lunes, 7 de noviembre de 2022

¿QUÉ PODEMOS HACER PARA SOLUCIONAR LA CRISIS DE LA IGLESIA?

 Quizá la pregunta más frecuente que plantean los lectores desde hace unos años sea esta: ¿qué podemos hacer para resolver esta crisis que sufre la Iglesia? No podemos seguir así, tenemos que hacer algo. Rezar y todo eso está muy bien, pero ¿qué podemos hacer nosotros?

Teniendo en cuenta que son tiempos recios, como decía Santa Teresa, la pregunta es muy comprensible y yo me he preguntado lo mismo muchas veces. Es cierto que la situación de la Iglesia, en varios aspectos, es desoladora y angustiosa. Nada hay más normal que el hecho de que un hijo de la Iglesia ame a su madre y quiera encontrar una forma de ayudarla en ese trance. Veamos, pues, qué se puede responder a una pregunta tan natural en nuestros tiempos.

Hasta donde puedo verla primera y principal respuesta es la que nadie quiere oír: no se puede hacer nada. No estoy hablando hiperbólicamente, para decir que se puede hacer poco o que es muy difícil hacer algo. No. En el sentido más literal y más fundamental, no podemos hacer nada para solucionar la crisis de la Iglesia. Nada.

No podemos hacer nada para solucionar la crisis de la Iglesia porque la Iglesia no está fundada en las fuerzas humanas, sino en el poder de Dios. En última instancia, a la Iglesia no la conducen los hombres, ni siquiera los obispos, ni siquiera el Papa, sino el Buen Pastor. A fin de cuentas, la Iglesia es la Esposa de Cristo, es Él quien derramó su sangre preciosa por ella y es a Él a quien le toca protegerla y guiarla.

Es hora de que lo aceptemos de una vez, porque, de hecho, la mayoría de nuestros desánimos y angustias vienen de no querer aceptar ese hecho fundamental. Curiosamente (o mejor dicho, paradójicamente), esta respuesta no es fuente de desesperación, sino de esperanza y de una profunda alegría que, como nos prometió el mismo Cristo, nadie nos podrá quitar. Lo digo por experiencia propia. Descansa en el Señor y espera en él, no te exasperes por el hombre que triunfa empleando la intriga.

La Iglesia no funciona a base de nuestras buenas intenciones, ni de nuestra entrega, ni de firmas y ni siquiera de nuestra fe. Si fuera así, la Iglesia sería tan débil y cambiante como nuestras buenas intenciones, nuestra entrega o nuestra fe. Gracias al cielo, es Jesucristo quien lleva a la Iglesia sobre sus hombros, no nosotros. Todo lo que digamos nosotros se lo llevará el viento, pero sus palabras no pasarán. Es el Señor quien da la pobreza y la riquezahumilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre. La esperanza de la Iglesia está únicamente en Dios y no en nosotros. Él sabe muy bien lo que hace. ¡Lo sabe!

Bueno, de acuerdo en que es Cristo y solo Cristo el que dirige la Iglesia, pero también quiere que colaboremos con Él, ¿no? Entonces, aparte de reconocer que la Iglesia, la historia y el universo entero están en manos de Dios, ¿qué quiere Dios que hagamos? La respuesta a esta pregunta tampoco suele gustarle a nadie, a pesar de que descuidarla nos granjea innumerables problemas y quebraderos de cabeza: Dios quiere que hagamos lo mismo de siempre.

Sus mandamientos no han cambiado, los consejos evangélicos siguen estando ahí, la Escritura no ha dejado de ser válida ni tampoco lo ha hecho la Tradición, el ejemplo de Cristo sigue siendo el mismo. Dios, en definitiva, nos pide lo mismo que siempre nos ha pedido: que nos convirtamos, que seamos santos como Él es santo, que imitemos a Cristo, que amemos a nuestros enemigos, que pongamos los ojos en las cosas de arriba y no en las de la tierra, que amemos a nuestra madre la Iglesia santa y católica, que tomemos nuestra cruz y le sigamos. Es una vocación altísima, la más alta que podríamos haber recibido. Pero como también es humilde y escondida a los ojos de los hombres, no nos gusta y nos resistimos a decir, con el salmista, Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad. Preferimos soñar con hacer cosas a la manera del mundo, en dar de patadas en el trasero a teólogos u obispos infieles o fantasear con “si yo fuera Papa se iban a enterar”, pero lo que Dios quiere de nosotros es mucho más que eso: sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.

Vale, está bien, lo importante es Dios y ser santos, pero Dios nos pide que hagamos cosas por los demás, ¿verdad? ¿No querrá que hagamos cosas por la Iglesia? Sin duda, pero siempre según el orden que Él mismo nos ha dado: amarás al prójimo como a ti mismo. Cuanto más próximo, mayor y más concreta es nuestra obligación. A quien tenemos que ayudar de manera primordial e insustituible en estos tiempos de crisis es a los cercanos, a nuestros hijos, nuestra familia, nuestros vecinos, nuestra parroquia, nuestros amigos, nuestro párroco o nuestro obispo. Es más fácil discutir en Internet sobre lo que deberían hacer los obispos que catequizar con perseverancia a nuestros hijos, estudiar para saber dar razón de nuestra esperanza, anunciar el evangelio a los vecinos o rezar el rosario en familia cuando lo que apetece es otra cosa. Es más fácil y placentero criticar al cardenal Herejini o a Mons. Nomentero que rezar y ofrecer sacrificios por nuestro párroco o nuestro obispo. Pero lo que nos pide Dios es ante todo lo segundo.

Y sí, antes de que insista de nuevo el lector preguntón, también es bueno (y en ocasiones una obligación) hacer cosas específicas para combatir la crisis de la Iglesia universal, cada uno según su vocación, su estado y su capacidad. De hecho, InfoCatólica se dedica en buena parte a esta tarea e incluso este blog hace lo que puede en ese sentido y es evidente que los obispos y en menor medida los sacerdotes tienen una gran responsabilidad en ese ámbito. Sin embargo, solo llegando a aquí en orden, es decir, a través de todo lo anterior, podremos hacer lo que tengamos que hacer sin agobiarnos, sin el celo amargo que pudre los frutos y repele a los que nos ven, sin la desesperanza que nos quita la alegría. Solo así mantendremos nuestra mirada donde debe estar, en Cristo Rey, y no en los pecados y las miserias de los hombres. Solo así nuestro amor por la Iglesia será caridad sobrenatural y no egoísmo e impaciencia ligeramente camuflados de celo y ortodoxia. Solo así estaremos haciendo la voluntad de Dios y no la nuestra. Dios nos lo conceda.

Bruno

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