Pues aquí me tenéis. Soy José. El mismo de vuestros altares y vuestros belenes, y de vuestras cariñosas devociones. El mismo. Pero os hablo desde el «año cero» de nuestra era. Sin el «san» todavía, quiero decir, oliendo a madera, cola y serrín. ¿Que cómo fue todo aquello de Belén? ¿Que qué sentí? ¿Qué que pienso ahora de todo aquello? ¿Que... que...? Yo también estaba lleno de preguntas. Porque... imagínate los sentimientos que te brotan cuando las cosas normales de la vida, se alteran por sorpresa, ocurren «al margen», sin consultarte, sin decirte una palabra, sin contar contigo... Imagínate cuando un día despiertas y te empiezas a dar cuenta de que están ocurriendo cosas «extrañas» a tu lado, en tu propia vida... y tú sin saber a qué atenerte. Porque esa fue mi experiencia: me vi metido en un proyecto divino del que no tenía ni idea, y del que no me habían consultado previamente. Al menos a María, mi esposa, se le pidió permiso, se le pidió un sí. Pero a mí no me propusieron nada, no me informaron. Fui enterándome cuanto todo estaba ya en marcha, cumpliéndose. Dios contó conmigo para su proyecto... sin pedir mi consentimiento. ¡Son muy desconcertantes las maneras de Dios! ¡Pues sólo os puedo decir que lo mío fue... callar! Decidí quedarme en silencio, sin hacer preguntas, y hacerme cargo de todo. ¿No sabéis que nada completa, resalta y resguarda tanto la PALABRA como el SILENCIO? Acepté colaborar en un proyecto que no era mío, sino de Dios. Confié en que Él sabría lo que estaba haciendo, y en las razones que pudiera tener para elegirme.
Entonces
yo abrí mis ojos sorprendidos ante el acontecimiento, y acepté. Yo no me
explicaba cómo había podido pasar todo aquello. Y tomé la decisión que me
parecía más lógica y coherente: echarme a un lado y abandonar a María en
secreto. ¿Pues cómo iba yo a hacerme cargo de una
criatura que no era mía, que venía directamente de Dios? No habría sido «justo». Y nunca me habría atrevido a meterme
donde no me llaman. Y menos a estorbar a Dios. Pero... fue Él quien me llamó y
me metió en el «lío». Mi papel, mi tarea, iba a
consistir «sólo» en guardar, defender,
proteger y acompañar LA PALABRA. Yo no entendí
por qué me había tocado precisamente a mí ser amado por aquel encanto de mujer
llamada María. (La verdad es que el amor responde a pocas explicaciones y
justificaciones: el amor es porque sí). Ni entendí cómo en el vientre de la
mujer más pura que uno puede soñar, había brotado una nueva vida. Como tampoco
entendía cómo podía mandarme a mí la Ley denunciar y apedrear al ser más
bondadoso que uno pudiera encontrarse. No me correspondía a mí hacer juicios. Ni
entendí nada del porqué los posaderos y parientes de Belén nos daban uno tras
otro con la puerta en las narices, cuando tan sólo pedíamos algo tan
imprescindible como un poco de cobijo para una mujer parturienta.
Y cuando
tampoco entendí absolutamente nada fue cuando en medio de la noche todo se
inundó de luz en aquel pobre establo, y de buenas a primeras, me vi con aquel
niño entre mis brazos. El Rey de los Reyes y Señor de los Señores nacía tan
poquita cosa, y en tan miserable cuna como aquélla. ¿Cómo
iba a comprender que el Dios Omnipotente viniese de semejante manera? Pero
claro, ¿por qué tenía yo que entenderlo todo? Los
hombres tenemos la manía de querer saberlo todo, razonarlo todo, preguntarlo
todo. Y no sólo las cosas humanas, sino también las cosas divinas. Queremos
meter a Dios en nuestra cabeza, tenerlo agarrado, controlarlo, comprobar... ¡Pero después de ver las ocurrencias de Dios... tuve que
dejar más hueco a la sorpresa, a la contemplación, al silencio y a la
confianza! Claro que yo tenía una ventaja con respecto a vosotros: A mí me bastaba con mirarla a ella. A María. ¡Qué paz, qué ternura, qué naturalidad, qué sonrisa
siempre a flor de labios! Pero, sobre todo, ¡QUÉ
FE LA SUYA! ¿Cómo no iba yo a ser feliz
-hasta en los superincómodos y desconcertantes apurados momentos que íbamos
pasando-, viéndola a ella confiada y feliz? Por eso puedo afirmar que NO EXISTE LA FE FÁCIL, la fe sin dudas, la fe sin
oscuridades, la fe sin poder comprender tantas cosas. Ser creyente es dejarse
llevar por Dios. Ser creyente es romper planes personales y acoger los planes
de Dios. Él ya sabe a quién llama y para qué. Se presenta en medio de tu vida
cotidiana, trayendo otros proyectos, mucho mejores que los nuestros, por
supuesto.
Muchas,
muchísimas veces tuve miedo de no saber interpretar bien el papel que Dios me
había encomendado. ¡Cuántas veces temí estropear la
mejor obra de arte que Dios intentaba hacer en la tierra, al ponerse en mis
manos, y al ponerme en las mías a María y a Jesús! Lo cierto es que,
igual que contó conmigo, lo ha seguido haciendo muchas veces, con muchas otras
personas. Se puso en manos de los discípulos en aquella Cena Santa. A pesar de
que tenían tantos miedos, tantas faltas de comprensión, tanta inseguridad,
tantas dudas. Y lo sigue haciendo con vosotros cada Navidad, en cada
Eucaristía, en cada pobre que busca acogida y posada. Vuestra tarea es la misma
que la mía: guardar, defender, proteger, acompañar LA
PALABRA. La Palabra que es el Emmanuel, y la Palabra hecha carne en cada
ser humano frágil y necesitado.
No dejéis
de mirar en silencio a María, como a mí me gustaba hacer a todas horas. Ella
acogió con sumo cuidado al Niño, lo envolvió en pañales y lo acostó en un
pesebre. Haced vosotros lo mismo. No olvidéis que Dios siempre se acerca a
nosotros «muy pequeño», muy débil, por
sorpresa. Que el "trocito" que tenemos
de Dios (como el de la Eucaristía) es -casi siempre- bien poquita cosa cuando
se pone en nuestras manos. ¡Y tan necesitado de
tantos cuidados!
Y ¿que qué podéis aprender de mí? A callar, hijos, a
callar... Empezando por estos días de tantos ruidos, prisas y jaleos... A Dios
sólo se le recibe en silencio, callando, contemplando y asombrándonos de los
caminos de Dios... Y como María y como yo mismo... dando nuestro humilde y tembloroso
«sí».
Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf a partir de un texto de la
Revista Orar (Monte Carmelo)
Tomado de: ciudadredonda.org
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