Murmurar, criticar o difundir rumores es "el idioma de la hipocresía".
Por: R. Valdés y C. Ayxelà | Fuente: opusdei.es
Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en
verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8, 31-32). En un
extenso diálogo con los judíos surge esta promesa del Señor que, en su
sencillez y su solemnidad, atraviesa los siglos: la
verdad nos hace libres. Pero también atraviesan los siglos las falsas
promesas de aquel que era homicida desde el
principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando
habla la mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y el padre de la
mentira (Jn 8, 44).
“La razón más alta de la dignidad humana —enseña el Concilio Vaticano
II—consiste en la vocación del hombre a la unión
con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con
Dios" (Gaudium et Spes, 19). Por eso se puede decir que la
palabra —la necesidad de vivir en diálogo, en comunión— es lo más propio
de la persona. En la palabra se comunica la persona misma: cuando hablamos no
emitimos un mensaje solamente, sino que en cierto sentido nos damos a nosotros
mismos. Y no solo llegamos al oído de los demás, sino a su corazón, al centro de
su ser. Por eso, la palabra tiene una dimensión en cierta manera sagrada.
Su uso recto beneficia, edifica a las personas, mientras que las palabras
descuidadas maltratan a los demás. Lo percibió intensamente Aleksandr
Solzhenitsyn: las mentiras, sostenía, no son
palabras que decimos y quedan flotando en el aire, alejadas de nosotros, sino
que cada mentira nos corrompe por dentro, hasta consumirnos las entrañas.
EL TONO DE LOS
PRIMEROS CRISTIANOS
En su predicación, el Señor invita a todos a la transparencia; a ser
sencillos, a rehuir casuísticas que con frecuencia encubren, o al menos incoan,
la mentira: que vuestro modo de hablar sea: 'Sí,
sí'; 'no, no'. Lo que exceda de esto, viene del Maligno (Mt
5, 37). Durísimo contra la hipocresía, el Señor alaba con gusto a aquellos en
los que no hay doblez ni engaño (cfr. Jn 1, 47). El suyo es un tono, un
modo de hacer, que caló profundamente entre los primeros cristianos: la
epístola de Santiago se expresa con acentos similares: Que vuestro sí sea sí y que vuestro no sea no, para que
no incurráis en juicio (St 5,
12). San Pedro les habla de rechazar toda malicia y todo engaño,
hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias para poder acercarse a
Dios, para apetecer, como niños recién nacidos, la leche espiritual no
adulterada (1 P 2, 1-2).
Esa inocencia cristiana en la palabra, sin embargo, no se logra con una
simple intención genérica, buenista: la tensión entre verdad
y mentira está presente en todo el arco de nuestra vida. La Escritura no
se limita a enunciar los principios, sino que señala con detalle los abusos de
la palabra, la desconexión entre lo que se es y lo que se dice. Resulta en este
sentido antológica, y de perenne actualidad, la amonestación de Santiago sobre
la lengua:
Si alguno no peca de palabra, ese es un hombre
perfecto, capaz también de refrenar todo su cuerpo. Si ponemos frenos en la
boca a los caballos para que nos obedezcan, dirigimos todo su cuerpo. Mirad
también las naves: aunque sean tan grandes y las empujen vientos fuertes, un
pequeño timón las dirige adonde quiere la voluntad del piloto. Del mismo modo,
la lengua es un miembro pequeño, pero puede jactarse de grandes cosas (…). Todo
tipo de fieras, aves, reptiles y animales marinos puede domarse y de hecho ha
sido domado por el hombre; sin embargo, ningún hombre es capaz de domar su
lengua
(St
3, 2-8).
Esta misma solicitud por la “doma" de
la lengua está muy presente en las enseñanzas del Papa Francisco. Con la misma
insistencia del Apóstol, no pierde ocasión de pedir a los cristianos que nos
esforcemos por poner freno a la palabra que destruye. Sabe el Papa que su
llamada a la renovación de la vida de los cristianos y de la Iglesia quedaría
desvirtuada si no llegáramos a ese pequeño timón que decide el curso de la
nave.
Todos agradecemos la franqueza con que habla el Sucesor de Pedro, aunque
existe el riesgo de que pensemos demasiado rápido que habla para los demás, y
pasemos página sin preguntarnos en qué medida nuestros hábitos actuales o los
modos socialmente aceptados de conducirse en esta materia están a la altura del
Evangelio. El Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. nn. 2464 ss.) y el Magisterio del Papa
Francisco proporcionan muchas pistas para la reflexión.
LA MENTIRA, IDIOMA
DE LA HIPOCRESÍA
¿Con qué delicadeza nos esforzamos por amar y decir
la verdad siempre, por evitar completamente la mentira? Porque no podemos olvidar la
gravedad de la mentira, que “es una verdadera
violencia hecha a otro. Atenta contra él en su capacidad de conocer, que es la
condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de
los espíritus y todos los males que esta suscita. La mentira es funesta para
toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las
relaciones sociales" (Catecismo, n. 2486).
El Papa ha hablado con energía del idioma de la hipocresía,
propio de quienes no aman la verdad. Se aman solo a sí mismos,
y, de este modo, buscan engañar, implicar al otro en su engaño, en su mentira.
Tienen el corazón mentiroso; no pueden decir la verdad (Homilía, 4.VI.2013). Como San Pedro,
apela a la inocencia de los niños, a la leche
espiritual no adulterada (1 P
2, 2): un niño
no es hipócrita, porque no está corrompido. Cuando Jesús nos dice: que vuestro
modo de hablar sea: 'sí, sí', 'no, no', con alma de niño, nos dice lo contrario
de aquello que dicen los corruptos (...). Pidamos hoy al Señor que nuestro modo
de hablar sea el de la sencillez, el de los niños; hablar como hijos de Dios:
por lo tanto, hablar en la verdad del amor
(Homilía, 4.VI.2013).
LA MURMURACIÓN:
APRENDER A MORDERSE LA LENGUA
En el sermón de la montaña, Jesús lleva hasta la raíz el quinto
mandamiento del decálogo: Habéis oído que se
dijo a los antiguos: No matarás, y el que mate será reo de juicio.Pero yo os
digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio (...); y
el que le maldiga será reo del fuego del infierno (Mt 5, 21-22). Las palabras del Señor son
duras, pero es que quien entra en la
vida cristiana, el que acepta seguir este camino, tiene exigencias superiores a
las de los demás. No tiene ventajas superiores. ¡No!
Exigencias superiores (Homilía,
13.VI.2013). La murmuración y el insulto no se reducen a una travesura
inocente: matan al hermano. Escribe san Josemaría: ¿Sabes el daño que puedes ocasionar al tirar lejos
una piedra si tienes los ojos vendados? —Tampoco sabes el perjuicio que puedes
producir, a veces grave, al lanzar frases de murmuración, que te parecen
levísimas, porque tienes los ojos vendados por la desaprensión o por el
acaloramiento (Camino, 455). Por
eso, sigue el Papa, cuando en el corazón hay algo negativo contra alguien, y se
lo expresa con un insulto, con una maldición o con enojo, hay algo que no funciona,
y te tenés que convertir, tenés que cambiarlo (Homilía,
13.VI.2013).
A quien pensara que, de todos modos, es justificable hablar mal de
alguien porque “se lo merece", el Papa
le hace esta recomendación: ve y reza por él. Ve y haz
penitencia por ella. Y después, si es necesario, habla a esa persona que puede
remediar el problema. Pero no se lo digas a todos (...) Pablo fue un pecador
fuerte. Y dice de sí mismo: primero era un perseguidor, un blasfemo, un
violento. Pero se usó misericordia conmigo. Tal vez ninguno de nosotros
blasfema. Pero si alguno de nosotros murmura, ciertamente es un perseguidor y
un violento (Homilía, 13.IX.2013).
Hay que tener en cuenta además el efecto devastador que tiene esta
conducta en la vida familiar, social y eclesial; se trata de una lluvia fina
que parece inocente pero corroe todo: Que cada uno se pregunte hoy:
¿hago crecer la unidad en la familia, en la parroquia, en la comunidad, o soy
un hablador, una habladora? ¿Soy motivo de división, de malestar? ¡Vosotros no
sabéis el daño que hacen a la Iglesia, a las parroquias, a las comunidades, las
habladurías! ¡Hacen daño! Las habladurías hieren. Un cristiano, antes de
parlotear, debe morderse la lengua (Homilía,
25.IX.2013).
LA DIFAMACIÓN Y LA
NECESIDAD DE REPARAR
Es bueno tener presente que no basta que algo sea o parezca verdad para
que se pueda divulgar sin más consideraciones. “El
derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Todos deben
conformar su vida al precepto evangélico del amor fraterno. Este exige, en las
situaciones concretas, estimar si conviene o no revelar la verdad"
(Catecismo, n. 2488).
Muchas veces el supuesto interés
informativo (tanto del emisor como
del receptor) es en realidad el disfraz de una curiosidad irrespetuosa, que
deriva con frecuencia en cotilleos o en habladurías, en insinuaciones y
afirmaciones calumniosas sobre personas e instituciones, que se extienden
después sin que haya muchas posibilidades de rectificarlas.
Por ese motivo, en esos casos la reparación es un deber de conciencia.
Así lo recuerda el Catecismo: “Toda falta
cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación aunque
su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente,
es preciso hacerlo en secreto. Si el que ha sufrido un perjuicio no pude ser
indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre
de la caridad. Este deber de reparación concierne también a las faltas
cometidas contra la reputación del prójimo" (n. 2487).
Merece la pena revisar, por tanto, nuestra actitud ante la ligereza con
que se suele tratar en conversaciones y comentarios —también entre cristianos—
la intimidad y la fama de los demás, quizá alegando como justificación que uno
o una se está limitando a repetir lo que cuentan las noticias, ¡o los rumores! Las habladurías —afirmaba
el Papa— hieren, son bofetadas a la buena fama de una
persona, son bofetadas al corazón de una persona (Homilía, 12.IX.2014). Podemos
pensar también en nuestro modo de reaccionar ante la desenvoltura con que se
acepta como cosa normal criticar a las personas (desde la vecina de arriba
hasta el político o el futbolista que sale en la televisión), de palabra o por
escrito, de manera agria o malévola, sin comprensión, llegando con gran
naturalidad hasta la detracción y el insulto, sin la menor posibilidad de que
la crítica sea constructiva para nadie.
¿Qué buscamos? ¿Qué ganan los demás, cuando
difundimos esas noticias o rumores, sin saber exactamente qué hay de verdadero
en ellos? Porque, de
hecho, incluso la información verdadera que conocemos sobre los demás debe ser
manejada con prudencia y discreción, para no difamar ni escandalizar o provocar
otros daños (cfr. Catecismo, nn. 2477 y 2479). Fácilmente dejamos que se
adormezca nuestra sensibilidad para rechazar esos comportamientos, o para
advertir que quizá estamos cayendo también en ellos. Y si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se la salará?
(Mt 5, 13). Somos los cristianos los que tenemos la misión, y la gracia
para llevarla a cabo, de mantener en el mundo el aire libre y limpio de la
verdad. Hoy, cuando el
ambiente está lleno de desobediencia, de murmuración, de trapisonda, de enredo,
hemos de amar más que nunca la obediencia, la sinceridad, la lealtad, la
sencillez: y todo, con sentido sobrenatural, que nos hará más humanos (Forja, n. 430).
PARA LOGRAR LA PAZ
En el encuentro con los presidentes de Israel y Palestina para pedir por
la paz, el Papa pronunciaba una oración que, en sus últimos compases, rezaba
así: Señor, desarma la lengua y las manos, renueva los
corazones y las mentes, para que la palabra que nos lleva al encuentro sea
siempre «hermano» (Discurso,
8.VI.2014).
La verdad que nos hace libres (cfr. Jn 8, 31-32) no consiste
simplemente en la posesión o la transmisión de enunciados e informaciones que
corresponden a la realidad de las cosas. Se trata de algo más profundo: la
verdad que fundamenta la sinceridad y la lealtad con los demás, en todas sus
formas, es que todos los hombres somos hermanos, hijos del mismo Padre.
Jesucristo nos ha mostrado con su vida, veritatem
faciens in caritate (cfr. Ef
4,15), esta armonía fundamental entre la verdad y el amor. Por eso, la verdad
que libera, que trae la paz, está en esa manifestación eminente del amor de
Dios por los hombres, que es la Cruz redentora: ¡Cómo quisiera
que por un momento todos los hombres y las mujeres de buena voluntad mirasen la
Cruz! Allí se puede leer la respuesta de Dios: allí, a la violencia no se ha
respondido con violencia, a la muerte no se ha respondido con el lenguaje de la
muerte. En el silencio de la Cruz calla el fragor de las armas y habla el
lenguaje de la reconciliación, del perdón, del diálogo, de la paz (Homilía, 7.XI.2014).
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