No todos llegan a tener el alma disponible, ni perciben necesidades ajenas.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Cuando estalla una crisis, cuando empieza una guerra, cuando se difunde una
epidemia, las reacciones son muchas, las alarmas se disparan, el miedo
angustia, y se desean manos amigas y ayudas verdaderas.
Encontrar ayuda en los momentos
difíciles, grandes o pequeños, alivia, fortalece, da ánimos. Somos seres
sociales: nos gusta contar a nuestro lado con quienes, de verdad, salen de sí
mismos y piensan en los demás.
Si agradecemos infinitamente esa
ayuda de un policía desconocido, de un médico desinteresado, de un conocido que
llama para preguntar por nuestra situación, también nosotros podemos
convertirnos en ayuda para otros.
Basta con abrir los ojos y
descubriremos tantas necesidades. Es bueno empezar con los de cerca,
familiares, amigos, conocidos, que quizá están pasando por un mal momento y
necesitan alguien a su lado.
También podemos ir más lejos, a
personas de la misma ciudad, o de la región, o del país. O a personas de
tierras más lejanas, a las que podemos enviar pequeñas o grandes ayudas para
aliviar sus sufrimientos.
El mundo empieza a ser diferente
si más y más personas logran descentrarse, olvidarse de sí mismas, para
entregarse a otros en los momentos difíciles que tarde o temprano llegan a
todos.
Es entonces cuando
hacemos realidad la invitación de Jesús a cuidar al enfermo, a dar de comer al
hambriento, a vestir al desnudo, a visitar al encarcelado (cf. Mt 25,31-46).
No todos llegan a tener el alma
disponible, ni perciben necesidades ajenas, si saben dejar a un lado sus
proyectos personales cuando surge una emergencia, porque viven demasiado
encerrados en sus asuntos.
Pero si más y más personas, desde
la confianza en Dios y el amor auténtico hacia los necesitados, empiezan a
ofrecer ayuda, el mundo mejorará, las penas se suavizarán, y lograremos vivir
aquí en la tierra un poco como se vive en el cielo: con amor.
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