MARIELA,
DE 4 AÑOS, jugaba con los cubiertos en la
mesa. Su papá le dijo que se quedara quieta. Pero antes de terminar de darse
cuenta de qué le decían, involuntariamente con su codo tumbó el vaso de agua.
“Ahora
te jodes y no tomas nada”, le dijo su papá. Y ella,
pequeñita, entendió que había que joderse,
sin entender muy bien qué era lo que había pasado.
Patricia
de 3 años, corría por el patio de su casa. Su abuelo le dijo que no corriera,
que podía caerse y salir lastimada.
Un minuto
después, Patricia se cayó. “Jódete”, le dijo
el abuelito, y ella sintió que tenía la culpa de algo que no sabía muy bien qué
era…
Alberto
de 5 años, quiso acariciar a un gatito que vió en la calle, el gatito reaccionó
a la defensiva y le arañó. “Jódete”, le dijo
su mamá. “Así aprendes a no tocar animales que no
conoces”.
...y así,
aprendimos a jodernos, a creer que habíamos
hecho algo mal, así, aprendimos a decirle al él o a ella que se jodan.
Así,
desde pequeños, se nos desdibujó la compasión, se nos fomentó la saña, se nos
apartó de la maravilla de ser un poco más humanos.
Que nadie
se joda si podemos decirle a Mariela que juegue, que sea feliz. Que le podemos
llenar el vaso de agua las veces que sean necesarias.
Que nadie
se joda, si le podemos decir a Patricia que
corra, que se divierta, que disfrute de sus piernas, de la brisa en su piel. ¿Y si se cae? Le damos la mano, la ayudamos a que se
levante, la abrazamos, y le decimos que una caída no es grave.
Que
Alberto sepa que nunca estará mal expresar cariño, aunque el otro no pueda o no
sepa recibirlo.
Para que
cuando Mariela, Patricia y Alberto sean grandes, no digan por ahí
indiscriminadamente: “Jódete, que tú te lo buscaste”.
Para que
cuando cuando Mariela, Patricia y Alberto crezcan, no desplieguen el dedito
acusador que les movieron cuando aún eran muy inocentes para entender la
desidia de sus progenitores.
Créditos al autor
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