Fin último.
En el plano que nos ocupa, todo ser humano ha de tender a encarnar la
perfección del Amor divino mediante lo que podríamos calificar como una
integración sublimadora de los amores. ¿A dónde apunta
esta expresión?, ¿cuál es su significado básico?
En primer término, se trataría de intensificar en lo posible los propios
vínculos de amor, multiplicando progresivamente los términos de ese cariño. Con
palabras más claras: todo ser humano ha de intentar convertir en destinatario
privilegiado de su propio amor, después de las Personas divinas, al conjunto
íntegro de los seres personales, cada uno según su condición y rango. Debe
esforzarse por amar, ordenadamente, y en expresión de Carlos Cardona, a cada
una de todas las personas que componen el universo.
Pero se trata también —y este es el punto que ahora nos interesa, por afectar
de manera más inmediata a la familia, cuyo número de componentes es siempre
limitado— de conjugar, en una misma persona, los distintos géneros de amor que
de manera sumarísima vengo exponiendo. Por poner un ejemplo, que no encierra
más pretensiones que la de ilustrar la doctrina que intento sugerir: el amor natural que los padres ofrecemos a nuestros hijos
por ser nuestros, necesita ser reduplicado y enaltecido por la intervención
libre de la voluntad, que descubre en cada uno de ellos un bien de categoría
excelsa: una persona, un interlocutor irrepetible del Amor divino, creado a Su
imagen y semejanza, y merecedor por tanto de todo nuestro amor electivo.
Permítaseme descender más a los detalles. Las horas que un padre o una madre
pasan «contemplando» al hijo o la hija recién nacidos, durante los primeros
meses de su vida, pueden —¡y deben!— tener
un efecto enriquecedor del propio amor.
En esos ratos de silencio contemplativo, es difícil que un padre no se admire
ante la maravilla que supone que esa nueva criatura, dotada ahora de limitada
pero radical autonomía, provenga efectivamente del abrazo amoroso con que, hace
algunos meses, los dos esposos lo engendraron.
Sin hacerlo explícito, a ese padre le asombra que el nuevo retoño constituya
una síntesis viva de él y de su mujer: y este,
obviamente, es el fundamento de su amor natural hacia el hijo, advertido como
fecunda prolongación de su propio ser.
Pero hay más. Cualquier padre vislumbra con pasmo la desproporción entre el
gesto de íntima unión nupcial que llevaron a cabo y la tremenda envergadura
ontológica del «efecto» surgido de esa
comunión: un ser con personal e irrepetible
vocación de eternidad. Con otras palabras: lo
que provoca la más radical estupefacción en los padres es la conciencia —quizá
no expresa, pero siempre operativa— de que, además de conjugar en uno la propia
realidad de los cónyuges, cada nuevo miembro de la familia es también síntesis
del Amor de Dios, que pone el alma y, con ella, el estricto ser personal.
En consecuencia, y enfocando la cuestión desde una perspectiva estrictamente
complementaria, nos podríamos preguntar: ¿qué es lo
que suscita mayor estupor en los padres que saben «perder el tiempo» mirando
durante horas a su hijo, «andándose con contemplaciones»? Sin duda
alguna, los barruntos —no siempre explícitos, pero certeramente presentidos— de
la auténtica novedad de ser que el hijo representa, y en la que radica
terminalmente su índole absoluta de dádiva, de don.
De un ser, decía, poseído en propiedad privada , como corresponde a cualquier
persona, y concedido por Dios con carácter irrevocable para que ¡esa
criaturilla de dos meses, tan frágil! acabe gozando de todo un Absoluto por la
eternidad sin fin.
Es decir, si se advierte la cuestión con mirada metafísica, lo que más
maravilla es que el hijo sea radicalmente otro, persona: una persona que, por libérrima decisión de Dios, se
pertenece a sí misma, y goza, junto con una eminente dignidad y como principio
radical de ella, de un destino eterno de plenitud en el Ser. Y este,
como también puede colegirse, es el cimiento de todo amor electivo.
Los ratos de recogimiento junto al hijo que duerme no son, pues, tiempo
perdido. Encierran, si cabe, un germen de máxima actividad, de la actividad más
noble.
En ellos se ponen los fundamentos para que el aprecio natural a la prole, un
afecto que cabría denominar cuasi biológico, se enriquezca hasta alcanzar las
cumbres del amor propiamente electivo o, si se prefiere, de la más genuina
amistad.
Que es, no se olvide, una de las tareas primordiales de la familia: de esa
institución de personas en cuanto personas, que encuentra la raíz de su poder
personalizante en el amor.
Pues, en efecto, quienes se encuentran ligados por un afecto natural han de
llegar a ser auténticos y verdaderos amigos; mientras no conquisten esas cotas,
no habrán conducido a su plena madurez el amor recíproco: ese amor, reitero,
capaz de elevar al sujeto humano al cumplimiento de su ser personal.
Me parece que no fuerzo su sentido literal al interpretar dentro de este
contexto las definitivas palabras plasmadas por Juan Pablo II en la Familiaris
consortio: «La comunión conyugal constituye el
fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión de la familia,
de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de
los parientes y demás familiares.
»Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la sangre y se
desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el
instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu:
el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la
familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la
comunidad familiar».
Insisto: la contraposición aludida entre unos
vínculos naturales y otros nexos espirituales, más profundos y ricos, anima a
establecer una de las leyes más fecundas de la vida familiar. En otro lugar he
dejado constancia de la trabazón indisoluble y constitutiva que liga a las tres
realidades designadas por los términos «familia»,
«amor» y «persona».
La doy aquí por supuesta. Pero, entonces, afirmarse una familia como familia
equivale a hacer crecer el carácter estrictamente personal de los miembros que
la componen: lo que a su vez significa, desde la
perspectiva ahora adoptada, enriquecer el amor natural con el vigor enaltecedor
del amor electivo, e incrementar incesantemente la cualidad y la entraña de
este nuevo amor integrador y más pleno.
Se trata, en fin de cuentas, de «acumular» amor
y mejorarlo. Ese es el punto de vista definitivo a la hora de esclarecer la
naturaleza más íntima de la familia.
Como recuerda tajantemente Juan Pablo II, «en una perspectiva que además llega
a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido
de la familia son definidos en última instancia por el amor.
Por esto la familia recibe la misión de custodiar,
revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de
Dios por la humanidad y del amor de Cristo por la Iglesia su esposa».
Volviendo a mi propio planteamiento, ¿no cabría
expresar el «teorema» de la integración de amores de manera más sencilla? Sí,
y también más práctica. Si una familia mejora en la medida en que en ella se
instauran relaciones más exquisitamente personales, y si la persona debe
definirse como principio y término de amor, quienes la componen tendrán que
esforzarse de continuo para elevar la categoría de su amor mutuo. Hasta aquí ya
habíamos llegado.
Pero ese incrementar la calidad del recíproco querer tiene una traducción muy
concreta, que, después de cuanto llevamos visto, espero se presente grávida de
resonancias.
En concreto, esa «trascripción» permite
entender que uno de los ideales más relevantes de los padres que aspiran a
encarnar la plenitud de su condición de origen, fundamento y motor del propio
hogar, para conducirlo a su plenitud terminal, cristalice en un fundamental
propósito: llegar a ser auténticos amigos de sus hijos… y ser, también,
auténticos amigos entre sí.
Representando la amistad, como antes veíamos, la manifestación más cabal del
amor electivo —de ese amor que quiere al otro en cuanto otro, por su condición
estricta de persona—, ninguna familia conquistará su plena entraña de ámbito
interpersonal —de esfera en la que se vive formal y acabadamente como personas—
mientras al amor natural de quienes la integran no se sume un genuino y eficaz
amor electivo.
O, trasladándolo a términos más asequibles: mientras
el afecto no se vea enriquecido y transformado por la presencia enaltecedora de
la amistad.
Afirmado este extremo, un par de puntualizaciones parecen necesarias. La primera
deriva de algo ya sabido: que el punto de
referencia último de todo amor natural es uno mismo, la persona que experimenta
ese afecto.
En este sentido, y como vengo repitiendo, el cariño que naturalmente surge en
un matrimonio hacia sus hijos deriva del hecho de que cada uno de ellos
constituye una especie de prolongación de los cónyuges.
Pero esta, evidentemente, no es «la verdad» más
radical de ningún ser humano. Porque mucho más decisiva que la real
contribución de los padres en la generación del nuevo vástago, resulta la
intervención creadora de Dios que lo constituye como persona: autónoma, consistente, con un ser poseído en propiedad
privada, y relacionada por ello —más allá de la realidad de los padres— con la
Trinidad personal que la destina a participar de Su amor imperecedero.
En consecuencia, la condición personal del hijo no se encuentra primordialmente
definida por su simple pertenencia a la raza humana; como explica Carlos
Cardona, siguiendo en esto sugerencias de Kierkegaard, las auténticas
coordenadas de la persona la configuran como «alguien
delante de Dios y para siempre».
El bien personal del hijo no estriba ni se consuma, por tanto, en la relación
que lo liga a sus padres, sino en la referencia constitutiva a Dios, como su
Origen y su Fin.
No es fácil pasar por alto las enormes repercusiones prácticas de esta verdad,
en el campo de la educación. Me comentaba no hace mucho un amigo que los padres
«siempre corregimos a nuestros hijos por amor». Desde determinado punto de
vista, esta afirmación ostenta incluso visos de tautología.
Porque, efectivamente, solo lo que se presenta como bien tiene capacidad para
mover a la voluntad humana y, con ella y desde ella, engendrar cualquier tipo
de operaciones. En ese sentido, el amor constituye, forzosamente, el móvil
definitivo de toda actuación humana. Pero la clave no se encuentra ahí. Lo
decisivo es determinar el tipo de amor que nos mueve en cada caso.
Porque si reprendo al hijo porque me molesta o está colmando mi capacidad de
aguante; porque, de manera más o menos encubierta y mejor o peor explicitada,
me está haciendo quedar mal ante mis amistades; o incluso porque me enerva el
que no posea la bondad y perfección que sinceramente yo deseo para él; en todas
estas circunstancias y en muchas otras que una casuística incluso reducida
podría presentar, lo que me está impeliendo a obrar es el simple amor natural
hacia la prole y, en radical instancia, el amor más o menos encubierto hacia mí
mismo.
Pero no, desde luego, el amor electivo que considera al hijo como persona, en
su auténtica, constitutiva y radicalísima índole de otro.
(Curiosamente, este no haber sabido hacer el amor hacia
nuestros hijos lo suficientemente desprendido, de modo que nuestro yo no
cuente, genera en los padres buenos y bien intencionados —y con más frecuencia
todavía en aquellos empeñados en tareas de orientación familiar o, en cualquier
caso, realmente ocupados en la educación de sus hijos—, sentimientos de culpa,
de dolor, desasosiego y desesperanza… que la purificación definitiva de su amor
—querer al otro en cuanto otro, es decir, buscando exclusivamente su bien, sin
implicarse personalmente de manera errónea— ayudaría sin duda a evitar.)
Educar movido por un auténtico amor hacia el hijo supone, entonces y en primer
término, esforzarse por descubrir cuál es, en concreto, el proyecto perfectivo
que lo colma —a él, en su calidad irrepetible— como persona. Y, después,
ignorar nuestro propio yo, excepto en la medida concreta en que tenemos que
ponerlo a su servicio, para que él pueda elevarse hacia la perfección a que se
encuentra llamado.
Y como esa plenitud se define, en todos los casos, por la relación que lo
remite amorosamente al Absoluto, la clave definitiva de la entera educación, el
bien radical que perseguimos para nuestra prole, no puede ser otro que el de
incrementar su capacidad de amor: a Dios y, por Dios, al conjunto de sus
semejantes (también para aprender a querer a Dios).
Esta es la meta: enseñar a cada nuevo retoño a
querer, a olvidarse él también del propio yo, para buscar, de manera cada vez
más eficaz y efectiva, el bien del otro en cuanto otro. Ponerle en
condiciones de ser un auténtico amigo de sus amigos, entendiendo la amistad,
según venimos haciendo, como la culminación del amor electivo o propiamente
espiritual.
Evidentemente, y esta es la segunda puntualización que pretendía exponer, ese
enseñar a querer con auténtico amor de amistad, de benevolencia, tiene su
primera aplicación en el ámbito de la familia: entre
hermanos, entre los hijos y sus padres, y entre todos los demás integrantes de
la institución familiar. Pero aquí conviene añadir una advertencia, que
mantiene todo su vigor también en las restantes circunstancias.
Parece obvio que la integración de amores a que vengo aludiendo ha de realizarse
siempre presentando como su motor y más auténtico artífice al amor voluntario o
electivo. De lo que se trata, en primer término, es de elevar las distintas
manifestaciones de la estima entre los hombres, hasta hacerlas participar, a
todas, de las excelencias del amor radicado en la libertad.
Pero enaltecerlas no significa suprimirlas. Dentro de la familia, en concreto,
la amistad conquistada de ningún modo ha de suplantar al afecto. Debe, sí,
enriquecerlo, atrayéndolo a la propia esfera de influencia. Pero por más amigos
que sean entre sí —y la aspiración es que lleguen incluso a ser los mejores
amigos—, padres e hijos han de conservar siempre la relación jerárquica que los
une y que deriva, en fin de cuentas, del hecho fundamentalísimo de que los
primeros han contribuido irreemplazablemente a la instauración en el ser de los
segundos.
La veneración que esto lleva consigo, y que técnicamente se conoce como piedad,
jamás ha de ser eliminada en aras de una amistad igualadora y homogeneizante.
Por otra parte, la presunta pureza del amor electivo que configura a la amistad
no debe hacer desaparecer, sino ennoblecerlas, a las tan peculiares
manifestaciones de cariño que originan los vínculos de sangre: lo que, en el
mejor sentido del vocablo, suele conocerse como «familiaridad».
Y esto nos permite apelar, siquiera sucintamente, a algunas otras de las
exigencias de la integración amorosa. Porque, lógicamente, cuanto llevo dicho
no agota su campo de aplicación.
Trascendamos por un instante la esfera de la familia de sangre para advertir
que, en un sentido parcialmente contrario al hasta ahora considerado, también
el amor voluntario y libre de los amigos —y el de las familias de vínculo
sobrenatural— habrá de aspirar a enriquecerse con las manifestaciones de afecto
que surgen de manera espontánea entre los miembros de un mismo hogar natural.
Y el amor a Dios, por aludir siquiera a un caso singularísimo, tendrá que verse
adornado por el cúmulo de propiedades que competen a todos y cada uno de los
posibles amores entre personas. Quizás esos caracteres requieran una
«corrección»; pero han de estar presentes. Todos. En el amor más egregiamente
espiritual que pueda pensarse, hay que saber también poner el corazón.
III. EL MATRIMONIO,
FUNDAMENTO Y ORIGEN DE LA FAMILIA
a) La cualidad del amor conyugal. Cuanto vengo afirmando adquiere un relieve particular
en el interior del matrimonio, objeto prioritario de nuestra atención en estos
momentos. Sea cual fuere el origen histórico de su recíproco querer, quienes se
encuentran unidos por el vínculo conyugal han de luchar por alimentar su
cariño, hasta hacer confluir en él los distintos géneros de amor.
Al eros, que representa su núcleo discriminador, y al que enseguida habremos de
atender, tienen que saber sumar todas las manifestaciones del amor natural, o
afecto, y del amor electivo o amistad. La presencia del eros, impensable en
cualquier otro contexto, confiere una especial posibilidad de plenitud a la
integración del amor conyugal, y dota de una particularísima tonalidad a cuanto
en él se incluye.
Pero sin semejante integración, sin aunar el efecto vigorizador de las diversas
clases de amores, y sin la presencia primordial de un auténtico amor electivo,
de amistad o benevolencia, nadie puede encontrar la plena realización como
persona dentro del matrimonio… ni ser feliz gracias a su condición de esposo o
esposa.
Entre otras muchas cosas, también esto último era afirmado por la Humanae
vitae, cuando definía la relación entre los cónyuges como «una forma singular de
amistad personal, con la cual los esposos comparten generosamente todo, sin
reservas indebidas o cálculos egoístas».
Juan Pablo II, en la Familiaris consortio,
apela más directamente a la integración de amores, aunque, como es normal, sin
utilizar semejante expresión. Si no olvidamos que el efecto primordial, e
incluso la misma esencia del amor, es identificar a quienes se aman, puede
entenderse que el objetivo primordial del matrimonio, en cuanto «totalización» de amores, implique que los esposos
«cada día progresen hacia una unión cada vez más
rica entre ellos, a todos los niveles: del cuerpo, del carácter, del corazón,
de la inteligencia y voluntad, del alma» .
Los testimonios en este mismo sentido podrían multiplicarse sin dificultad. Me
limitaré a aducir dos de ellos. El primero es de naturaleza literaria. En el
Mon Faust, alcanzada ya la cima de la propia trayectoria humana, Paul Valéry
hace decir a su protagonista: «¡Oh Lust, tú eres la
que yo había elegido! Sí, me amas porque tenías que amarme (…). Veo en esto
demasiado claro, ¡ay!, demasiado claro.
Nada humano miente ya. Mas para ti tengo el
sentimiento total; entiéndase, total; soy tu padre y tu esposo. Me siento, a
veces, tu hijo. Soy tu maestro, Lust, y eres tú la que me enseñas la única cosa
que ni el saber, ni el crimen, ni la magia me han enseñado .
Ya en la vida real, y mucho más cercanas a nosotros, encontramos unas palabras
que reproducen casi literalmente los sentimientos de Valéry, y que tantos
maridos podrían confirmar con su propia experiencia. Escribe Clive Staples
Lewis, en Una pena observada: «Una buena esposa
¡contiene en su entraña a tantas personas! ¿Qué es lo que no era H. para mí?
Era mi hija y mi madre, mi alumna y unión entre esas personas, mi camarada de
fiar, mi amigo, mi compañero de viaje, mi colega de “mili”.
Mi amante, pero al mismo tiempo todo lo que ha podido ser para mí cualquier
amigo de mi propio sexo (y los he tenido buenos). Tal vez incluso más (…).
Salomón llama Hermana a su novia. ¿Pudo ser una
mujer esposa cabal sin que en algún momento, bajo un peculiar estado de ánimo,
un hombre no se sintiera inclinado a llamarla Hermana?».
No, no pudo. Pero, en primer lugar, fue esposa. Y si no, no hubiera desempeñado
los restantes papeles con esa especialísima plenitud e intimidad con que el
cónyuge es capaz de hacerlo.
Quiero decir con esto que lo que venimos calificando como eros representa por
lo común el punto de partida y, en cierta medida, el núcleo del maravilloso y
tan jugoso misterio del amor conyugal. Por eso el eros reclamaría ahora nuestra
atención.
Pero, por exigencias obvias de espacio, la retendrá únicamente en cuanto
semejante amor presenta unas posibilidades de intensificación perfectiva
excepcionales, que lo tornan incomparable con cualquier otro de los afectos
humanos.
Sin pretender ni de lejos agotar el tema, lo consideraré desde la perspectiva
abierta por las consideraciones que he venido haciendo en este mismo trabajo.
El punto de partida es la real complementariedad entre varón y mujer en su calidad
de personas sexuadas.
Está claro que esa propiedad no privilegia unilateralmente a ninguno de los dos
sujetos en juego: tanto necesita la mujer al varón
cuanto el varón a la mujer; y tanto completa el uno a la otra como la otra al
uno.
Desde este punto de vista, y aun cuando la cuestión requeriría puntualizaciones
por ahora imposibles, cabría sostener que la relación, la «referencialidad», y
la realidad que surge de su cumplimiento, resultan de alguna manera previas,
con prioridad de naturaleza, a (la plenitud de) las personas que conforman esa
nueva unidad. Cosa por otro lado no tan extraña, si tenemos en cuenta que, en
su comunión recíproca, marido y mujer encarnan, participada y lejanamente, la
plétora unipersonal del Padre, precisamente como Padre.
Atendiendo más en concreto a la excelsa cualidad, única e irreiterable, del
amor entre los cónyuges, si quisiéramos resumir en pocas líneas su privilegiada
grandeza, habría que decir que este tipo de cariño admite y exige una síntesis
inigualable y muy fecunda del amor natural y el electivo: la más honda y feraz
fusión de afecto y amistad. Veamos por qué.
Un análisis de la naturaleza del eros, interpretado según los moldes clásicos,
nos induce a advertir que, en la proporción exacta en que se constituyen como
personas complementarias, el marido representa el bien de la esposa, y la
esposa el bien del marido. Un bien que, en ambos casos, conduce a cada uno de
los cónyuges a su plenitud de personas sexuadas, a su condición acabadamente
humana, imagen cabal y propia —¡en su conjunción!— de la índole personal del
Absoluto.
En lo conyugable, como gustan decir los matrimonialistas, ella se configura
como el bien de él, y él conforma el bien de ella. Mediante el amor, por tanto,
cada uno se incorpora y pasa a formar parte integrante, constitutiva, del otro.
Y aquí es donde entra en danza la calidad y la categoría de los amores. Porque
si yo considero a mi esposa como mi bien, y la quiero por este motivo —porque
me completa y conduce a plenitud—, lo que estoy poniendo en juego son los
resortes del amor natural hacia mí mismo. A ella la amo por mí y, en este
sentido, es a mí a quien, en fin de cuentas, amo.
La cuestión no tiene por qué ser conceptuada negativamente. Ya advertimos que
el amor natural, justo por su carácter natural, y siempre que se mantenga
dentro de los justos límites, es bueno.
Además, y según sugería, en este caso el afecto alcanza un particular apogeo,
precisamente porque, en cuanto estricto complemento recíproco, mi cónyuge se
configura de forma originalísima como parte de mi yo. A este respecto se ha
dicho, y la afirmación encierra una honda verdad, que el marido no ama a la
mujer como a sí mismo, sino con el propio amor de sí: el
afecto con que la quiere es numéricamente idéntico a aquel con que se estima a
sí mismo. Puesto que ella, de manera misteriosa pero más real que en
ningún otro caso, es él (y viceversa).
Pero —antes lo insinuaba— también dentro del matrimonio hay amores más altos.
Ningún cariño es propia y terminalmente humano mientras el otro no sea querido
en cuanto otro, por su intrínseca perfección. Poco sabe de amores quien se
empeña empecinadamente en conjugar las distintas modulaciones de su yo; al
contrario, el amor electivo surge en la proporción exacta en que se instaura de
forma absoluta la primacía del tú.
Por eso, remedando lo que escribí en otros lugares acerca del cariño en
general, podría añadirse que el amor conyugal auténtico, electivo, no brota
hasta que cada uno de los esposos, tras descubrir la maravillosa aventura
perfectiva a que se encuentra llamado el otro en cuanto varón o mujer, no
comienza a exclamar con los hechos: «vale la pena que me ponga plenamente a tu
servicio para que tú alcances ese cúmulo de plenitud a que has sido convocado
(convocada)». O, traduciéndolo a nuestra terminología: el
matrimonio no será fruto de genuino amor electivo en tanto la entrega no derive
de considerarse a uno mismo como bien del otro cónyuge. Solo entonces lo querré
efectivamente en cuanto otro (en cuanto otra) y buscaré de verdad su
perfección.
Lo grandioso de esta perspectiva es que, desde ella, cabe reconquistar con
creces, elevadas a un plano más alto, todas las riquezas del amor natural de
sí. Porque en verdad yo soy el bien de mi cónyuge, y en la medida en que
aprendo a descubrirme como tal, se instaura la estricta y amable obligación de
quererme renovadamente a mí mismo, pero justo en mi calidad de otro.
Más en concreto: en cuanto soy el tú que colma a
ese tú a quien me he entregado: el tú del tú al que amo (y, en definitiva,
siempre, el tú del Tú que me ama, Dios). He aquí la perfecta síntesis,
inigualable en virtud de la complementariedad de sus protagonistas, entre amor
natural y amor electivo.
La exposición del asunto pudiera parecer excesivamente dialéctica y, en este
sentido, artificial. Pero constituye el pan de cada día de las personas que se
aman.
¡Cuántos cónyuges, aceptando sin reservas por lo
que a ellos se refiere su inminente fallecimiento, no habrán exclamado con
total sinceridad: «no, si a mí no me importa; por lo que me preocupa,
exclusivamente, es por vosotros»!
Para ilustrar gráficamente este asunto, suelo acudir a algo que por desgracia,
y acaso significativamente, hoy se encuentra bastante en desuso.
Hace algunos años, cuando empezaron a proliferar en España los automóviles
utilitarios, no era infrecuente ver en su delantera, junto al cuadro de mandos,
una plaquita con la inscripción: «Conduce con
prudencia, piensa en tu mujer». Se trataba de una manifestación ingenua, pero
reveladora, de lo que es quererse en cuanto otro o, si se prefiere, en virtud
del amor al otro.
A menudo lo explico diciendo que, en un primer
momento, aquel a quien va dirigido el aviso se encuentra del todo ausente,
apenas si se lo tiene en cuenta. No se le recomienda que actúe con cuidado
porque es «un sujeto irrepetible, dotado de la eminente dignidad que
corresponde a la persona».
No se hacen tal tipo de consideraciones. Y, sin embargo, de hecho, se afirma la
valía del individuo en lo que tiene de más estrictamente personal: en cuanto
principio y término de amor. Porque el deber de protegerse de nuestro presunto
conductor deriva íntegramente de su condición de bien de la persona a quien
quiere: es decir, en cuanto es término del amor de
su mujer; pero a su vez, se configura sin cesar como bien de ella precisamente
porque la ama: por ser principio de amor. De donde se deduce que una
persona solo se cumple como tal en la medida en que se quiere a través de otra:
como tú del tú amado.
b) Conclusión: la calidad del amor familiar. La fórmula «familia de fundación matrimonial» expresa
sucintamente un cúmulo de definitivas verdades. De manera explícita o
implícita, las recogen estas palabras de la Familiaris consortio: «Según el designio de Dios, el matrimonio es el
fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que la institución del
matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de
la prole, en la que encuentran su coronación».
Pecaría de grosera superficialidad quien pretendiera reducir el alcance de
estas líneas a la afirmación, sin duda innegable, de que los hijos «suelen» venir al mundo como descendencia de dos
personas unidas en matrimonio.
Por el contrario, la primera evidencia deducible del texto magisterial es que
esos hijos, para ser engendrados como personas, deben resultar concebidos en un
contexto conyugal.
Además, su índole personal postula que lo sean, efectivamente, como fruto de un
acto de amor entre sus padres. Se nos sugiere también que ese amor, como
cualquier otro, es constitutivamente fecundo; pero que su fecundidad reviste en
este caso la modalidad que cabría denominar «onto-génica»,
por cuanto es el origen de nuevos seres; y por consiguiente, que al
sofocar artificialmente esa peculiar fecundidad, se ponen todos los medios para
matar de raíz el propio afecto entre los cónyuges.
A lo que el párrafo añade, también de manera expresa, que la función de los
padres no concluye cuando traen los vástagos al mundo, sino que deben ayudarles
a conducirse hasta su más lograda condición de personas: los mismos que originan el ser han de contribuir a
conservarlo y elevarlo a su perfección terminal. Se nos recuerda
asimismo que esta promoción educativa es a su vez función directa del amor… y
muchísimas otras cosas.
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