Y que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido.
Fue la
noche de Santiago y casi por compromiso.
Se
apagaron los faroles y se encendieron los grillos.
En las
últimas esquinas toqué sus pechos dormidos, y se me abrieron de pronto como
ramos de jacintos.
El
almidón de su enagua me sonaba en el oído, como una pieza de seda rasgada por
diez cuchillos.
Sin luz
de plata en sus copas los árboles han crecido, y un horizonte de perros ladra
muy lejos del río.
Pasadas
las zarzamoras, los juncos y los espinos, bajo su mata de pelo hice un hoyo
sobre el limo.
Yo me
quité la corbata.
Ella se
quitó el vestido.
Yo el
cinturón con revólver.
Ella sus
cuatro corpiños.
Ni nardos
ni caracolas tienen el cutis tan fino, ni los cristales con luna relumbran con
ese brillo.
Sus
muslos se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la
mitad llenos de frío.
Aquella
noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin
estribos.
No quiero
decir, por hombre, las cosas que ella me dijo.
La luz
del entendimiento me hace ser muy comedido.
Sucia de
besos y arena yo me la llevé del río.
Con el
aire se batían las espadas de los lirios.
Me porté
como quien soy.
Como un
gitano legítimo.
Le regalé
un costurero grande de raso pajizo, y no quise enamorarme porque teniendo
marido me dijo que era mozuela cuando la llevaba al río.
La casada
infiel,
Federico
García Lorca
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