¿Hasta dónde somos conscientes de estas tentaciones en nuestra persona, en nosotros mismos?
Por: SS Papa Francisco | Fuente: Oficina de Prensa
de la Santa Sede
Ahora que estamos en Cuaresma, vale la pena meditar
las palabras del Papa Francisco en la homilía de la Misa de Ecatepec 14 febrero
2016
El
miércoles pasado hemos comenzado el tiempo litúrgico de la cuaresma, en el que
la Iglesia nos invita a prepararnos para celebrar la gran fiesta de la
Pascua. Tiempo
especial para recordar el regalo de nuestro bautismo, cuando fuimos hechos
hijos de Dios. La Iglesia
nos invita a reavivar el don que se nos ha obsequiado para no dejarlo dormido
como algo del pasado o en algún «cajón de los recuerdos». Este tiempo de
cuaresma es un buen
momento para recuperar la alegría y la esperanza que hace sentirnos hijos
amados del Padre. Este Padre que nos espera para sacarnos las
ropas del cansancio, de la apatía, de la desconfianza y así vestirnos con la
dignidad que solo un verdadero padre o madre sabe darle a sus hijos, las
vestimentas que nacen de la ternura y del amor.
Nuestro
Padre es el Padre de una gran familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor
único pero no sabe generar y criar «hijos únicos». Es un Dios que sabe de
hogar, de hermandad, de pan partido y compartido. Es el Dios del Padre nuestro
no del «padre mío» y «padrastro vuestro».
En cada
uno de nosotros anida, vive ese sueño de Dios que en cada Pascua, en cada
eucaristía lo volvemos a celebrar, somos hijos de Dios. Sueño con el que han
vivido tantos hermanos nuestros a lo largo y ancho de la historia. Sueño
testimoniado por la sangre de tantos mártires de ayer y de hoy.
Cuaresma, tiempo de conversión porque a diario hacemos experiencia en nuestra vida de cómo ese sueño se vuelve continuamente amenazado por el padre de la mentira, por aquel que busca separarnos, generando una sociedad dividida y enfrentada. Una sociedad de pocos y para pocos. Cuántas veces experimentamos en nuestra propia carne, o en la de nuestra familia, en la de nuestros amigos o vecinos, el dolor que nace de no sentir reconocida esa dignidad que todos llevamos dentro. Cuántas veces hemos tenido que llorar y arrepentirnos por darnos cuenta que no hemos reconocido esa dignidad en otros. Cuántas veces —y con dolor lo digo— somos ciegos e inmunes ante la falta del reconocimiento de la dignidad propia y ajena.
Cuaresma, tiempo para ajustar los
sentidos, abrir los ojos frente a tantas injusticias que atentan directamente
contra el sueño y proyecto de Dios. Tiempo
para desenmascarar esas tres grandes formas de tentaciones que rompen, dividen
la imagen que Dios ha querido plasmar.
Tres tentaciones de Cristo…
Tres
tentaciones del cristiano que intentan arruinar la verdad a la que hemos sido
llamados.
Tres
tentaciones que buscan degradar y degradarnos.
1. La riqueza, adueñándonos de
bienes que han sido dados para todos y utilizándolos tan sólo para mí o «para
los míos». Es tener el «pan» a base del sudor del otro, o hasta de su
propia vida. Esa riqueza que es el pan con sabor a dolor, amargura, a
sufrimiento. En una familia o en una sociedad corrupta es el pan que se le da
de comer a los propios hijos.
2. La vanidad, esa búsqueda de
prestigio en base a la descalificación continua y constante de los que «no son
como uno». La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama que no perdona la «fama» de los demás, «haciendo
leña del árbol caído», deja paso a la tercera tentación.
3. El orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la «común
vida de los mortales», y que reza todos los días: «Gracias Señor porque no me has hecho como ellos».
Tres
tentaciones de Cristo…
Tres
tentaciones a las que el cristiano se enfrenta diariamente.
Tres
tentaciones que buscan degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del
Evangelio. Que nos encierran en un círculo de destrucción y de pecado.
VALE LA PENA ENTONCES PREGUNTARNOS:
·
¿Hasta dónde nos hemos
habituado a un estilo de vida que piensa que en la riqueza, en la vanidad y en
el orgullo está la fuente y la fuerza de la vida?
·
¿Hasta dónde creemos
que el cuidado del otro, nuestra preocupación y ocupación por el pan, el nombre
y la dignidad de los demás son fuentes de alegría y esperanza para vencer esas
tentaciones?
Hemos
optado por Jesús y no por el demonio. Si nos acordamos, lo que escuchamos
en el Evangelio, Jesús
no le contesta al demonio con ninguna palabra propia sino que le contesta con
las palabras de Dios, con las palabras de la Escritura. Porque hermanas y hermanos,
metámoslo en la cabeza, con el demonio no se dialoga. No se puede dialogar porque nos va a ganar
siempre. Solamente la fuerza de la Palabra de Dios lo puede derrotar.
Hemos
optado por Jesús y no por el demonio. Queremos seguir sus huellas pero sabemos que no es
fácil. Sabemos lo que significa ser seducidos por el dinero, la fama y el
poder. Por
eso, la Iglesia
nos regala este tiempo, nos invita a la conversión con una sola certeza: Él nos
está esperando y quiere sanar nuestros corazones de todo lo que lo
degrada, degradándose o degradando. Es el Dios que tiene un
nombre: misericordia. Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es nuestra fama,
su nombre es nuestro poder y en su nombre una vez más volvemos a decir con el
salmo: «Tú
eres mi Dios y en ti confío».
Que en
esta eucaristía el Espíritu Santo renueve en nosotros la certeza de que su
nombre es misericordia, y nos haga experimentar cada día que «el Evangelio llena el corazón y la vida de los que
se encuentran con Jesús... sabiendo que con Él y en Él renace siempre la
alegría» (Evangelii gaudium, 1)
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