114 CLÉRIGOS Y RELIGIOSOS FUERON MARTIRIZADOS ALLÍ DURANTE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
LA MASACRES DE SEPTIEMBRE DE 1792, REPRESENTADAS EN LA PELÍCULA-SERIE
'HISTORIA DE UNA REVOLUCIÓN (LA RÉVOLUTION FRANÇAISE)', DIRIGIDA EN 1989 POR
ROBERT ENRICO Y RICHARD T. HEFFRON Y COPRODUCIDA POR CINCO PAÍSES EN EL SEGUNDO
CENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA.
En septiembre de 1792 fueron
asesinados de forma brutal 114 clérigos y religiosos 'refractarios' detenidos en el convento de
los carmelitas, antiguo monasterio parisino convertido en símbolo de la furia
antirreligiosa de la Revolución Francesa.
Emmanuel Bonini evoca
estos acontecimientos en un artículo que forma parte del especial sobre la vida
monacal recientemente publicado por Valeurs
Actuelles:
CONVENTO
DE LOS CARMELITAS, LOS TORTURADOS DEL TERROR
"¡El arzobispo
de Arles! ¡El arzobispo de Arles!". Es el
domingo 2 de septiembre de 1792, alrededor de las dos de la tarde, cuando
varios hombres armados con sables, picas y bayonetas entran en el jardín del convento de los carmelitas, un vasto recinto delimitado al sur
por la calle de Vaugirard. En este monasterio, convertido en prisión, más
de ciento sesenta eclesiásticos llevan encarcelados casi tres semanas.
Han sido objeto de insultos, humillaciones, vejaciones y blasfemias, no se les
ahorró nada. Pero esta vez les espera la muerte.
Apoyados en una fe inquebrantable, los prisioneros han soportado todo sin
rechistar, pero esa mañana la tensión sube un peldaño y la ansiedad les ordena
retirarse a su lugar habitual de paseo, a través de una pequeña escalera que
conecta con la capilla de la Santísima Virgen. En realidad, son empujados hasta
allí y, ante la amenaza de hombres armados, no tienen más remedio que retirarse
al fondo del jardín, entre una valla de setos y un pequeño oratorio situado en
un rincón.
"EXTIRPAD
LAS ALIMAÑAS SACERDOTALES"
Ahí están, de pie o rezando de
rodillas, cuando aparecen los hombres armados. "¡El
arzobispo de Arles! ¡El arzobispo de Arles!", siguen gritando,
lanzando ofensas a Dios. El arzobispo de Arlés se entrega y sucumbe sin rechistar,
tras declarar a sus hermanos: "Si mi sangre
puede apaciguarlos, ¿qué me importa morir? ¿No es mi deber preservar
vuestros días a expensas de los míos?".
Fue la señal para
una espantosa masacre, cuyos rastros de sangre aún son visibles en
el edificio.
Refugiados momentáneamente
en la iglesia, donde rezan la oración de los moribundos ante el altar, las "alimañas sacerdotales" son conducidas
de nuevo al jardín, a cuya entrada están apostados sus agresores. Tras un simulacro de juicio en el que una vez más se les pide que
renieguen de sí mismos, los beatos son degollados de dos en dos por sus asesinos
al grito de "¡Viva la nación!" antes
de que sus cadáveres sean arrojados a un pozo.
Muy pocos escaparán, como el
abate Berthelet de Barbot, que fue liberado al
día siguiente. Mientras en otros lugares, en París y en toda Francia, durante
setenta y dos horas, la sangre de los monjes seguirá corriendo día y noche, el
abate es testigo de cómo ha sido adoctrinada la escoria parisina congregada a las puertas de la prisión y
decidida a acabar el trabajo de los asesinos.
Desde las primeras convulsiones
de la Revolución, la voluntad de anexionar al clero se manifiesta en medidas encaminadas a
despojar de sus bienes y derechos a la Iglesia, incapaz de reformarse y
debilitada y dividida al iniciarse la Revolución. El 12 de julio de 1790 se
aprueba la Constitución Civil del Clero,
que establece la elección de los párrocos y obispos y su remuneración por el
Estado. Todos los conventos y monasterios son confiscados,
la mayoría saqueados y profanados, y las
congregaciones de hombres y mujeres abolidas.
Todos los miembros de esas
congregaciones, algunas de ellas tan prestigiosas como los lazaristas, que
habían enorgullecido a Francia en el extranjero, son apartados de la
enseñanza pública y la atención hospitalaria. Muchas obras de
caridad fueron destruidas para obtener un beneficio que, por supuesto, no
cubriría el importe de la deuda del Tesoro, estimado en mil quinientos
millones. El crecimiento de aquella deuda será además un argumento
frecuentemente utilizado por los enemigos de la Iglesia para obtener su
destrucción.
Un año después del decreto que
llamaba a los sacerdotes a prestar juramento a la Constitución, no teniendo más
dinero que esperar de un clero que había sido saqueado el 14 de diciembre de
1791, el ministro Louis-Marie de Narbonne pronunció
esta frase: "La guerra es esencial para
nuestras finanzas, la suerte de los acreedores del Estado depende de ella".
Y hubo guerra, pero acabó mal. Los sacerdotes
refractarios se convirtieron en "enemigos
internos", al igual que los franceses que permanecían fieles a Dios
y al rey; el 26 de mayo de 1792 el legislativo, en penosa situación, decretó su
proscripción, desembocando en las leyes de deportación y en las abominaciones conocidas.
El objetivo era, como
recuerda Pierre de La Gorce en Las masacres de septiembre, "extirpar las alimañas sacerdotales",
"deshacerse de estas plagas públicas", "ir a vender a todos
estos fanáticos al rey de Marruecos". Para ello, el artículo III
del decreto anima a la delación a los ciudadanos activos con derecho a voto.
PERSECUCIONES
IGNORADAS POR LA HISTORIA OFICIAL
Las cartas de denuncia
sustituyeron a los despachos reales tras la desastrosa jornada del 10 de
agosto, que vio la deposición de Luis XVI y la masacre de los guardias suizos en las Tullerías, y así comenzaron, bajo el
impulso de la todopoderosa Comuna de París, las redadas de sacerdotes refractarios llegados de toda Francia para esconderse en la capital, donde fueron expulsados y
conducidos a las distintas prisiones parisinas, entre ellas el convento del
Carmelo, transformado, como hemos dicho antes, en centro de detención.
La persecución de la Iglesia
católica durante la Revolución francesa y las atrocidades cometidas contra sus
miembros en todo el país siguen siendo mal conocidas a día de hoy y, sin
embargo, según el historiador y sacerdote católico Fernand Mourret,
su matriz fue la interpretación individualista y racionalista de la Declaración de los Derechos del Hombre, que fomentaba la anarquía.
Pero ¿a quién se debe
realmente la orden de las masacres de septiembre?
Aunque no se ha encontrado
ninguna orden escrita, se piensa inmediatamente en Danton, recién nombrado en el Departamento de Justicia,
que habría actuado a través de su Comité de Vigilancia, de acuerdo con la
Comuna, promotores inmediatos de dichas masacres. El 27 de enero de 1912, en un
discurso leído ante la Academia de Ciencias Morales y Políticas y respaldado
documentalmente, el abogado e historiador Edmond
Seligman aportó la
prueba de que Danton, tras haberles incitado, dejó que se celebrara la "terrible fiesta de los muertos". Solo
la amenaza de acción de los asesinos contra los girondinos motivó su
intervención ante Robespierre para detener la sangría.
Danton, por tanto, pero
también Marat,
calificado de "enemigo mortal del orden y de
la humanidad" por [la escritora guillotinada] Olympe de Gouges. Fue él
quien, el 3 de septiembre de 1792, publicó en su propia prensa el llamamiento a la generalización de la masacre de los "traidores",
antes de enviar la circular a los departamentos y municipios de Francia.
Todos estos jacobinos ataviados con chorreras, a
los que evidentemente hay que añadir a Robespierre y sus "enragés", son mucho más
culpables que los centenares de "manos teñidas
de sangre" (entre ellos, el siniestro comisario Maillard, jefe de los asesinos en el convento de los
Carmelitas) que actuaron "en nombre del
pueblo" en todo el país. Cabe señalar que, de entre los numerosos
asesinos, solo unas pocas docenas pusieron el corazón en su trabajo, canallas
motivados por el señuelo de un flaco beneficio que algunos ni siquiera llegaron
a ver. El resto hay que archivarlo en el cajón de los "hombres
con armas" azuzados por los "hombres
con labia".
Entre
las víctimas: dos benedictinos, dos capuchinos, un franciscano...
En total, 114 clérigos cayeron en el Carmelo. Entre ellos, un arzobispo,
dos obispos y, pertenecientes al clero de París, un párroco, nueve vicarios y
sacerdotes regulares, diez capellanes. A ellos hay que añadir, pertenecientes
al clero provincial, siete vicarios generales, tres canónigos, doce párrocos,
un doctor de la Sorbona, veintiséis vicarios y otros sacerdotes, un capellán,
dos profesores y cinco seminaristas. Por último, pertenecientes a órdenes y
congregaciones religiosas, dos benedictinos, dos capuchinos, un franciscano,
ocho antiguos jesuitas, diez sulpicianos, diez eudistas, seis sacerdotes de San
Francisco de Sales, un hermano de las Escuelas Cristianas, un oficiante y un
sacristán.
Algunos de los huesos
de los torturados aún pueden verse en un relicario de
cristal en el antiguo convento, hoy Instituto Católico de París.
Los días 2, 3 y 4 de septiembre
de 1892, mientras la República celebraba a bombo y platillo la obra de los
asesinos, enaltecidos, el convento de los carmelitas volvía a abrir sus
puertas, como cada año en las mismas fechas, para dar al público la opción
de venerar a las víctimas. "Aquí
todo nos habla de ellos", predicó el abate Sicard en
su discurso conmemorativo: "Las propias
piedras gritan y hablan de su sangrienta memoria... Podemos descender a la
cripta y besar las urnas funerarias que contienen los restos de nuestros mártires.
Es allí, en su compañía, donde un poderoso orador, un gran monje, Lacordaire,
gustaba cada año hacerse atar a una cruz durante tres horas el Viernes
Santo".
Una placa de mármol con la
leyenda "Hic ceciderunt"
("Aquí perecieron") rinde homenaje, en ese lugar, a los
llamados "mártires de septiembre" o
"mártires carmelitas", que
fueron beatificados en 1926 por el Papa Pío XI, y cuya memoria conmemora la Iglesia católica cada 2 de
septiembre en su calendario litúrgico. Uno de los monjes mártires carmelitas,
el hermano Salomon, también fue canonizado por el Papa Francisco en
2016. Algunos de los huesos de los mártires aún pueden verse en un relicario de
cristal en el antiguo convento, hoy Instituto Católico de París.
Traducción de Verbum
Caro.
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