El niño salta de alegría en el vientre de su madre; Isabel se llena del Espíritu Santo, reconoce al Señor presente y comienza a profetizar.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y
homilías del Padre Nicolás Schwizer
Toda nuestra vida, cuando es auténticamente cristiana,
está orientada hacia el amor. Sólo el amor hace grande y fecunda nuestra
existencia y nos garantiza la salvación eterna.
Y sabemos que ese amor cristiano tiene dos dimensiones. La
dimensión horizontal: amar a los hombres, nuestros hermanos. Y la dimensión
vertical: amar a Dios, nuestro Señor.
Es fácil hablar de amor y de caridad, pero es difícil vivirlos, porque amar
significa servir, y servir exige renunciar a sí mismo. Por eso, el Señor nos dio como imagen ideal a la Sma. Virgen. Ella
es la gran servidora de Dios y, a la vez, de los hombres.
En la hora de la Anunciación, Ella se proclama
la esclava del Señor. Le entrega toda su vida, para
cumplir la tarea que Dios le encomienda por el ángel. Ella cambia en el acto
todos sus planes y proyectos que tenía, se olvida completamente de sus propios
intereses.
Lo mismo le pasa con Isabel. Se entera que su prima va a tener un hijo y parte
en seguida, a pesar del largo camino. Y se queda tres meses con ella, sirviéndole
hasta el nacimiento de Juan Bautista. No se le ocurre sentirse superior. Y no
busca pretextos por estar encinta y no poder arriesgar un viaje tan largo. Hace
todo esto, porque sabe que en el Reino de Dios
los primeros son los que saben convertirse en servidores de todos.
También
nuestra propia vida cristiana debe formarse y desarrollarse en estas mismas dos
dimensiones: el compromiso con los hermanos y el servicio a Dios. Y no se puede separar
una dimensión de la otra. Por eso, cuanto más queremos comunicarnos con los
hombres, tanto más debemos estar en comunión con Dios. Y cuanto más queremos
acercarnos a Dios, tanto más debemos estar cerca de los hombres.
¿Qué más nos dice el Evangelio? Nos cuenta
de algunos sucesos milagrosos en el encuentro de las dos mujeres: el
niño salta de alegría en el vientre de su madre; Isabel se llena del Espíritu
Santo, reconoce al Señor presente y comienza a profetizar.
Y nos preguntamos: ¿Es la Sma. Virgen la que hace
esos milagros? Ello se puede explicar sólo por la íntima y profunda
unión entre María y Jesús. Esa unión comienza con la Anunciación y dura por
toda su vida y más allá de ella. Y por primera vez se manifiesta en el
encuentro de María con Isabel.
María no actúa nunca sola, sino siempre en esta unión perfecta entre
Madre a Hijo. Donde está María, allí
está también Jesús. Es el misterio de la infinita fecundidad de su vida
de madre.
Y si nosotros queremos ser como Ella, entonces debe ser también el misterio de
nuestra vida. ¿En qué sentido? Nos unimos,
nos vinculamos con María, nuestra Madre y Reina. Y entonces, ¿qué hace Ella? Ella nos vincula, con todas las raíces de
nuestro ser, con su Hijo Jesucristo.
Porque María es la tierra de encuentro con Cristo, nos conduce hacia Él, nos
guía, nos cuida y nos acompaña en nuestro caminar hacia Él.
Pero, María no solo nos conduce hacia Cristo, sino trae, ante todo, a Jesús al
mundo y a los hombres. Es su gran tarea de Madre de Dios.
Y en su visita a la casa de Isabel realiza, por primera vez, esta gran misión
suya: le lleva a su Hijo. Y el Señor del mundo, encarnado en su cuerpo
maternal, manifiesta su presencia por medio de aquellos. milagros.
LO HIZO MARÍA HACE MÁS DE
2000 AÑOS. PERO LO HACE TAMBIÉN HOY: NOS TRAE A CRISTO A TODOS NOSOTROS.
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