Dividir la Iglesia en una «izquierda» y en una «derecha», en el estado profético de las órdenes religiosas o de los movimientos de una parte y la jerarquía de la otra, es una operación a la que nada en la Escritura nos autoriza
Por: Card. Joseph Ratzinger | Fuente: Zenit.org (27
de mayo, 1998)
Antes de profundizar en estas ideas, mencionemos brevemente una tercera
propuesta de interpretación de la relación entre las estructuras eclesiales
estables y las nuevas floraciones pneumáticas: hoy
hay quien, retomando la interpretación escriturística de Lutero sobre la
dialéctica entre la Ley y el Evangelio, contrapone sin más la línea
cúltico-sacerdotal a la profética en la historia de la salvación. En la
segunda se inscribirían los movimientos. También esto, como todo lo que sobre
esto habíamos reflexionado hasta ahora, no es del todo erróneo; pero, aún es
demasiado impreciso y por esto inutilizable, tal como se presenta. El problema
es demasiado vasto para ser tratado a fondo en esta sede. Sobre todo habría que
recordar que la ley misma tiene carácter de promesa. Sólo porque es tal, Cristo
ha podido cumplirla y, cumpliéndola, ha podido al mismo tiempo «abolirla». Ni siquiera los profetas bíblicos, en
verdad, han relegado la Torá, más bien, al contrario, han pretendido valorizar
su verdadero sentido, polemizando contra los abusos que se hacían de ella. Es
relevante, en fin, que la misión profética sea siempre conferida a personas
singulares y jamás sea fijada a una «casta» (coetus)
o status peculiar. Siempre que (como de hecho ha sucedido) la profecía se presenta
como un status, los profetas bíblicos la critican con dureza no menor que
aquella que usan con la «casta» de los
sacerdotes veterotestamentarios. Dividir la
Iglesia en una «izquierda» y en una
«derecha», en el estado profético de las órdenes religiosas o de los
movimientos de una parte y la jerarquía de la otra, es una operación a la que
nada en la Escritura nos autoriza. Al contrario, es algo artificial y
absolutamente antitético a la Escritura. La Iglesia está edificada no
dialécticamente, sino orgánicamente. De verdadero, por lo tanto, sólo queda que
en ella se dan funciones diversas y que Dios suscita incesantemente hombres
proféticos -sean ellos laicos, religiosos o, por qué no, obispos y sacerdotes-
los cuales le lanzan aquella llamada, que en la vida normal de la «institución» no alcanzaría la fuerza necesaria.
Personalmente, considero que no sea posible entender a partir de esta
esquematización la naturaleza y deberes de los movimientos. Y ellos mismos
están muy lejos de entenderse de tal manera.
El fruto de las reflexiones expuestas hasta ahora es escaso para los fines de
nuestra problemática, pero no por esto carece de importancia. No se llega a la
meta si como punto de partida hacia una solución, se escoge una dialéctica de
los principios. En vez de intentar por esta vía, a mi parecer conviene adoptar
un planteamiento histórico, que es coherente con la naturaleza histórica de la
fe y de la Iglesia.
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