Disponernos para que la Palabra de Dios haga inmediata su presencia.
Por: P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC |
Fuente: El Observador de la actualidad.
‘Venimos a sufrir’, según el dicho de los antiguos mexicanos o mexicas. Y así lo constatamos de
hecho: sufre el pobre por su miseria lacerante;
sufre el rico, porque su riqueza no acaba con sus limitaciones humanas, sufre
el joven porque no puede tener el mundo en sus manos y al instante; sufre el
anciano por el peso de los años, pero sobre todo las incomprensiones de su
familia, el hacerlo a un rincón como un cacharro inútil.
La lista
no termina ahí. Se acumulan las innumerables enfermedades, las degenerativas,
las incurables, las inesperadas, las pandemias y las nuevas aparecidas. Las
incomprensiones están a la orden del día: las afectivas, las ideológicas, las
generacionales, simplemente la falta de empatía porque importa más la propia
visión del mundo y la reafirmación del ‘yo’. Las
depresiones, mal de nuestro tiempo y propio de las grandes ciudades. Las
obsesiones galopantes, cultivo para generar problemas psicológicos. El padecer
las envidias, los rencores, las melancolías y las tristezas. En
una palabra, la vida se presenta como algo
inaguantable. Los sufrimientos propios, de la familia,
de los amigos, de los grupos vulnerables. Sumamos las víctimas de la violencia
de todo tipo. Se podrían enumerar, como un colmenar que está al acecho ahí y
tarde o temprano podríamos ser atacados.
Quizá
la fuente de muchos problemas sea de índole psicológico y ético; tienen su
carga subjetiva, de los fondos oscuros del psiquismo humano, de relaciones
humanas inadecuadas o tóxicas.
A veces las víctimas se
convierten en verdugos. Se recuerdan episodios dolorosos que encienden la ira,
la tristeza o la sed de venganza. Los problemas sociales, educativos,
ideológicos o políticos causados por los pseudomesías ególatras que sumen a sus
países en males mayores: se suma la lista interminable de los muertos, de los
enfermos, de los que viven esperanzados a una dádiva… La apertura de la espiral
de las penas y sufrimientos sería interminable.
Juan el Bautista clama en el desierto; parece que su voz no es
escuchada, ni interesa en nuestro tiempo porque se tienen otros horizontes. Se siguen otros derroteros
y nos taladra el alma la queja de Dios dicha por el profeta Jeremías: ‘Dos males ha cometido mi pueblo: me han abandonado a mí,
fuente de agua viva, para excavarse cisternas agrietadas, que no retienen el
agua’ (Mt 2, 13)‘.
El Reino de los Cielos, diríamos,
es una metáfora que sustituye el nombre de Dios, al cual en el ambiente judío,
se le debe sumo respeto. No designa un espacio o una región que pueda ser
localizable. Se alude propiamente a la presencia de Dios.
Podríamos decir convertirnos a la
presencia de Dios. Disponernos, quitando todo obstáculo de toda índole,
particularmente moral, pero también disponerse con humildad a ser liberados de
ese sufrimiento psicológico, como grande carga que nos aísla y provoca que la
felicidad huya de nosotros.
La
predicación de Juan el Bautista nos señala que el Reino de los Cielos, es
decir, la presencia de Dios está cerca, a la mano; su presencia es inesperada a su modo, en su
inmediatez y prontitud.
La presencia singular de Dios, personalizada, en el ‘Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo’, vine a poner el orden de la salvación: hará
justicia al oprimido, libertad al encarcelado, pan al hambriento, felicidad al
pobre (cf Is 11,
1-10).
El cambio que nos pide ‘la Voz que clama en el desierto’, es un cambio
en el modo de pensar, en el modo de sentir, en el modo de actuar desde la
perspectiva de Dios. Pero que exige un encuentro personal con el Mesías-Jesús-Cordero
de Dios. Poner en su ámbito nuestro contexto personal, familiar y social.
Dejar a un lado la
irresponsabilidad de Caín: ’¿quien me ha convertido
en guardián de mi hermano?’. Ponerse en disposición para recibir la
gracia contra el egoísmo, la autorreferencialidad, la soberbia. Hacer a un lado
toda impostura interesada e inauténtica para con Dios y para con toda persona
humana.
Disponernos para que la Palabra de Dios haga inmediata su presencia; participar en la Eucaristía, para ser en Cristo Jesús, la humanidad
nueva que vino a construir; pasar a hacer presente a Jesús, como prolongación
de su presencia en nosotros, a través de la palabra amable, la caridad que es
comprensiva, que no se enoja ni guarda rencor, que no es egoísta. Que cree sin
límites, que espera sin límites, -como lo enseña san Pablo (1 Cor 13,
1-12). Todo pasará, menos la Caridad que es el gran don del Mesías que nos
ofrece para ser felices y prologar su presencia entre nosotros en espera de la
felicidad sin fin en el Reino de los Cielos, es decir, en el ser mismo de Dios,
abrazados por su presencia y amados en comunión por toda la eternidad.
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