El Papa Francisco ha concluido sus intervenciones oficiales en Kazajistán con un discurso pronunciado en la clausura del Congreso de Religiones Mundiales y Tradicionales celebrado en Nursultán, la capital del país asiático.
El Papa ha llamado a defender “para todos el
derecho a la religión, a la esperanza, a la belleza, al cielo” y ha
reivindicado el diálogo interreligioso como un “servicio
urgente e insustituible para la humanidad” en favor de la paz.
A continuación, el
texto completo del discurso del Pontífice:
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos caminado juntos. Gracias por haber venido desde diferentes partes
del mundo, trayendo la riqueza de sus credos y de sus culturas.
Gracias por haber vivido intensamente estos días de intercambio, trabajo
y compromiso con el signo del diálogo, que tienen un valor aún más precioso
durante un período tan difícil, al que, además de la pandemia, se agrega el
peso de la locura insensata de la guerra.
Hay demasiado odio y divisiones, demasiada falta de diálogo y de
comprensión del otro; esto, en el mundo globalizado, resulta aún más peligroso
y escandaloso.
No podemos salir adelante conectados y separados, vinculados y
desgarrados por tanta desigualdad. Así pues, gracias por los esfuerzos
realizados en favor de la paz y la unidad.
Gracias a las autoridades del lugar, que nos han recibido, preparando y
alistando con sumo cuidado este Congreso, y a la población de Kazajistán,
amigable y valiente, capaz de abrazar otras culturas preservando su noble
historia y sus valiosas tradiciones.
Kiop raqmet! Bolshoe spasibo! Thank you very much!
Mi visita, que ya está llegando a su fin, tiene como lema Mensajeros de la paz y la unidad. Está en plural, porque el camino es común. Y
este séptimo Congreso, que el Altísimo nos ha concedido la gracia de vivir, ha
marcado una etapa importante.
Desde su nacimiento en 2003, el evento ha tenido como modelo la Jornada de Oración por la paz en el mundo convocada
en 2002 por Juan Pablo II en Asís, para reafirmar el aporte positivo de las
tradiciones religiosas al diálogo y a la concordia entre los pueblos.
Después de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, era necesario
reaccionar, y reaccionar juntos, ante el clima incendiario que la violencia
terrorista quería provocar y que amenazaba con hacer de las religiones un
factor de conflicto.
Sin embargo, el terrorismo de matriz pseudorreligiosa, el extremismo, el
radicalismo, el nacionalismo alimentado de sacralidad, fomentan todavía hoy
temores y preocupaciones en relación a la religión.
Por eso en estos días ha sido providencial reencontrarnos y reafirmar la
esencia verdadera e irrenunciable de la misma.
A este respecto, la Declaración de nuestro Congreso afirma que el
extremismo, el radicalismo, el terrorismo y cualquier otra incitación al odio,
a la hostilidad, a la violencia y a la guerra, cualquier motivación u objetivo
que se propongan, no tienen relación alguna con el auténtico espíritu religioso
y han de ser rechazados con la más resuelta determinación (cf. n. 5); han de
ser condenados, sin condiciones y sin “peros”.
Además, en base al hecho de que el Omnipotente ha creado a todas las
personas iguales, independientemente de su pertenencia religiosa, étnica o
social, hemos acordado afirmar que el respeto mutuo y la comprensión deben ser
considerados esenciales e imprescindibles en la enseñanza religiosa (cf. n.
13).
Kazajistán, en el corazón del gran y decisivo continente asiático, ha
sido el lugar natural para encontrarnos.
Su bandera nos ha recordado la necesidad de custodiar una sana relación
entre política y religión. De hecho, así como el águila dorada, que se
encuentra en el estandarte, nos recuerda la autoridad terrena, haciendo alusión
a los imperios antiguos, el fondo azul evoca el color del cielo, la
trascendencia.
Por lo que hay un vínculo sano entre política y trascendencia, una sana
coexistencia que conserve los ámbitos diferenciados. Distinción, no confusión
ni separación.
“No” a la
confusión, por el bien del ser humano, que necesita, como el águila, un cielo
libre para volar, un espacio libre y abierto al infinito que no esté limitado
por el poder terreno.
Por otro lado, una trascendencia que no debe ceder a la tentación de
transformarse en poder, pues de otro modo el cielo caería sobre la tierra, el “más allá” divino quedaría atrapado en el hoy
terreno, el amor al prójimo en elecciones partidistas.
Por lo tanto, “no” a la confusión.
Pero también “no” a la separación entre
política y trascendencia, ya que las más altas aspiraciones humanas no pueden
ser excluidas de la vida pública y relegadas al mero ámbito privado.
Por eso, quien desee expresar de manera legítima su propio credo, que
sea amparado siempre y en todo lugar. ¡Cuántas
personas, en cambio, aún hoy son perseguidas y discriminadas por su fe!
Hemos pedido con firmeza a los gobiernos y a las organizaciones
internacionales competentes que apoyen a los grupos religiosos y a las
comunidades étnicas que han sufrido violaciones a sus derechos humanos y a sus
libertades fundamentales, y violencia por parte de extremistas y terroristas,
también como consecuencia de guerras y conflictos militares (cf. n. 6).
Sobre todo, es necesario comprometerse para que la libertad religiosa no
sea un concepto abstracto, sino un derecho concreto. Defendamos para todos el
derecho a la religión, a la esperanza, a la belleza, al cielo.
Porque no sólo Kazajistán, como proclama su himno, es un «dorado sol en el cielo», sino también cada ser
humano, cada hombre y cada mujer, en su singularidad irrepetible, si entra en
relación con lo divino, puede irradiar una luz particular sobre la tierra.
Por eso la Iglesia católica, que no se cansa de anunciar la dignidad
inviolable de cada persona, creada “a imagen de
Dios” (cf. Gn 1,26), cree también en la unidad de la familia
humana.
Cree que “todos los pueblos forman una
comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el
género humano sobre la faz de la tierra” (CONC. ECUM. VAT. II, Decl. Nostra
aetate, 1).
Por eso, desde que comenzamos estos Congresos, la Santa Sede,
especialmente por medio del Dicasterio para el Diálogo Interreligioso, ha
participado activamente. Y quiere seguir haciéndolo.
El camino del diálogo interreligioso es un camino común de paz y por la
paz, y como tal, es necesario y sin vuelta atrás. El diálogo interreligioso ya
no es sólo una posibilidad, es un servicio urgente e insustituible para la
humanidad, para alabanza y gloria del Creador de todos.
Hermanos, hermanas, al pensar en este camino común, me pregunto: ¿cuál es nuestro punto de convergencia?
Juan Pablo II —que hace veintiún años visitó en este mismo mes
Kazajistán— afirmó que “todos los caminos de la
Iglesia conducen al hombre” y que el hombre es “el
camino de la Iglesia” (Carta enc. Redemptor hominis, 14).
Quisiera decir hoy que el hombre es también el camino de todas las
religiones. Sí, el ser humano concreto, debilitado por la pandemia, postrado
por la guerra, herido por la indiferencia.
El hombre, creatura frágil y maravillosa, que “sin
el Creador desaparece” (CONC. ECUM. VAT. II, Const. past. Gaudium et
spes, 36) y sin los demás no subsiste.
Que se mire el bien del ser humano más que a los objetivos estratégicos
y económicos, más que a los intereses nacionales, energéticos y militares,
antes de tomar decisiones importantes.
Para tomar decisiones que sean verdaderamente grandes, que se mire a los
niños, a los jóvenes y a su futuro, a los ancianos y a su sabiduría, a la gente
común y a sus necesidades reales.
Y nosotros alzamos la voz para gritar que la persona humana no se reduce
a lo que produce y obtiene, sino que debe ser acogida y nunca descartada; que
la familia, que en lengua kazaja significa “nido
del alma y del amor”, es el cauce natural e insustituible que ha de
protegerse y promoverse para que crezcan y maduren los hombres y las mujeres
del mañana.
Para todos los seres humanos, las grandes sabidurías y religiones están
llamadas a dar testimonio de la existencia de un patrimonio espiritual y moral
común, que se funda sobre dos pilares: la
trascendencia y la fraternidad.
La trascendencia, el “más allá”, la
adoración. Es bonito que cada día millones y millones de hombres y de mujeres,
de diferentes edades, culturas y condiciones sociales, se reúnen para orar en
innumerables lugares de culto.
Es la fuerza escondida que hace que el mundo
avance.
Y luego, la fraternidad, el otro, la proximidad, porque no puede
profesar una verdadera adhesión al Creador quien no ama a sus creaturas.
Este es el espíritu que impregna la Declaración de nuestro Congreso, del
cual, en conclusión, quisiera destacar tres palabras.
La primera es la síntesis de todo, la expresión de un grito apremiante,
el sueño y la meta de nuestro camino: ¡la paz!
Beybitşilik, mir, peace!
La paz es urgente porque cualquier conflicto militar o foco de tensión y
de enfrentamiento hoy, no puede más que tener un nefasto “efecto dominó” y compromete seriamente el sistema
de relaciones internacionales (cf. n. 4).
Pero la paz “no es la mera ausencia de la
guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de
una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra
de la justicia” (Gaudium et spes, 78).
Brota, pues, de la fraternidad, crece a través de la lucha contra la
injusticia y la desigualdad, se construye tendiendo la mano a los demás.
Nosotros, que creemos en el Creador de todos, debemos estar en primera
línea para irradiar una convivencia pacífica. Debemos dar testimonio de ella,
predicarla, implorarla.
Por eso, la Declaración exhorta a los líderes mundiales a detener los
conflictos y el derramamiento de sangre en todo lugar, y a abandonar retóricas
agresivas y destructivas (cf. n. 7).
Les rogamos, en nombre de Dios y por el bien de la humanidad: ¡Comprométanse en favor de la paz, no en favor de las
armas! Sólo sirviendo a la paz, el nombre de ustedes será grande en la
historia.
Si falta la paz es porque falta el cuidado, la ternura, la capacidad de
generar vida. Y, por lo tanto, hay que buscarla implicando mayormente —esta es
la segunda palabra— a la mujer.
Porque la mujer cuida y
da vida al mundo, es camino hacia la paz.
Por eso apoyamos la necesidad de proteger su dignidad, y de mejorar su
estatus social como miembro de la familia y de la sociedad con los mismos
derechos (cf. n. 24). También a las mujeres se les han de confiar roles y
responsabilidades mayores.
¡Cuántas opciones que conllevan muerte se
evitarían, si las mujeres estuvieran en el centro de las decisiones! Comprometámonos para que sean más respetadas, reconocidas e incluidas.
Finalmente, la tercera palabra: los
jóvenes. Ellos son los mensajeros de
la paz y la unidad de hoy y del mañana. Ellos son los que, más que
otros, invocan la paz y el respeto por la casa común de la creación.
En cambio, las lógicas de dominio y de explotación, el acaparamiento de
los recursos, los nacionalismos, las guerras y las zonas de influencia trazan
un mundo viejo, que los jóvenes rechazan, un mundo cerrado a sus sueños y a sus
esperanzas.
Así también,
religiosidades rígidas y sofocantes no pertenecen al futuro, sino al pasado.
Pensando en las nuevas generaciones, se ha afirmado aquí la importancia
de la instrucción, que refuerza la acogida recíproca y la convivencia
respetuosa entre las religiones y las culturas (cf. n. 11).
En las manos de los jóvenes pongamos oportunidades de instrucción, no
armas de destrucción. Y escuchémoslos, sin miedo a dejarnos interrogar por
ellos. Sobre todo, construyamos un mundo pensando en ellos.
Hermanos, hermanas, la población de Kazajistán, abierta al mañana y
testigo de tantos sufrimientos del pasado, con su extraordinaria
multirreligiosidad y multiculturalidad nos ofrece un ejemplo de futuro.
Nos invita a construirlo sin olvidar la trascendencia y la fraternidad,
la adoración al Altísimo y la acogida a los demás.
¡Vayamos adelante así,
caminando juntos en la tierra como hijos del Cielo, tejedores de esperanza y
artesanos de concordia, mensajeros de la paz y la unidad!
Redacción ACI Prensa
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