Si las acciones humanas pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes, lo mismo ocurre con los placeres correspondientes.
Por: Alfonso Aguiló | Fuente: Interrogantes.net
UNA ANSIOSA BÚSQUEDA
«Buscaba el placer, y al final lo encontraba
–cuenta C. S. Lewis en su autobiografía.
»Pero enseguida descubrí que el placer (ése u otro cualquiera) no era lo que yo
buscaba. Y pensé que me estaba equivocando, aunque no fue, desde luego, por
cuestiones morales; en aquel momento, yo era lo más inmoral que puede ser un
hombre en estos temas.
»La frustración tampoco consistía en haber encontrado un placer rastrero en vez
de uno elevado.
»Era el poco valor de la conclusión lo que aguaba la fiesta. Los perros habían
perdido el rastro. Había capturado una presa equivocada. Ofrecer una chuleta de
cordero a un hombre que se está muriendo de sed es lo mismo que ofrecer placer
sexual al que desea lo que estoy describiendo.
»No es que me apartara de la experiencia erótica diciendo: ¡eso no! Mis
sentimientos eran: bueno, ya veo, pero ¿no nos hemos desviado de nuestro
objetivo?
»El verdadero deseo se marchaba como diciendo: ¿qué tiene que ver esto
conmigo?».
Así describe C. S. Lewis sus errores y vacilaciones
en el camino de la búsqueda de la felicidad. La ruta del placer había resultado
infructuosa. Llevaba años rastreando tras una pista equivocada: «Al terminar de construir un templo para él, descubrí que
el dios del placer se había ido».
La seducción del placer, mientras dura, tiende
a ocupar toda la pantalla en nuestra mente.
En esos momentos, lo promete todo, parece que fuera lo único que importa.
Sin embargo, a los pocos segundos de ceder a esa seducción se comprueba el
engaño. Se comprueba que no saciaba como prometía, que nos ha vuelto a
embaucar, que ofrecía mucho más de lo que luego nos ha dado. Seguíamos de cerca
el rastro, pero lo hemos vuelto a perder.
Basta un pequeño repaso por la literatura clásica para constatar que esa
ansiosa búsqueda del placer sexual no tiene demasiado de original. En la vida
de pueblos muy antiguos se ve que habían agotado ya bastante sus posibilidades,
que por otra parte tampoco dan mucho más de sí. La atracción del sexo es
indiscutible, ciertamente, pero el repertorio se agota pronto, por mucho que
cambie el decorado.
PLACER Y FELICIDAD
Hay unas claras notas de distinción entre el placer de
la felicidad:
La felicidad tiene vocación de permanencia; el
placer, no. El placer suele ser fugaz; la felicidad es duradera.
El placer afecta a un pequeño sector de nuestra corporalidad, mientras que la
felicidad afecta a toda la persona.
El placer se agota en sí mismo y acaba creando una adicción que lleva a que las
circunstancias estrechen más aún la propia libertad; la felicidad, no.
Los placeres, por sí solos, no garantizan felicidad alguna; necesitan de un
hilo que los una, dándoles un sentido.
Las
satisfacciones momentáneas e invertebradas desorganizan la vida, la fragmentan, y acaban por atomizarla.
Quevedo insistía en la importancia de tratar al cuerpo “no
como quien vive por él, que es necedad; ni como quien vive para él, que es
delito; sino como quien no puede vivir sin él. Susténtale, vístele y mándale,
que sería cosa fea que te mandase a ti quien nació para servirte.”
Por su parte, Aristóteles aseguraba que para hacer el bien es preciso
esforzarse por mantener a raya las pasiones inadecuadas o extemporáneas, pues
las grandes victorias morales no se improvisan, sino que son el fruto de una
multitud de pequeñas victorias obtenidas en el detalle de la vida cotidiana.
La felicidad se presenta ante nosotros con
leyes propias, con esa terquedad serena con que presenta, una vez y otra, la
inquebrantable realidad.
¿EVITAR EL PLACER?
El placer y el dolor tienen un innegable protagonismo en la vida de cualquier
hombre, condicionan siempre de alguna manera sus decisiones.
—Pero ni el placer ni el dolor son malos ni
buenos de por sí.
En efecto. Lo malo es dejarse vencer por el placer o por el dolor.
Lo malo es
obrar mal por disfrutar de un placer o por evitar un dolor.
Se puede sentir placer sin ser feliz, y también se puede ser feliz en medio del
dolor. De ahí la necesidad –lo decía Platón– de haber sido educado desde joven
para saber cuándo y cómo conviene sufrir o disfrutar, pues igual que hay
acciones nobles y acciones indignas, podemos decir que hay placeres nobles y
placeres indignos. La adecuación de la conducta a este criterio es objeto de la
educación moral.
EL PEAJE DE LA RENUNCIA
Son muchas las cosas que el hombre desea, y para alcanzar cada una de ellas ha
de renunciar a otras, aunque esa renuncia le duela. Aristóteles decía que no
hay nada que pueda sernos agradable siempre.
Toda elección conlleva una exclusión. Por eso es importante acertar cuando se
elige, sin demasiado miedo a la renuncia, pues detrás de lo atractivo no
siempre está la felicidad. Tanto el placer como la felicidad llevan siempre
consigo asociada la renuncia.
Tampoco está la solución en la supresión de todo deseo, porque sin deseos la
vida del hombre dejaría de ser propiamente humana. El hombre se humaniza cuando
aprende a soportar lo adverso, a abstenerse de lo que puede hacerse pero no
debe hacerse. Este es el precio que debe pagar nuestra inexorable tendencia a
la felicidad, si queremos alcanzar lo que de ella es posible en esta vida.
Lo sensato es dejarse conducir por la
razón para no asustarse ante el dolor ni dejarse atrapar por el placer.
Igual que guardar la salud exige un cierto esfuerzo pero gracias a él te
sientes mucho mejor, la castidad fortalece el interior del hombre y le
proporciona una honda satisfacción. Cuando no se cede al egoísmo sexual, se
alcanza una mayor madurez en el amor, en el que la castidad sublima la
intensidad de los sentimientos. Surge una luz transparente en los ojos y una
alegría radiante en la cara, que otorgan un atractivo muy especial.
—¿Y no suele haber demasiadas prohibiciones en la ética sexual?
Hasta ahora apenas hemos hablado de prohibiciones, sino más bien de un modelo y
un estilo de vida positivos.
Por otra parte, aunque la clave de la ética no son las prohibiciones, no puede
olvidarse que toda ética supone mandatos y prohibiciones. Cada prohibición
custodia y asegura unos determinados valores, que de esa forma se protegen y se
hacen más accesibles. Esas prohibiciones, si son acertadas, ensanchan los
espacios de libertad de valores importantes para el hombre.
La moral no puede verse como una simple y fría normativa que coarta, y mucho
menos como un mero código de pecados y obligaciones.
Las exigencias de la moral vigorizan a la
persona, le aúpan a su desarrollo más pleno, a su más auténtica libertad.
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