¿Murió, realmente, o sólo estuvo suspendida su vida en aquellos cuatro días?
Por: José Luis Martín Descalzo | Fuente: Vida y
misterio de Jesús de Nazaret
1. EL MISTERIO DE LÁZARO
Detengámonos para preguntarnos por el misterio de esta alma, el más agudo
misterio de cuantos existan. ¿Qué experimentó
Lázaro? ¿Qué significaron para él esos cuatro días... dónde, dónde? ¿Qué fue
para él la vida y cómo cruzó los años después de su regreso?
Desgraciadamente nadie responderá a estas preguntas. Escritores, poetas, han
girado sobre esta misteriosa existencia, pero sólo pueden ofrecernos sus
imaginaciones o aplicar a Lázaro lo que ellos piensan de la vida y de la
muerte.
Luis Cernuda nos contará, por ejemplo, que a Lázaro no le gustó resucitar. Que
al oír la llamada de Jesús:
"hundió la frente sobre el polvo al
sentir la pereza de la muerte. Quiso cerrar los ojos, buscar la vasta sombra", –y que, forzado por
aquella voz que le arrastraba– "sintió de nuevo el sueño, la locura y el
error de estar vivo", –y tuvo que pedirle al Profeta– "fuerza para
llevar la vida nuevamente", –aunque, al menos descubriera que, en
adelante, debería vivir trabajando– "no por mi vida ni mi espíritu, mas
por una verdad en aquellos ojos entrevista ahora".
Hermoso, sí, pero ¿quién nos lo certifica? Para
Jorge Guillén, al contrario, Lázaro no se encontró nada a gusto muerto. Se
encontró harapiento despojo de un pasado, siendo ya, no Lázaro, sino ex-Lázaro,
en un fatal naufragio oscuro. Por eso, cuando Jesús le resucite, le pedirá que
le deje aquí, en la pequeña y dulce tierra de los hombres, y que su cielo no
sea otra cosa que una pequeña Betania, en una gloria terrena. De nuevo, poesía,
sólo poesía.
En realidad nada sabemos de lo que atravesó antes, durante y después, por el
alma de Lázaro. ¿Murió, realmente, o sólo estuvo
suspendida su vida en aquellos cuatro días? ¿Su «segunda» vida fue, en
realidad, una «segunda vida», o una prolongación de
la anterior? ¿Añadió Cristo «un codo más» a su existencia? ¿Y cómo fue ese
añadido? Las leyendas han tejido este segundo «trozo»
de vida de Lázaro, hasta hacerle algunas obispo de Lyon muchos años más tarde.
Pero sólo son leyendas. Tal vez lo único que sabemos -que tenemos derecho a
suponer- es que Lázaro comenzó a vivir «de veras» ahora
que sabía lo que la muerte era. Es decir, que vivió como los hombres todos
deberían hacerlo si se sintieran resucitar cada mañana.
2. LA VERDADERA VIDA
Lo que sí podemos hacer nosotros -aunque San Juan no lo haga expresamente- es
leer esta página a la luz de todo el resto de su evangelio. Para empezar
descubriendo que el concepto de «vida» y el de «vida
eterna» son dos de las ideas claves de todo el cuarto evangelio y
dominan todo el cuadro que éste da de la salvación obrada por Cristo. Como
comenta Wikenhauser la noción de «vida» en
Juan corresponde en importancia a la de «reino de Dios» en los sinópticos. 21
veces aparece en este evangelio la palabra «vida», 15
las palabras «vida eterna».
Según Juan, Jesús es siempre depositario y dispensador de la vida. Hablando de
sí mismo dice que vive, es decir, que posee la vida (6, 57; 14, 19), que tiene
la vida en sí mismo (5, 26), que es la vida (11, 25, 14, 6). Antes de la
encarnación la vida estaba en él (1, 4), él era la palabra de vida, en él está
la vida que nosotros hemos recibido de Dios. Por eso él es la resurrección y la
vida (11, 25), el camino, la verdad y la vida (14, 6). Por eso se designa a sí
mismo como el pan de vida (6, 35-48), como luz de la vida (8, 12), como aquel
que da el agua viva (4, 10-11; 7, 38), el pan vivo (6, 51). Sus palabras son
espíritu y vida (6, 63), palabras de vida eterna (6, 68), porque vivifican,
dispensan la vida. El vino al mundo para darle la vida (6, 33; 10, 10). El comunica
la vida a los hombres de acuerdo con la voluntad divina y por encargo de Dios
(17, 2); Dios les da vida a través de él (1 Jn 5, 11).
Dios es el Padre que vive (6, 57). Él es el único que originalmente posee la
vida y Él quien la comunica. No hay otra vida que la que Dios posee. Los
hombres tienen vida en el Hijo, en su nombre (3, 15; 20, 31). Y esta vida que
el Hijo comunica a los hombres es mucho más que la vida natural, es la vida
trascendente del mundo superior, la vida eterna, un bien en orden a la
salvación, o, para ser más exactos, es la salvación misma, la condición de
quien está salvado. Los hombres realmente vienen al mundo privados de vida,
creen vivir pero están muertos, están en la muerte, y lo están mientras no
reciban vida de Jesús.
A la luz de todo esto, ¿podemos entender mejor lo
sucedido a Lázaro? ¿No será su resurrección, además de un milagro, un paradigma
de todo el pensamiento de Jesús sobre la vida y la muerte? ¿No tiene o puede
tener todo hombre dos vidas, una primera y mortal, y una segunda que se produce
en su encuentro con Cristo? ¿No es todo creyente un Lázaro... que tal vez
ignora que lo es? ¡Ah si todos vivieran su «segunda y verdadera vida» como
debió de vivirla Lázaro!
Pero evidentemente la resurrección del hermano de Marta y María fue sólo un
ensayo. Y tal vez no debiéramos ni siquiera llamarla resurrección. Hay teólogos
que prefieren hablar de «resucitación», para diferenciarla de la verdadera, la
de Jesús. Porque el Lázaro de Betania volvió a morir años o meses después de su
primer «regreso». La segunda vida, o el segundo trozo de su vida, no comportaba
la inmortalidad, que es la sustancia de la resurrección. En Jesús, la segunda
vida fue la eterna, la inmortal, la interminable. En Lázaro, hay que repetirlo,
sólo hubo un anuncio, un ensayo. En todo caso el verdadero y más profundo
milagro de aquel día, más que la misma recuperación de la vida terrena, fue el
encuentro de Lázaro con Cristo. Un milagro, una fortuna, que cualquier creyente
puede encontrar.
3. LAS CONSECUENCIAS
Muchos de los judíos que habían venido a Betania y vieron lo que había hecho,
creyeron en él, pero algunos se fueron a los fariseos y les dijeron lo que
había hecho Jesús. Y desde aquel día tomaron la resolución de matarle (11,
45-54). Esta es la lógica de la raza humana. Como comenta Fulton Sheen: "De la misma manera que el sol brilla sobre el barro
y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro
endureció algunos corazones para la incredulidad y ablandó a otros para la fe.
Algunos creyeron, pero el efecto general fue que los judíos decidieron condenar
a muerte a Jesús".
El apóstol sabe muy bien que los milagros no son remedios contra la
incredulidad. Si Lázaro y sus hermanas hubieran creído hacer algún favor al
triunfo de Cristo, «ayudándole» con un supuesto milagro, habrían demostrado,
entre otras cosas, muy corta inteligencia y mucho desconocimiento de la
realidad. Habrían, en definitiva, acelerado su muerte. Porque los fariseos poco
hubieran tenido que temer de Cristo si éste hubiera sido un impostor. Era el
conocimiento de su poder divino lo que les empujaba a la acción, porque eso era
lo que le volvía verdaderamente peligroso. No niegan sus milagros. Al
contrario: lo que les alarma es precisamente que
hace muchos, y que la gente le seguirá cada vez en mayor número. Estrecharán
el cerco, no porque le crean un impostor, sino porque se dan cuenta de que no
lo es.
Jesús lo sabe. Tenía razón en el fondo Tomás al decir que subir a Jerusalén era
ascender a la muerte. Jesús no sólo se ha metido en la madriguera del lobo,
sino que le ha provocado con un milagro irrefutable. La resurrección de Lázaro
no dejaba escapatoria: o creían en éI, o le mataban. Y habían decidido no creer
en él. Por eso esta resurrección era el sello de su muerte. Pero aún no había
llegado su hora. Por eso señala el evangelista que, después de estos hechos,
Jesús ya no andaba en público entre los judíos; antes se fue a una región
próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem, y allí moraba con los discípulos
(Jn 11, 54).
4. LAS OTRAS LÁGRIMAS
Lo que no podía evitar Jesús era la tristeza. Y no muchos días más tarde sus
ojos volverían a llenarse de lágrimas. Pero de lágrimas esta vez diferentes:
Así que estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día comprendieras los caminos que
llevan a la paz! Pero no, no tienes ojos para verlo (Lc 19, 41). No
tenían ojos, efectivamente. Ante sus ojos se les había puesto la prueba
definitiva: habían visto un muerto de cuatro días levantándose con sólo una
palabra; había ocurrido a la luz del día y ante todo tipo de testigos,
amistosos y hostiles; tenían allí al resucitado con quien podían conversar y
cuyas manos tocaban. Pero su única conclusión era que tenían que matar al
taumaturgo y que eliminar su prueba.
Es por esta ceguera por lo que ahora llora Cristo. Un día, esa ciudad que ahora
duerme a sus plantas bajo el sol, será asolada porque no supo, no quiso
entender. Y serán los jefes de ese pueblo los supremos responsables; los mismos
que acudieron a Betania seguros de que Jesús no se atrevería a actuar ante sus
ojos; los mismos que de allí salieron con el corazón más emponzoñado y con una
decisión tomada. Y Jesús ve ya esa ciudad destruida, arrasada, sin que quede en
pie una piedra sobre otra. Y llora. Porque quiere a esta ciudad como quería a
Lázaro. Pero sabe que si él puede vencer a la muerte y a la corrupción de la
carne, se encuentra maniatado ante un alma que quiere cegarse a sí misma. El es
la resurrección y la vida, pero sólo para quien cree en él. Lázaro, en
realidad, dormía. Su alma no se había corrompido, no olía a podredumbre. Los
fariseos, que horas más tarde regresaban hacia sus madrigueras, creían estar
vivos. Pero sus almas olían mucho peor que la tumba de Lázaro.
(Tomado de "Vida y misterio de Jesús de
Nazaret", III, ED. SÍGUEME)
Hospitalarias del Sagrado Corazón del Padre Menni, en Betanzos, Galicia
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