El silencio es virtud desde el momento en que se busca, provoca la escucha de la voz divina y mueve a la acción de lo que esa voz pide.
Por: Jorge Enrique Mújica, L.C. | Fuente:
GAMA-Virtudes y valores
Decía santo Tomás de Aquino que la Oración del “Padre
Nuestro” es la más perfecta de las oraciones. En ella, no sólo se pide
todo lo que se puede desear con rectitud, sino que además según el orden en que
conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo enseña a pedir, sino que
también forma toda la afectividad.
Una de las peticiones más bellas del “Padre
Nuestro” es esa que solicita se haga su voluntad. En ésta quiero fijarme
especialmente.
Hace algún tiempo me escribió una lectora para preguntarme cómo podía conocer
la voluntad de Dios en su vida, cuál es la voluntad de Dios en cada momento de
su vida. Recuerdo que le respondí que la primera voluntad de Dios es que
hagamos el bien y evitemos mal y que por eso mismo había depositado en lo más
profundo de nuestra conciencia esa ley interior que nos invita buscar esos
objetivos en cada uno de nuestros actos.
Así, Dios nos habla desde esa ley interior. Dios nos habla así desde nosotros
mismos. Es una voz interior, una voz clara y decisiva que, sin embargo, muchas
veces no se escucha no por falta de capacidad sino por falta de las
disposiciones que propicien el hacerlo.
Si queremos ser excelentes profesionistas, seres humanos capaces y competentes
en las diversas áreas humana, se pone atención a las lecciones, a las clases o
conferencias que nos ayudarán a ser tales. Se precisa la escucha atenta y
silenciosa. Lo mismo debería ocurrir respecto a esa voz de Dios que quiere
expresar su voluntad en cada circunstancia del día a día.
Sin embargo, la experiencia común es que se experimenta dificultad para
percibir esa voz interior de Dios que nos habla. ¿Por
qué? Porque falta silencio.
¿Cómo escuchar la voz de Dios cuando en la propia
existencia reina el rumor, el barullo, el ruido? Sí, se carece de un
silencio de los ojos, de un silencio de los oídos: de un silencio interior.
¡Cómo invaden el interior las imágenes, los
anuncios, la publicidad o la televisión haciendo, poco a poco, incapaces de
poder poner en blanco la mente para recogerse, escuchar y meditar! ¡Cuánto
lugar ocupan en la mente canciones, estribillos, música…! ¡Cuánto ruido a los
ojos, a los oídos, en el interior!
Parece que hay una cierta incapacidad de vivir sin imágenes, sin sonidos;
parece que se tiene miedo al silencio, miedo, en definitiva, a Dios. Miedo a
escucharle y dejarle ser protagonista en nuestra vida.
Pero quizá lo más grave de todo es ese dato de hecho que parece ya
irreversible, esa renuncia al silencio plasmada en los anuncios que pululan por
las avenidas, en la televisión, en las paredes, en pegatinas; esa abdicación
reflejada en el afán excesivo y obsesivo de permanecer conectados a internet,
en la música omnipresente en coches, aviones, casas, habitaciones,
universidades, salas de espera…; esa renuncia al silencio manifestada en la
plaga del uso innecesario de teléfonos móviles que sólo por moda se van
adquiriendo.
Y ante todo ese panorama puede nacer la pregunta: ¿hay
algo que hacer? ¿Debemos resignarnos pasivamente a enterrar esa voz de amor que
parece no resignarse a morir dentro de nosotros mismos?
No, ciertamente no hay que resignarnos. Es aquí cuando la búsqueda de ese
silencio se convierte en virtud. Porque la virtud no es más que el trabajo
esforzado por la adquisición de hábitos buenos y ¿no
será acaso el silencio uno de esos experiencias que nos ayudará a percibir con
mayor nitidez cada día la voz de Dios en el momento a momento de cada jornada?
Por eso: silencio de los ojos que invita a ver lo
que necesariamente se debe ver y no lo que pueda robarnos la paz y causar un
desasosiego que distraiga la atención de lo esencial. Silencio de los
oídos que nos motive a prescindir de la música para poder estar atentos a esa
sonora voz que quiere retumbar en nuestro ser y orientar hacia el bien, hacia
el conocimiento de su voluntad.
Sí, el silencio es virtud desde el momento en que se busca, provoca la escucha
de la voz divina y mueve a la acción de lo que esa voz pide. Es ahí donde,
además, ese “Hágase tu voluntad” del “Padre Nuestro” cobra sentido; porque ahora se
está abierto ya no sólo a escuchar cuál es esa voluntad sino que además se
ponen los medios para cumplirla, vivirla y transmitirla.
Todavía me acuerdo de unos versos que nacieron en una noche despeinada de
estrellas y reflexiones. Son frutos del silencio que escucha al Silencio que
habla, el de Dios:
Qué bien suena tu
voz en el silencio.
Qué lucidez, qué dulzura, que clara.
Remanso de quietud, invitación a la reflexión, elocuente decir insinuado, siempre
velado, siempre velado.
Cómo impresiona tu silencio, Señor; silencio de entrega, silencio de espera, silencio
de Dios.
Cuánto provecho causa tu silencio…
Vienen a la mente las victorias vividas, las derrotas sufridas, las vigilias cansadas, las alegrías encausadas, los
triunfos conseguidos…
Y la vida: su pasado, su presente y su futuro…
Y Tú en silencio, pero siempre al lado.
Tú en silencio, mas acompañando.
Tú en silencio; fiel, fiel, fiel; siempre fiel.
¿Cómo no va a estremecerme tu silencio?
¿Cómo no va a ser fuente de cuestionamientos?: ¿a dónde voy, por qué existo, de
dónde vengo y para qué vivo?
Pero en Ti
-¡ay, cómo escucho tus gritos!- todo esto tiene un sentido.
Señor de la boca callada; Señor de las palabras tan amplias; Señor de la voz
disimulada; Señor de cara blanca: ¡luna llena eucarística!
Y si esto me dices en silencio, qué sería si de la otra forma hablaras.
(Sonidos del silencio).
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