martes, 16 de agosto de 2022

XIV. MODO, LUGAR Y TIEMPO DEL NACIMIENTO DE CRISTO

MODO DEL NACIMIENTO DE CRISTO[1]

En los tres últimos artículos de la cuestión sobre el nacimiento de Cristo, Santo Tomás se ocupa, en primer lugar, del modo que ocurrió. Respecto a ello sostiene que Cristo nació sin causar ningún dolor a su Madre.

Para probarlo argumenta: «El dolor de la parturienta se produce por la apertura de los conductos naturales por los que sale la criatura. Pero ya se dijo antes, al hablar de la virginidad de María (q.28 a.2), que Cristo salió del seno materno cerrado, y de este modo no se dio allí ninguna apertura. De aquí se sigue que no existió dolor alguno en aquel parto, como tampoco hubo ningún menoscabo de la integridad de su madre. Se dio, en cambio, la máxima alegría porque «nacía en el mundo el Hombre-Dios» (Is 35,1-2) según palabras de Isaías: «Florecerá sin duda como el lirio, y exultará con júbilo y cantos de triunfo» [2].

Se podría objetar a la tesis del nacimiento de Cristo sin dolor por parte de su madre, en primer lugar, que: «así como la muerte de los hombres fue una consecuencia del pecado de los primeros padres, según Gen 2,17: «El día que comiereis, ciertamente moriréis», así también los dolores del parto, según Gen 3,16: «Con dolores parirás a los hijos». Pero Cristo quiso sufrir la muerte. Luego parece que, por el mismo motivo, su nacimiento debió ir acompañado de dolores» [3].

La dificultad queda resuelta si se tiene en cuenta que: «El dolor del parto en la mujer es consecuencia de la unión carnal con el varón. De donde, en Gen 3,16, después de haber dicho: «Parirás los hijos con dolor», se añade: «Y estarás bajo la autoridad del varón» Pero, como dice San Agustín, en el sermón La Asunción de Santa María Virgen (atribuido), de tal sentencia está excluida la Virgen, Madre de Dios, la cual, «porque concibió a Dios sin la impureza del pecado y sin el menoscabo de la unión con el varón, dio a luz sin dolor, y sin violación de su integridad, conservando entera su virginidad» (c. 4)». Además: «Cristo asumió la muerte por su libre voluntad, para satisfacer por nosotros, pero no como por necesidad emanada de aquella sentencia, porque Él no era deudor de la muerte» [4].

Todavía, en segundo lugar, se podría replicar lo siguiente: «el fin concuerda con el principio. Pero el fin de la vida de Cristo se produjo con dolor, según Is 53,4: «Verdaderamente cargó con nuestros dolores» Luego parece que también en su nacimiento debió existir el dolor del parto» [5].

A ello, responde Santo Tomás con estas palabras del Prefacio I del tiempo pascual: «Cristo muriendo destruyó nuestra muerte», afirmación que expresa esta afirmación de San Pablo: «aniquiló la muerte e irradió la vida e inmortalidad por medio del Evangelio» [6]. (2 Tim 1,10), Añade el Aquinate que así como «con su sufrimiento nos libró a nosotros de los dolores. Esta es la causa por que quiso morir con dolor. Pero los dolores de la madre en su alumbramiento no pertenecían a Cristo, que venía a satisfacer por nuestros pecados. Y por eso no fue necesario que su madre le diera a luz con dolores» [7].

No puede por ello aceptarse, como a veces se ha dicho, que asistieron a María en el parto. Como «dice San Jerónimo: «No hubo allí partera alguna, ni se hizo presente diligencia alguna de mujercillas» (Contra Helvidio, n. 8)». Queda confirmado, porque: «dice San Lucas que la propia Santísima Virgen «envolvió al niño en pañales y lo colocó en el pesebre» (Le 2,7)» [8].

LUGAR DEL NACIMIENTO

En segundo lugar, se pregunta Santo Tomás, si Cristo debió nacer en Belén. Es preciso tratar esta cuestión, porque parece que Cristo «debió venir al mundo desde Jerusalén». La razón es porque: «se dice en Isaías: «De Sión saldrá la ley, y de Jerusalén el verbo del Señor» (Is 2,3), y Cristo es verdaderamente el Verbo de Dios» [9].

También podría decirse que: «debió nacer en Nazaret, donde también fue concebido y criado». Por ello: «de Cristo se halla escrito: «que será llamado nazareno»

(Mt 2,23). Lo cual está tomado de Isaías, que dice:: «De su raíz nacerá una flor»; y Nazaret significa flor, como indica San Jerónimo (Los nombr. hebr. 8). Y es uso denominar a uno por el lugar de su nacimiento» [10].

Incluso, por último, podría pensarse que su lugar de nacimiento tenía que haber sido Roma. Para ello, basta tener en cuenta, por una parte, que: «el Señor nació en el mundo para anunciar el testimonio de la verdad, según aquellas palabras: «Para esto nací, y para esto he venido al mundo: Para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37)». Por otra que: «esto hubiera podido cumplirlo mejor de haber nacido en la ciudad de Roma, que ostentaba entonces el dominio del mundo, por lo cual escribe San Pablo a los romanos: «Vuestra fe es anunciada en todo el mundo» (Rm 1, 8)» [11].

En cambio: «está lo que se dice en Miqueas: «Y tú, Belén de Efratá, de ti me vendrá el que domine en Israel.» (Miq 5,2)» [12]. Además, se puede afirmar que Cristo quiso nacer en Belén por dos motivos. Primero, porque «Él nació de la descendencia de David según la carne» (Rom 1,3). A David le había sido hecha la especial promesa de Cristo, según se lee en los Reyes: «Dijo el varón a quien fue dispuesto lo referente a la promesa del Cristo del Dios de Jacob» (2 Re (2 Sam) 23,1). Y por eso quiso nacer en Belén, donde nació David, para que por el mismo lugar de nacimiento quedase demostrado el cumplimiento de la promesa que le había sido hecha. Y esto es lo que indica el Evangelista cuando dice: «Porque era de la casa y de la familia de David» (Le 2, )».

El segundo motivo por el que quiso Cristo nacer en Belén fue porque: «como dice San Gregorio, «Belén se traduce por casa de pan. Y es el mismo Cristo quien dice: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo» (Jn 6, 51)» (Com. Evang, l. 1, hom. 8)» [13] .

No es ninguna dificultad el que parezca que Cristo tenía que nacer en Jerusalén, por ser la Palabra del Señor, que debe salir de ella, según la profecía de Isaías. Es innegable que: «como David nació en Belén (cf. 1 Re 17,12), así también eligió luego a Jerusalén por sede de su reino y dispuso allí la edificación del templo (cf. 2 Re 5,5; 7), con lo que Jerusalén se convirtió así en ciudad real y a la vez sacerdotal». Sin embargo: «el sacerdocio y el reino de Cristo se consumaron principalmente en su pasión. Y por eso eligió convenientemente Belén para su nacimiento y Jerusalén para su pasión».

Además, Cristo: «con esto vino a confundir a la vez la vanidad de los hombres, que se glorían de traer su origen de ciudades nobles, de las que buscan también ser especialmente honrados. Muy al revés hizo Cristo, que quiso nacer en un lugar desconocido, y padecer oprobios en una ciudad ilustre» [14].

Asimismo razonablemente no quiso nacer en Nazaret, que significa flor, y que parece profetizado, porque: «Cristo quiso florecer en una vida virtuosa, y no distinguirse por su origen carnal. Y por este motivo quiso ser educado y criado en la ciudad de Nazaret, y nacer en Belén como extranjero, porque, como dice San Gregorio: «mediante la humanidad que había tomado, nacía como en casa ajena, no conforme a su poder, sino conforme a la naturaleza» (Com. Evang, l. 1, hom. 8). Y, como también escribe San Beda: «por carecer de lugar en el mesón, nos preparó muchas mansiones en la casa de su Padre» (Com a S. Lucas, 2, 7. l. 1) » [15].

Tampoco, por último, Cristo tenía que nacer en Roma, porque: «como se lee en un Sermón del Concilio de Éfeso: «Si hubiese elegido la grandiosa ciudad de Roma, hubieran pensado que con el poder de sus ciudadanos había logrado introducir tal cambio en el orbe de la tierra. Si hubiera sido hijo de un emperador, se hubieran atribuido sus triunfos al poder imperial.. Para que se supiese que la divinidad había reformado el orbe, eligió una madre pobre y una patria todavía más pobre» (III, c. 9)».

Comenta seguidamente Santo Tomás que: «En la Escritura se dice: «Dios eligió lo flaco del mundo para confundir a los fuertes» (1 Cor 1,27. Por esto, para mostrar más su poder, estableció en Roma, que era la cabeza del mundo, el centro de su Iglesia, en señal de victoria perfecta, y a fin de que desde allí se extendiese la fe al mundo entero, según palabras de Isaías: «Humillará la ciudad soberbia, y la pisarán los pies del pobre -es decir, de Cristo-, los pasos de los menesterosos» (Is 26,5-6), esto es, de los apóstoles Pedro y Pablo» [16].

HUMILDAD Y ALEGRÍA

Reflexiones parecidas se encuentran en San John Henry Newman. Al celebrar la fiesta de Navidad de 1825, decía, en un sermón, que el nacimiento de Cristo nos da dos lecciones, una de humildad y, la otra, de alegría. «En ningún otro día del año vamos a ver con más claridad la calidad divina y lo agradable que resulta a los ojos de Dios el estado de vida que toca a la mayoría de la gente: la vida humilde y sin notoriedad, y al mismo tiempo alegre».

No obstante, notaba Newman que: «Si recurrimos a los escritos de los historiadores, filósofos y poetas del mundo, tenderemos a pensar que los grandes hombres son felices. Nuestra admiración y nuestros deseos tenderán a apegarse a puestos elevados y prominentes, a las aventuras extrañas y a las poderosas facultades necesarias para hacerles frente, a batallas memorables, y a los destinos grandiosos. Acabaremos pensando que el ideal de vida más alto es la acción por la acción, no el goce de lo que es bueno» [17].

El nacimiento de Cristo nos hace cambiar de perspectiva, porque: «Primero, se nos recuerda que aunque esta vida es una vida de esfuerzo y fatigas, no obstante, hablando con propiedad, no tenemos por qué andar a la busca de un bien supremo. Lo tenemos ya, se nos ha hecho cercano, en la venida del Hijo de Dios desde el seno del Padre a este mundo. Lo tenemos a nuestra disposición, entre nosotros, sobre la tierra. Los de inquieto espíritu no tienen por qué afanarse en la búsqueda de lo que se imaginan ser grandes bienes; no necesitan realizar andanzas y enfrentar peligros en pos de esa desconocida beatitud que anhelan sus corazones de forma natural, como ocurría en los tiempos paganos». Las palabras del ángel, que se leen en la liturgia de este día, están dirigidas a ellos: »Hoy os ha nacido , en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor» (Lc 2, 10-11)» [18].

De manera que nosotros tampoco: «necesitamos ir en busca de ninguna de esas cosas que este vano mundo llama grandes y nobles. Cristo, al tomar sobre sí un rango y una posición que el mundo desprecia, ha desacreditado por completo esas cosa que el mundo tanto estima. No hay condición más humilde y más ordinaria que la que el Hijo del Hombre quiso escoger para sí».

Por consiguiente, de la Natividad: «sacamos estas dos lecciones: en lugar de ansiedad por dentro y desánimo por fuera, en lugar de laboriosas búsquedas en pos de grandes hazañas, hay que ser alegres y felices. Y serlo en medio de esas circunstancias oscuras y ordinarias de la vida que el mundo desprecia y no tiene en cuenta» [19].

TIEMPO DEL NACIMIENTO

Por último, en tercer lugar, en esta cuestión dedicada al Nacimiento de Cristo Santo Tomás trata de la época en que ocurrió. Afirma sobre ella que Cristo nació en el momento conveniente, porque, por una parte: «tenemos lo que dice San Pablo: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gal 4, 4)» [20].

Por otra, porque: «esta diferencia existe entre Cristo y los otros hombres, que éstos en el nacer están sujetos a la necesidad del tiempo; pero Cristo, en cambio, como Señor y Creador de todos los tiempos, escogió el tiempo en que había de nacer, lo mismo que eligió la madre y el lugar. Y porque «cuanto viene de Dios procede con orden» (Rom 13,2) y «convenientemente dispuesto» (Sab 8,1), sigúese que Cristo nació en el tiempo más oportuno» [21].

Contra esta tesis del nacimiento de Cristo en el tiempo conveniente, podría objetarse: «Cristo vino para restablecer la libertad a los suyos. Pero nació en tiempo de universal servidumbre, pues el hecho del empadronamiento general ordenado por Augusto, muestra que el mundo todo le era tributario, como consta por San Lucas (2, 1)

LUEGO NO PARECE HABER NACIDO EN EL DEBIDO TIEMPO»[ 22].

Replica Santo Tomás que: «Cristo vino para hacernos volver del estado de esclavitud al estado de libertad. Y por eso, así como asumió nuestra mortalidad para conducirnos a la inmortalidad, así, dice San Beda: «se dignó encarnarse y nacer en un tiempo en que se hacía el empadronamiento ordenado por el César, y, por amor a nuestra libertad, Él mismo se sometió a la servidumbre» (Com a S. Lucas, 2, 4. l. 1)».

Nota también el Aquinate que: «En aquellos días todo el mundo entero vivía bajo la autoridad de un solo Príncipe, y en suma paz. Y por eso convenía que en tal época naciese Cristo, que es «nuestra paz, el cual de dos pueblos hace uno» (Ef 2,14. Por lo que escribe San Jerónimo, comentando a Isaías: «si repasamos las antiguas historias, descubriremos que hasta el año veintiocho de César Augusto, dominó en toda la tierra la discordia, pero, al nacer el Señor, cesaron todas las guerras» (Com. a Isaías, 2, 4, l. 2), conforme a aquellas palabras de Isaías: «No levantará espada nación contra nación» (Is 2, 4)».

Asimismo advierte Santo Tomás que: «Convenía que al tiempo en que Cristo naciese, un solo Príncipe dominase en el mundo, ya que, como leemos en San Juan. Él venía a «a reunir en uno, y hacer que no hubiere más que un solo rebaño y un solo Pastor» (Jn 10,16)» [23].

Igualmente podría presentarse esta otra dificultad a la tesis de Santo Tomás: «Las promesas sobre el nacimiento de Cristo no fueron hechas a los gentiles, sino a los judíos «cuyas son las promesas» (Rm 9,4)». Sin embargo, debe advertirse que: Cristo nació en un tiempo en que dominaba sobre Israel un rey extranjero, Así aparece en el evangelista San Mateo, al decir: «Habiendo nacido Jesús en los días del rey Herodes» (Mt 2,1)» Por consiguiente: « parece que no nació en el tiempo conveniente» [24].

En su correspondiente solución, explica Santo Tomás que: «Cristo quiso nacer en tiempos de un rey extranjero, para que se cumpliese la profecía de Jacob, que dice: «No desaparecerá el cetro de Judá, ni un jefe de su descendencia, hasta que venga el que ha de ser enviado» (Gn 49,10). Porque, como dice San Juan Crisóstomo: «mientras la nación judía vivió bajo sus propios reyes de Judá, aunque pecadores, les eran enviados profetas para su remedio. Pero ahora, cuando la ley de Dios vino a poder de un rey inicuo, nació Cristo, porque una enfermedad grande y desesperada requería un médico más hábil» (Sobre S. Mateo, 2, 1, hom. 2).

Finalmente se podría argumentar frente a la tesis de la conveniencia del tiempo de la llegada de Cristo con este rebuscada dificultad: «Se compara el tiempo de la presencia de Cristo en el mundo, por cuanto Él es la «luz del mundo» puesto que Aquél es la luz del mundo, por lo que Él mismo dice: «Es necesario que cumpla las obras del que me envió, mientras es de día» (Jn 9, 4). Pero los días son más largos en verano que en invierno. Luego, habiendo nacido en lo profundo del invierno, el día octavo de las calendas de enero (25 de diciembre). no parece haber nacido en el tiempo conveniente» [25].

La respuesta de Santo Tomás es la siguiente: «Como se lee en el libro Cuestiones sobre el Nuevo y Antiguo Testamento: «Cristo quiso nacer cuando la luz del día comienza a crecer» (Pseudo Ambrosio, q. 53), a fin de mostrar que venía para hacer que los hombres creciesen en la luz divina, según aquello que se lee en San Lucas: «Para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Le 1,79). Del mismo modo escogió también la crudeza del invierno para nacer, a fin de sufrir por nosotros las penalidades corporales ya desde entonces» [26].

Eudaldo Forment

[1] Natividad (1604), El Greco.

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 35, a. 6. in c.

[3] Ibíd., III, q. 35, a. 6, ob. 1.

[4] Ibíd., III, q. 35, a. 6, ad 1.

[5] Ibíd., III, q. 35, a. 6, ob. 2.

[6] 2 Tim 1,10

[7] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 35, a. 6. ad 2..

[8] Ibíd., III, q. 35, a. 6, ad 3.

[9] Ibíd., III, q. 36, a. 7, ob. 1.

[10] Ibíd., III, q. 36, a. 7, ob. 2.

[11] Ibíd., III, q. 36, a. 7, ob. 3.

[12] Ibíd., III, q. 36, a. 7, sed c.

[13] Ibíd., III, q. 36, a. 7, in c.

[14] Ibíd., III, q. 36, a. 7, ad 1.

[15] Ibíd., III, q. 36, a. 7, ad 2.

[16] Ibíd., III, q. 36, a. 7, ad 3.

[17] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2008-2015, 8 vv., v. 8.., Sermón 17, «La alegría en Dios», pp. 216-2224, p. 216.

[18] Ibíd,. pp. 216-217.

[19] Ibíd.., p. 217.

[20] Ibíd., III, q. 36, a. 8, sed c..

[21] Ibíd., III, q. 36, a. 8, in c..

[22] Ibíd., III, q. 36, a. 8, ob. 1.

[23] Ibíd., III, q. 36, a. 8, ad 1.

[24] Ibíd., III, q. 36, a. 8, ob. 2.

[25] Ibíd., III, q. 36, a. 8, ad 2.

[26] Ibíd., III, q. 36, a. 8, ad 3.

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