El problema de la corrupción es un problema de educación. No de instrucción, sino de educación.
Por: Pedro Luis Llera | Fuente: Catholic.net
Una de las mayores preocupaciones que tenemos los españoles radica en los casos
de corrupción que se destapan un día sí y otro también: EREs falsos en Andalucía, el caso Gürtel, Urdangarín, Pujol… Parece
que no hay partido político que no esté salpicado por corruptelas y choriceos
de todo tipo.
Y lo que a mí me surge inmediatamente es preguntarme por las causas y las
soluciones. Me pregunto cómo se sentirán los padres de esos tipos que se han
forrado a base de robar. Yo me sentiría abochornado si fuera el padre de
cualquiera de esos ladrones y me preguntaría en qué habría fallado en la
educación de mis hijos.
Y los hijos de todos esos delincuentes, ¿qué
pensarán de sus padres? Supongo que no se podrán sentir muy orgullosos
de ellos. Yo me avergonzaría si supiera que el pan que he recibido de mis
padres proviene del robo o de la estafa.
Porque al final, el problema de la corrupción es
un problema de educación. No de instrucción, sino de educación. Porque el latrocinio y la
mentira no tienen que ver con el grado de estudios de las personas: hay
sinvergüenzas en todos los estratos sociales, con carrera universitaria y sin
ella; con cinco posgrados o sin estudios. El problema no se soluciona con leyes
educativas ni con Bolonia ni mejorando los resultados de PISA. Ni siquiera
endureciendo el código penal (que tampoco estaría mal). El problema de la
corrupción es un problema de educación moral y en esa tarea, la escuela es
subsidiaria de la familia. Un buen colegio puede colaborar en la labor de
infundir unos determinados principios éticos a los alumnos, pero la moral y los
principios se maman en casa.
Papá y mamá son quienes tienen la obligación de enseñar a los niños a no
mentir, a no robar, a no abusar de los compañeros en el patio del colegio (ahora a eso se le
llama “bullying”, que queda más fino y más
moderno); a ser responsables de sus actos, a reprimir sus deseos caprichosos, a
respetar a los compañeros y a ayudarlos siempre que sea necesario. Papá y mamá
son quienes tienen que inculcar a los niños desde pequeños la necesidad de
sacrificio y esfuerzo para alcanzar las metas que se hayan fijado o para
superar los obstáculos que la vida les vaya poniendo por delante. Porque sin
sacrificio, sin disciplina, sin esfuerzo, sin fuerza de voluntad no se consigue
nada. Pero la voluntad y el carácter hay que forjarlo. El niño tiene que ser
capaz de dominarse a sí mismo para no ser títere de sus propios instintos, de
la vagancia o de sus pasiones desordenadas.
Así pues, si la educación moral es una de las responsabilidades básicas
de los padres, la conclusión inmediata a la que podemos llegar es
que el origen de la corrupción radica en buena medida en la crisis de la
familia: divorcios, familias desestructuradas; niños desatendidos por padres
que trabajan jornadas interminables y delegan sus obligaciones en abuelos,
niñeras o guarderías (¿de qué vale ganar el mundo
entero si pierdes los más importante?); padres irresponsables que
prefieren cumplir todos los caprichos a sus hijos para evitar conflictos o para
acallar su mala conciencia por el tiempo que no les dedican. Y en casos
extremos, padres impresentables que maltratan, torturan o abandonan a sus
hijos.
Hemos cambiado los valores y principios que sustentaron nuestra civilización
durante siglos por contravalores que nos están conduciendo de nuevo a la ley de
la selva. Pero, ¿cuáles son esos principios que
debemos recuperar, que debemos vivir y transmitir a nuestros hijos? Sin ánimo de ser exhaustivo, yo apuntaría
los siguientes:
1.- El amor es lo primero. El bienestar, el lujo, el
dinero, los viajes, los coches, las casas, no son lo más importante. Lo más
importante, lo que nos puede hacer realmente felices, es el amor: amar y
sentirse amado. Amar a la esposa, a los hijos, a los padres, a los amigos, a
los vecinos… Darse, entregarse, desgastarse por los demás. No hay otro camino
hacia la felicidad. Lo más importante de la vida no se compra ni se vende. Lo
que hará felices a tus hijos será el amor que tú les des, no los juguetes que
les compres ni los viajes a los parques temáticos. Tus hijos necesitan tu
tiempo, tu atención; que juegues con ellos, que les leas cuentos, que les
mimes, que los abraces, que los beses. Para vivir con dignidad no hacen falta
muchas cosas. Tal vez deberíamos revisar nuestra lista de prioridades y
plantearnos vivir con menos cosas, con mayor austeridad, pero con más tiempo
para disfrutar de los hijos.
Ello no empecé – sobra decirlo – que sea necesario que los padres tengan un
trabajo decente y un salario digno con el que llevar el pan a casa honradamente.
El paro atenta gravemente contra la dignidad de las personas y pone en riesgo a
la familia. No es que el dinero no sea importante: claro que lo es. Pero no es
lo más importante: lo realmente determinante es el amor a la esposa o al
esposo, a los hijos y al prójimo.
2.- La responsabilidad: somos
responsables de nuestra vida y también de la de los demás. Pongámonos en
el lugar del otro. Comportémonos con los demás como quisiéramos que los demás
se comportaran con nosotros. Los demás también son asunto mío.
Somos responsables de nuestros actos, para bien y para mal; responsables de
nuestros errores y de nuestros pecados. Estamos demasiado acostumbrados a
buscar culpables y a echarle la culpa de todo a los demás, a la sociedad, al
gobierno, a los políticos, a los profesores que le tienen manía a nuestros
hijos... Y somos reacios a asumir la propia responsabilidad. Vivimos en una
sociedad que exalta la libertad como derecho absoluto. Somos libres, sí; pero
también responsables de nuestras decisiones. Aceptemos y afrontemos las
consecuencias de nuestras decisiones y enseñemos a nuestros hijos a hacer lo
mismo y a vivir su vida sabiendo que sus actos y sus decisiones tienen
consecuencias para bien o para mal.
3.- La honradez: no se roba ni se engaña. Es fácil, ¿no? Ni en lo
mucho ni en lo poco. No vale enriquecerse de cualquier manera. Además de ser un
delito, quedarte con lo que no es tuyo resulta indecente. Recuperar la decencia
es una necesidad imperiosa. Y la honradez no debe ser producto exclusivamente
del miedo a que te acaben pillando con las manos en la masa. Uno debe ser
honrado para estar en paz con su conciencia. Yo no robaría en unos grandes
almacenes ni en un banco aunque tuviera todas las facilidades para ello y
supiera a ciencia cierta que nadie se iba a enterar. No se roba por principios,
por dignidad, por decencia. No se roba ni se traiciona a los demás ni se engaña
ni se miente para que uno pueda mirarse en el espejo cada mañana sin que se te
caiga la cara de vergüenza; para que uno pueda mirarles a los ojos a los hijos
sin sentir el rubor de la culpa en la cara.
4.- La honestidad: no se miente ni se traiciona a los demás. La verdad, sea la que sea, nos
perjudique o nos beneficie, es sagrada. El origen de todos los males es la
mentira: de la corrupción, del adulterio… Un hombre vale lo que vale su
palabra. Educar a nuestros hijos para que no mientan ni engañen resulta
primordial. Hemos de recuperar y reivindicar el honor, la coherencia y la
autenticidad. Engañar, mentir, traicionar, resulta indigno de una persona como
Dios manda. Da igual que sea el presidente del gobierno que el tendero de la
esquina. Hoy se tolera y se entiende que la gente mienta: “todo el mundo lo hace”, “es normal”... Pero la
mentira y la traición resultan intolerables: más
intolerables aún si esas mentiras y esas traiciones de dan dentro del
matrimonio.
5.- La fidelidad: el matrimonio se basa en el amor. Pero estamos confundiendo el amor con el
sentimentalismo barato de las novelas románticas. El amor no es un mero sentimiento
pasajero. El amor implica compromiso y fidelidad. Si no, no es amor auténtico.
Las infidelidades – el adulterio – están en el origen de la mayoría de los
divorcios. Y las separaciones provocan dolor y sufrimiento en los propios
cónyuges y en los hijos. ¡Cuántas vidas dañadas
encontramos en los colegios a causa de las separaciones! Una persona que
no cumple con la palabra dada no es de fiar.
6.- El respeto. La dignidad de todo ser humano es sagrada desde la
concepción hasta su muerte natural. Respetemos la vida – también la del no
nacido. Respetemos la dignidad de los ancianos y enfermos; la de los que sufren
cualquier tipo de limitación. Respetemos a los niños y a las mujeres.
Enseñemos a los niños a respetar a sus semejantes, a los adultos, a sus propios
padres. Enseñémoslos a ser educados: a ceder el asiento en los transportes
públicos, a dejar pasar a las señoras delante, a ser corteses y atentos; a no
interrumpir a los demás cuando hablan, a comportarse correctamente en la mesa;
a vestirse adecuadamente según las circunstancias; a saber hablar en público y
a dirigirse correctamente a los demás con el debido respeto (y sin tuteos
impertinentes). Enseñemos a nuestros hijos a ser puntuales en sus citas y
compromisos; a cuidar su aspecto y su aseo por respeto a los demás.
Enseñemos a nuestros hijos a ser respetuosos con las demás personas, con los
animales, con la naturaleza. Enseñémosles a ser respetuosos con quienes piensan
diferente, o viven de otra manera; o con quienes profesan otra religión.
Pero enseñemos también a nuestros hijos a ser intolerantes con el mal, con
cualquier ideología o con cualquier comportamiento que menoscabe la dignidad de
las personas: intolerantes con el terrorismo, con el machismo, con la violencia
contra las mujeres o contra los niños (también los no nacidos), con las
ideologías totalitarias y populistas que viven de la demagogia y el engaño;
seamos todos intolerantes con la explotación laboral, con la trata de seres
humanos, con las mafias, con la prostitución y la pornografía, que degradan la
dignidad de las personas. Toda persona decente tiene la obligación de combatir
el mal y defender a los más débiles.
7.- La cultura. Cultivar
el buen gusto, la inteligencia y la sensibilidad es tarea diaria no sólo de los
centros de enseñanza, sino también prioritariamente de la familia. El gusto por
aprender, por comprender el mundo y por conocerse a sí mismo debe adquirirse
desde la cuna. La literatura, la filosofía, las artes plásticas, la música o el
conocimiento de la historia contribuyen decisivamente a formar el buen gusto y
la sensibilidad. Con ello combatimos la vulgaridad, la zafiedad y la
ramplonería. Cuando uno se acostumbra desde pequeño a los manjares, huye de la
basura.
El conocimiento de las ciencias, por su parte,
contribuye al desarrollo de la inteligencia y nos ayuda a comprender la
realidad de cuanto nos rodea: nos acerca a la
verdad. Y cuanto más cerca estemos del conocimiento de la verdad, más
cerca estaremos de Dios.
Me resulta difícil imaginar a un amante de Bach o de Garcilaso de la Vega o de
Velázquez haciendo mal a los demás. Quien ama la belleza y busca la verdad
probablemente – a buen seguro – será capaz de llevar una vida más digna y
decente.
Para concluir, estoy convencido de que la corrupción no es un problema
exclusivamente político o legal. La corrupción
forma parte de cada uno de nosotros: es un problema personal. Es consecuencia de ese defecto de fábrica que llamamos
pecado original. Todos tendemos a la corrupción y al pecado. Y el único que puede
solucionar ese problema es Dios. La crisis que vivimos es una crisis de fe. Y
mientras no volvamos a Cristo por el camino de la conversión, no habrá
solución. Jesús sacrificó su vida para salvarnos de nuestra propia corrupción
personal. Pero nosotros somos libres de aceptar su salvación o no. Cristo es el
camino, la verdad y la vida. Nada podemos sin Él, pero con Él nada es
imposible. El actual secularismo nos aparta de Dios. Y en la medida en que nos
apartamos de Dios, nuestra sociedad degenerará cada día más hacia la
podredumbre, el vicio y la corrupción. No hay más camino que la conversión. Yo
al menos no encuentro otro. La mejor educación moral se recibe ante el
Sagrario, mirando al Señor, cara a cara, a los ojos: “Señor mío y Dios mío: ten compasión de mí, que soy un pobre pecador”.
Colaboración de nuestro Experto en temas de Familia y
Educación: Consultorio virtual de Pedro L. Llera
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