RUPTURA FAMILIAR, ABANDONO DE LA RELIGIÓN, FALLIDA SOCIALIZACIÓN A TRAVÉS DE LAS REDES...
La disgregación familiar, el abandono de la religión, las formas
destructivas de socialización... muchas causas confluyen a un resultado: cada
vez los jóvenes sufren más la depresión y se suicidan con mayor frecuencia.
Ross Douthat (San
Francisco, 1979) es uno de los creadores de opinión de referencia en el ámbito
conservador estadounidense, columnista en The New York Times desde 2009. De orígenes familiares pentecostales, se
convirtió al catolicismo en
su adolescencia.
Una adolescencia que vivió cuando
estaban vigentes unos parámetros sociales que han cambiado mucho. Y no para
bien, a tenor de las estadísticas sobre tristeza y depresión juveniles que
analiza en su último artículo en el diario neoyorquino:
LOS
ADOLESCENTES ESTADOUNIDENSES SON REALMENTE TRISTES. ¿POR QUÉ?
Los adolescentes estadounidenses, y especialmente las adolescentes, son cada vez más desgraciados: más
propensos a tener pensamientos suicidas y
a actuar en consecuencia, más propensos a sufrir depresión, más
propensos a sentirse acosados por "sentimientos
persistentes de tristeza o desesperanza", por
citar un informe de una encuesta de los Centers for Disease Control and
Prevention [Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades].
Los adultos de todas las épocas
tendemos a preocuparnos por el estado de la juventud en relación con los buenos
tiempos en que nosotros mismos éramos jóvenes y llenos de promesas. Pero en el
debate sobre estas tendencias psicológicas, los alarmistas llevan las de ganar:
como ha referido Jonathan Haidt, de la Universidad
de Nueva York, uno de los principales alarmistas, en un indicador tras
otro se puede ver un punto de inflexión a principios de
la década de 2010, donde
comienza un oscurecimiento que continúa hasta hoy.
Haidt cree que el principal
instigador es el auge de las redes sociales.
Otros candidatos causales,
enumerados por Derek Thompson de The Atlantic en
sus útiles ensayos sobre el tema, tienden a tener un sesgo ideológico más
fuerte: un progresista podría apuntar a la ansiedad de los adolescentes sobre
el cambio climático o los tiroteos en las escuelas o el ascenso de Donald Trump; un
conservador podría insistir en que son los efectos nefastos de las políticas de
identidad o del aislamiento creado por el confinamiento debido al covid.
En general, creo que si buscas
una única explicación, Haidt expone las mejores razones.
El momento justo de esa tendencia
en la salud mental encaja con la creciente
sustitución de la socialización personal en favor del teléfono inteligente,
mientras que el Gran Despertar [el movimiento woke]
y el trumpismo son cronológicamente posteriores. Y el coronavirus exacerbó el
problema sin ser un cambio decisivo.
Muchos adolescentes socializan
cada vez más a través del teléfono móvil, en detrimento de las relaciones
personales reales: Daria Neprakhina / Unsplash.
Dejando a un lado los datos,
habiendo vivido la revolución on line como participante y , al
mismo tiempo, como padre, parece obvio que las
redes sociales han empeorado la experiencia de la entrada en sociedad en comparación con los felices años 90,
creando una "sensación de otra conciencia que
está soldada a la tuya y que tiene voz y voto todo el tiempo", como
escribió recientemente mi amigo Freddie deBoer,
adolescente también en los 90, lo que hace que la autoconciencia general de la
adolescencia sea mucho más brutal.
Pero cuando se analizan los
efectos de un choque tecnológico también es útil analizar la
sociedad que existía justo cuando llegó el choque.
En Internet "podríamos haber construido cualquier tipo de
mundo", escribe Thompson. "Pero
hemos construido este. ¿Por qué nos hemos hecho esto a nosotros mismos?".
Una respuesta es que las redes sociales entraron en un mundo que estaba
experimentando el triunfo de un cierto tipo de progresismo social, al que la nueva tecnología sometió a una prueba
de estrés en la que ha fracasado de forma notoria.
Por "progresismo
social" no me refiero al progresismo que despegó en la era Trump: antirracismo y diversidad-igualdad-inclusión y
#MeToo. Me refiero al progresismo más individualista que surgió en la década de
1960 y experimentó un segundo despegue a lo largo de la primera década del
2000.
Sus rasgos definitorios fueron
la rápida secularización (el declive de la identificación cristiana se aceleró a partir de la década de 1990) y
la creciente permisividad social y sexual, que se extendió más allá del apoyo al matrimonio
entre personas del mismo sexo a las creencias sobre el sexo prematrimonial
pasando por el divorcio, la maternidad fuera del matrimonio, el consumo de
marihuana y más.
En los primeros años de la
administración Obama, muchos progresistas asumieron que estas tendencias eran
positivas y saludables, o al menos sostenibles y manejables. No estaban
produciendo el desorden social que los conservadores siempre temen, la delincuencia era
baja y el declive de la familia biparental podía tratarse principalmente como un
problema económico, y los Estados Unidos demócratas (o al menos los Estados
Unidos demócratas de clase media alta) parecían estar equilibrando con éxito la
libertad moral y la responsabilidad personal.
Pero entonces la revolución de
los teléfonos inteligentes pidió a las personas crecidas en estas condiciones
-crecidas con menos estabilidad familiar y escaso apego a la religión, con un fuerte énfasis en la 'creación' de sí mismos y una fuerte hostilidad a la "normatividad"- que entraran y forjaran un
nuevo mundo social.
Y salieron y crearon el mundo en línea que conocemos hoy, con su movimiento
que, de una punta a otra, se movía entre los extremos del narcisismo tóxico y la solidaridad de la turba, su lenguaje terapéutico desvinculado de la
comunidad real, su conspiracionismo y sus manías ideológicas, su miseria mimética y su
catastrofismo desesperado.
Todo ello ha hecho que el
progresismo social parezca mucho más insostenible y autodestructivo que en 2008. Está amenazado, no solo por el
radicalismo político y el retorno del desorden, sino también por un colapso de las relaciones familiares y sentimentales e incluso
sexuales, una terrible atomización y temor existencial, una búsqueda
de dioses cada vez más extraños.
Si usted se sentía cómodo con el
mundo de los primeros años de la era Obama, tiene mucho sentido centrarse en
el choque tecnológico que nos ha traído hasta aquí, lamentarlo e intentar
alterar sus efectos.
Pero esos efectos también
deberían dar lugar a un escrutinio más profundo, porque lo que parecía estable
y exitoso hace quince años ahora se parece más a un árbol
ahuecado que se mantiene en pie sólo porque los vientos
eran suaves, y está esperando que el iPhone se levante, reluciente, como un
hacha.
Traducido por Helena
Faccia Serrano.
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