SIEMPRE ENCONTRÓ EN SU DEFENSA GRANDES VALEDORES: ESCRITORES, REYES, PUEBLO LLANO...
EN 1984, GEORGE SCOTT
INTERPRETÓ A MR. SCROOGE EN LA PELÍCULA PARA
TELEVISIÓN 'UN CUENTO DE NAVIDAD [A CHRISTMAS CAROL]', DIRIGIDA POR CLIVE
DONNER.
Afortunadamente aún no es muy
frecuente en nuestro país, pero ya no es imposible cruzarse con alguien
malhumorado que proclama que la Navidad es horrorosa, deprimente, un periodo
del año a evitar en lo posible. Pero antes de la aparición de estos malajes,
antes incluso de los “Scrooge” que reducen
la Navidad a meras “paparruchas”, hubo un gobierno que se atrevió a prohibir la Navidad.
EL
ATAQUE DE LOS «CABEZAS REDONDAS»
Si la celebración de la Navidad
ha tenido altibajos a lo largo de la historia, sin duda la Inglaterra de
mediados del siglo XVII tocó fondo. ¿Los
responsables? Los puritanos inspirados en las ideas de Calvino y
liderados por Oliver Cromwell.
Para aquellos puritanos los doce días de festividades navideñas eran un
despilfarro inaceptable y, sobre todo, un lamentable residuo de papismo para el
que no había suficiente base bíblica: el calendario litúrgico medieval era
considerado demasiado católico y una distracción respecto de lo único
importante, la «sola Biblia».
Fue en 1647 cuando el Parlamento,
controlado Cromwell y sus seguidores, los llamados “Roundheads”,
en plena guerra civil contra el rey Carlos I, decretó la prohibición de lo que ellos llamaban
el “Día del Jolgorio de los Paganos”, es
decir, de la Navidad. Se decretó que las tiendas debían permanecer abiertas durante esos días y se prohibió también la
asistencia a celebraciones religiosas vinculadas a la Navidad, la exhibición
de decoraciones navideñas, las fiestas,
los villancicos, el intercambio de regalos, el consumo de alcohol e incluso la fabricación de los
tradicionales mince pies, un
dulce típico de la Navidad británica a base de hojaldre relleno de frutas, pasas,
almendras, especias y licor. De hecho, en el decreto se podía leer que: “habiéndose juzgado la celebración de la Navidad un
Sacrilegio, el intercambio de regalos y felicitaciones, el vestir
con ropas bonitas, las fiestas y otras prácticas satánicas similares quedan
prohibidas”. Para dar ejemplo, el propio Parlamento celebró sesión en el
mismo día de Navidad desde el año 1644 hasta 1656.
Vemos un cartel
prohibiendo la Navidad corresponde a 1659 en Boston, entonces bajo dominio
británico. Prohíbe la celebración de la Navidad por considerarla
"sacrílega" y sus prácticas "satánicas".
Asegurar el cumplimiento de estas
medidas no fue tarea fácil. Se produjeron disturbios y
enfrentamientos en muchas
ciudades, especialmente sonados en Canterbury y en todo el condado de Kent.
Incluso en el propio Westminster, en la iglesia de Santa Margarita, varias
personas fueron arrestadas al participar en una celebración y el alcalde de
Londres fue agredido mientras intentaba arrancar adornos
navideños. Pero donde la situación tomó tintes de mayor dramatismo
fue en Norwich: en los disturbios que enfrentaron a vecinos con hombres armados
que querían hacer cumplir la ley, explotó el almacén de municiones de la
ciudad causando la muerte de al menos 40 personas.
Pero a pesar de todos los enfrentamientos, lo cierto es que durante 13 años en
Inglaterra no se pudo entonar un villancico, colocar una guirnalda o preparar
un copioso festín para celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Una prohibición
que se mantuvo hasta dos años después del fallecimiento de Cromwell, cuando en
1660, nada más asumir el poder, el rey Carlos II reinstauró la
celebración de la Navidad en
todo su esplendor.
CUANDO
DICKENS DESBARATÓ LA OFENSIVA DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
Dos siglos después tuvo lugar un
nuevo ataque contra la Navidad, esta vez en el contexto de la Revolución Industrial, aunque recuperando alguno de los
argumentos de los puritanos, como que dejar de trabajar con ocasión de la
Navidad era un despilfarro
inadmisible en el
siglo de la productividad. Pero en esta ocasión la Navidad tuvo un paladín que
la defendió con una obra cuya popularidad se ha mantenido hasta nuestros días: nos referimos a Charles Dickens y su Cuento
de Navidad.
Dickens era muy consciente de que
la Navidad estaba desapareciendo en su país a causa del impacto social de la
industrialización. Miles de personas abandonaban sus pueblos para ir a trabajar
a las grandes ciudades fabriles, abandonando también sus
tradiciones por el camino.
En muchas fábricas eran reacios a dar días festivos, y aún menos retribuidos,
mientras que las largas jornadas, los salarios bajos y las míseras condiciones
de vida de quienes estaban engrosando las filas de lo que se llamaría “proletariado” hacían que la celebración de la Navidad fuera
quedando arrinconada. Un viaje de Dickens a Manchester en octubre de 1843,
donde contempló de primera mano las condiciones de vida de las familias obreras
(algunas, quizás, empleadas en durísimas condiciones por Ermer & Engels, la
fábrica copropiedad de la familia de Engels de la que vivieron tan
ricamente Carlos Marx y
el propio Federico Engels, los firmantes del Manifiesto Comunista), le decidió a escribir
un relato que iba a rescatar y dar nuevo vigor a la Navidad.
El Cuento de Navidad fue
publicado el 19 de diciembre de 1843 y los 6.000 ejemplares de la primera
edición se vendieron en solo cuatro días. Hubo reimpresiones varias, se
hicieron versiones dramáticas y el mismo Dickens realizó lecturas públicas de la obra ante
aforos repletos. Pronto llegarían las traducciones y el efecto Cuento de Navidad se
extendió por Europa y América en lo que fue una auténtica fiebre navideña. Una moda, si se
quiere, que volvió a situar la Navidad como una fiesta principal en el
calendario y que la asoció definitivamente a las reuniones
familiares, con buena comida y villancicos, y a la generosidad hacia los
pobres. Dickens no inventó nada de esto, pero sí lo recuperó
y popularizó.
¿A qué se debe el
inmenso éxito de esta obra? Probablemente a que en el nuevo y
a menudo desalmado mundo de la primera Revolución industrial eran muchos
quienes anhelaban recuperar algo de humanidad. Además, Dickens lo bordó, con un
relato que combina suspense, fantasmas, humor y buenos sentimientos y unos
personajes creíbles e inolvidables. Un relato que
expone también algunas ideas brillantes. Como que lo que les ocurre a los demás
también es responsabilidad nuestra: cuando Scrooge le dice al fantasma de su
antiguo socio, Jacob Marley, que mientras había estado con vida había sido un
buen hombre de negocios, éste le responde: “¡Negocios!,
la humanidad era mi negocio. El bienestar
común era mi negocio; la caridad, la misericordia, la tolerancia y la
benevolencia eran, todas, mi negocio. Los negocios de mi comercio no eran más
que una gota de agua en el amplio océano de mi negocio”.
O como el proceso de conversión del propio Scrooge,
que nos muestra primero el camino por el que se convirtió en el ser egoísta que
ha llegado a ser al inicio del relato, alguien que prefiere la seguridad del
dinero al más arriesgado amor de su novia, transformando su corazón en un
témpano de hielo. Es interesante notar que Dickens, más allá de los accidentes
de la vida de Scrooge, responsabiliza de su corrupción a esa ideología que considera que no hay que apiadarse de los pobres porque
se lo tienen merecido. Por eso nos pone ante una escena, al inicio
de la obra, en la que dos caballeros le piden una aportación para obras
caritativas: Scrooge responde con cajas destempladas sugiriendo que los pobres
lo mejor que pueden hacer es morirse, “reduciendo
así la sobrepoblación”.
Una expresión que se pudo
escucharen público y en la vida real un par de años después de la publicación
de la obra de Dickens, cuando en 1845 se desató la Gran Hambruna en Irlanda en
la que murió alrededor de un millón de personas y otro millón hubo de emigrar.
Puro maltusianismo, vigente aún hoy en día en muchos ambientes, que
no es más que una excusa para justificar la codicia y falta de compasión hacia los pobres. Eso sí, la transformación
de Scrooge al final de la obra es total… pero imposible sin la intervención de
lo sobrenatural, una gracia que le ha hecho
enfrentarse a la verdad sin remilgos y le ha cambiado hasta el punto de hacerlo
irreconocible.
CHESTERTON,
PALADÍN DE LA NAVIDAD
Vayamos ahora hasta el día de
Navidad de 1931. Dickens había pasado de moda y el ateísmo “científico” era el último grito. La Navidad había
pasado a ser algo propio de mentes infantiles,
supersticiosas, poco sofisticadas.
La gente a la última despreciaba las viejas historias de abuelas sobre un niño
nacido en Belén y Dickens era considerado un trasnochado sentimental. Pero
aquel día, miles de hogares en Estados Unidos sintonizaron la radio y oyeron
estas palabras: “Me han pedido que les hable
durante un cuarto de hora sobre Dickens y la Navidad”. ¿Quién
podía ser el responsable de algo tan provocador y en apariencia demodé?
'El espíritu de la Navidad'
recoge la forma en la que Chesterton entendía el misterio del nacimiento del
Niño Dios.
Un entusiasta de ambos: el gran Gilbert
Keith Chesterton, quien tras los pasados embates del puritanismo y el
utilitarismo, defendió con su voz y con su pluma a la Navidad de las
arremetidas del ateísmo del siglo XX, ese que nos promete placeres sin fin en
una vida definitivamente liberada de toda atadura religiosa. No es
casualidad que Chesterton fuera también responsable de la renovada popularidad
de Dickens, causante de que se reeditaran libros que llevaban años agotados:
ambos gigantes de la literatura compartían una visión del hombre y de la vida
con muchos puntos en común.
En su breve charla radiofónica
Chesterton defendió que la Navidad es insustituible. Ninguna nueva religión, incluyendo las
políticas, ha creado una nueva fiesta no ya que se le parezca, sino que le
llegue a la suela de los zapatos. Ninguna nueva filosofía ha sido lo
suficientemente popular como para crear una fiesta tan popular. Aquellos que se
supone que viven en búsqueda del último placer, en realidad son gente
profundamente triste, infeliz.
Algunos les acusan de ser paganos, Chesterton responde que eso es injusto… para
los paganos.
“Los dioses y
poetas paganos del pasado -afirma Chesterton - nunca fueron tan ordinarios, de
décima división, como las ofertas rápidas y los que se las dan de inteligentes
del presente. Venus nunca fue tan vulgar como lo que ahora llaman Sex Appeal.
Cupido nunca fue tan burdo y ordinario como una novela realista moderna. Los
antiguos paganos eran imaginativos y creativos; hacían cosas y
construían cosas. De alguna manera ese hábito desapareció del mundo... Los
paganos modernos son simplemente ateos que no adoran nada y por
lo tanto no crean nada. No podrían, por ejemplo, ni siquiera hacer un sustituto
del Día de Acción de Gracias. Porque la mitad de ellos son pesimistas que dicen
no tener nada que agradecer, y la otra mitad son ateos que no tienen a nadie a
quien agradecer”.
Frente a esta fría tristeza,
Chesterton lee con fervor a Dickens porque escribe sobre la felicidad, porque
incluso “Dickens sigue siendo el único hombre
que exagera la felicidad”. Algo inaudito en una literatura
moderna cuyos autores de más fama “si algo
exageran, es la desesperación, el espíritu de la muerte”. Frente a este
espíritu, el Niño Jesús lleva consigo precisamente “esa
misteriosa revelación que trajo la alegría al mundo”.
Es ésta una idea muy nuclear en
Chesterton, que ya se encuentra en el artículo que publicó en The Illustrated London News el 9 de enero de 1909 (recogido en la
recopilación de artículos recientemente publicada bajo el título La amenaza de los peluqueros) y que le hace escribir que “El mundo moderno tendrá que encajar con la Navidad o morir”.
Por ello puede escribir en El
hombre eterno (recogido en ese tesoro de citas chestertonianas que
es Un buen puñado de ideas) que
“cualquier agnóstico o ateo que haya conocido de
niño una auténtica Navidad tendrá después y para siempre, le guste o no, una
asociación en su mente que la mayoría de la humanidad debe considerar como
remota: la idea de un recién nacido y la idea de una fuerza desconocida que
sostiene las estrellas”. Lo más poderoso y lo más frágil y
vulnerable, algo que concebimos de manera natural como polos opuestos, es en
Navidad lo mismo. Una vez expuestos a esta idea, ya nunca miraremos igual, ni a
los potentados, ni a los miserables. El pasmo, la admiración, se repetirán por
generaciones: “Un sinfín de leyendas y literatura,
que aumenta y no terminará nunca, ha repetido y repite variaciones sobre esa
única paradoja: que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran
demasiado pequeñas para alcanzar las enormes cabezas del buey y la mula”.
La Navidad pervive contra
cualquier intento de hacerla desaparecer porque es el milagro
sobre el que se fundan nuestras vidas. Frente a puritanos,
utilitaristas, ateos y lo que esté por venir, siempre aparecerán adalides como
Dickens o Chesterton para clamar que está más viva que cualquier moda
aparentemente incontenible. Como explicaba Chesterton en un pasaje que sigue
resonando en nuestro tiempo, “si un hombre quiere
adorar a la Fuerza Vital por el mero hecho de que es una Fuerza, puede adorarla
muy naturalmente en la batería eléctrica. Estoy tentado de decir que le servirá
de algo si finalmente adora a la fuerza vital en la silla eléctrica. Pero si
quiere adorar la vida porque está viva, no encontrará nada en la historia tan
vivo como esa pequeña vida que comenzó en la gruta de Belén y
que ahora vive, visiblemente, para siempre”.
*Este artículo se
publicó originalmente en el primer número de La Antorcha, la nueva revista gratuita
impulsada por la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) para ofrecer una
mirada cristiana para iluminar la realidad.
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