Los discípulos no somos más que el maestro. Para mí es sencillo. No podemos callar.
Por: Jorge E. Traslosheros | Fuente: El Observador
Para los cristianos han sido tiempos de reflexión sobre la pasión,
muerte y resurrección de Jesús, el carpintero de Nazaret. Dios se reveló en
Cristo y en Él mostró la plenitud de nuestra humanidad. Esta afirmación está en
el corazón del Evangelio, de la teología centrada en la persona y del Concilio
Vaticano II.
Jesús no fue asesinado por ser un moralista liberal, un judío celoso, un rabino
incómodo o un revolucionario de avanzada. Lo crucificaron por ser el hijo de
Dios vivo. Durante su proceso guardó silencio, menos al afirmar su identidad
ante pregunta expresa del Sumo Sacerdote. Él es el Cristo, el Hijo de Dios
Bendito.
Mientras medito en el sustento de mi fe, recuerdo las palabras de algunos
amigos míos quienes me dicen, con insistencia, que la Iglesia debería ser más
prudente en lo que habla y adaptarse a la época para no perder simpatizantes.
El hecho es que Cristo no calló, ni negó su identidad. Esto le valió el
abandono de muchos seguidores (casi todos) y le costó la vida. Los discípulos
no somos más que el maestro. Para mí es sencillo. No podemos callar.
También estoy convencido que debemos aprender a hablar en imitación de Jesús,
quien sabía decir las cosas claro y despacito, a decir de mi abuelita.
El objetivo no es evitar problemas, sino transmitir bien el mensaje del
Maestro. Ser cristiano y pretender no pasar dificultades resulta ilusorio.
Reflexiono en tres aspectos del aprendizaje.
1.- Los cristianos anunciamos a una Persona, no defendemos una verdad de
los ataques del mundo. Una verdad
formulada con lógica y al detalle, por importante que sea, no enternece a
nadie, no habla, no camina, no llora, mucho menos necesita de una madre que le
acompañe al pie de la Cruz, ni de un apóstol que le siga hasta negarlo, que
llore por amor y, al final, se convierta en la piedra de su Iglesia. Anunciamos
a Cristo porque estamos ciertos que es el camino, la verdad y la vida.
2.- Moralismo y catolicismo se agarran a cachetadas. Puesto que no anunciamos un programa
ético, sino a una persona, cuando centramos la acción en defender tercamente
una verdad lógicamente formulada nos olvidamos de mostrar la belleza de la fe
y, por ende, de compartir con hombres y mujeres de buena voluntad los
horizontes inacabables de nuestra humanidad. La fe tiene consecuencias morales
innegables, pero no surge de un código. No es la moral la que otorga su valor a la persona,
es la centralidad de la persona lo que funda la moral.
3.- La belleza de la fe es Cristo y en Él todo queda vinculado. Así lo expresa el Papa: «Sólo si se respeta la vida humana desde la concepción
hasta la muerte es posible y creíble también la ética de la paz; sólo entonces
la no violencia puede expresarse en todas las direcciones; sólo entonces
respetamos verdaderamente la creación; y sólo entonces se puede llegar a la
verdadera justicia». Vida, justicia y paz están ligadas. Cuando las desvinculamos
se genera un moralismo inaceptable que nos conduce a una conciencia fragmentada
y a una fe sin coherencia. Así, ningún testimonio es creíble y ninguna
esperanza enamora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario