La Iglesia de Inglaterra se encuentra ahora en un estado tan lamentable -carcomida por el wokismo, el feminismo y el homosexualismo-, una sombra de lo que fue, minada por la división interna, la herejía generalizada y la espantosa incompetencia a nivel jerárquico. De hecho, el rey Carlos III defenderá exactamente esa forma de cristianismo.
La Providencia ha querido que
yo estuviera en Inglaterra en el momento de la muerte de la reina Isabel II y
la subida al trono del rey Carlos III. De hecho, estaba en un ferry que cruzaba
el canal en el momento de su muerte y mi amigo Gavin Ashenden me comunicó la
noticia a mi llegada a Caen [N.deT. Normandía, Francia]. Gavin es un antiguo
capellán de la Reina, así que los dos días de mi estancia con él estuvieron
salpicados de solicitudes de entrevistas de medios de comunicación de todo el
mundo... ¡a Gavin, no a mí!
A mi regreso a Inglaterra, el
domingo, vi la interminable cobertura televisiva del fallecimiento de la Reina
y la ascensión al trono del Rey Carlos y me recordó los aspectos positivos de
la monarquía. Es bueno para un país tener un jefe de Estado que
proporcione un símbolo estable y centrado de la nación. La Reina
Isabel lo hizo con una vida personal que abarcó la Segunda Guerra Mundial y la
llegada de la verdadera modernidad. Ella proporcionó un vínculo con el pasado,
y el Rey Carlos ofrecerá la misma continuidad. Nuestro propio sistema [Estados
Unidos] –en el que el presidente ejerce de jefe de Estado– es inestable en comparación
[con el del Reino Unido] y se basa con demasiada frecuencia en un sistema
electoral que parece vinculado con un concurso de famosos vulgares con un
mínimo común denominador. El hecho de que esto arroje a los candidatos más
inadecuados, egoístas, superficiales e incompetentes parece obvio en nuestra
actual cosecha de aspirantes a la presidencia.
Un líder refleja
invariablemente la nación que dirige, encarna los valores del pueblo, los
tipifica y los magnifica. Creo que, de forma misteriosa, el líder también
ejemplifica las creencias del pueblo –especialmente de forma subconsciente– y
cuanto más laxas sean sus creencias religiosas y estén por debajo de la
superficie, más las reflejará el liderazgo: Es decir, tenemos los líderes que
nos merecemos.
Por
lo tanto, me resultó interesante escuchar al rey Carlos prestar el juramento de
defender la Iglesia de Inglaterra. Utilizó las palabras tradicionales, pero ¿qué
significan realmente en la práctica? ¿Qué apoya y defiende? La
Iglesia de Inglaterra se encuentra ahora en un estado tan lamentable –carcomida
por el wokismo, el feminismo y el homosexualismo–, es una sombra de lo que fue,
minada por la división interna, la herejía generalizada y la espantosa
incompetencia a nivel jerárquico.
De hecho, el rey Carlos III
defenderá exactamente esa forma de cristianismo que la Iglesia de Inglaterra
observa ahora como un nuevo tipo de ortodoxia, es decir, el deísmo moralista y terapéutico.
¿Qué clase de monarca podemos esperar de Carlos III? Uno que sea
moralista, es decir, respetable. La Iglesia de Inglaterra, al igual que la
monarquía, es ante todo el pilar de la respetabilidad del establishment. Esta
cómoda moral tiene poco que ver con la genuina e histórica moral cristiana
y todo que ver con encajar, ser un buen ciudadano, obedecer las reglas
de respetabilidad, en resumen, ser una persona agradable y tolerante que no
hace olas ni causa problemas. No es para ellos el fuego de los profetas ni las
penas del martirio. Para esta iglesia, la moralidad significa seguir la corriente,
adaptarse y adoptar el espíritu de la época.
Junto con esta falsa moralidad
del rey Carlos y su iglesia está el segundo aspecto de esta impía Trinidad: el terapéutico. La Iglesia de Inglaterra, junto
con su nueva cabeza, seguirá defendiendo un tipo de
activismo que quiere hacer algo: el sentimentalismo vulgar y autoindulgente de querer hacer del mundo un lugar mejor. Casi no
importa lo que sea, pero debe ser una causa que, si no es digna, pueda hacerse
parecer digna, y de hecho indispensable, para la gente de relaciones públicas.
Puede ser ayudar a los jóvenes desempleados a encontrar una carrera, puede ser
resolver los problemas climáticos o ser amable con las personas LGBTQ o
construir pequeños hogares para las ancianas: este bien debe ser público y
notorio. La terapia para los individuos y para las instituciones y el mundo es
lo que nos dirá la religión.
Ahora bien, la verdadera
moralidad y la mejora de la vida de las personas es algo que merece la pena,
pero en realidad no es la religión. Es algo que las personas religiosas
deberían hacer. La religión, en cambio, es el encuentro de la
humanidad con lo trascendente. Es la zarza ardiente, el
valle de los huesos y los carros de fuego. Es la mística de los mártires, la
pasión de los santos y los milagros del desierto. Es las noches de insomnio de
las visiones, el encuentro con Dios, la visión sacramental y la fe de los
niños.
Finalmente, el rey Carlos III es el símbolo máximo del Deísmo. El deísta cree en
Dios, pero su dios no hace nada. Es un monarca celestial adormecido, que se contenta, como Carlos
III, con mantener la boca cerrada, disfrutar de los palacios y las prebendas
celestiales y quizás estar allí de vez en cuando para alguna que otra aparición
ceremonial. Los informativos no dejan de subrayar que Carlos tendrá que cambiar
de marcha para su nuevo papel. Se acabó el activismo bienintencionado, las
notas personales reprendiendo a los ministros del gobierno y convocando
reuniones con los burócratas que se portan mal. Ahora, al igual que su madre, deberá
contentarse con las sonrisas educadas, los apretones de manos diplomáticos, los
photocalls y el gran esfuerzo de mantener la boca cerrada.
Le deseo lo mejor en esta
difícil empresa. Sin duda, como él apoya a la Iglesia de Inglaterra, ellos
también lo apoyarán a él, ya que juntos luchan por vivir el falso cristianismo
del deísmo moralista y terapéutico. Esta lucha está
condenada en última instancia, por
supuesto, porque, como dice San Pablo, «tiene la
forma de la piedad, pero niega su poder». Es una mera obra de manos
humanas: el arrianismo y el pelagianismo de
nuestros días.
Dwight Longenecker
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