Las personas que están a mi alrededor. Don Robustiano (llamémoslo así), un sacerdote jubilado, pero en activo, con el que hablo a menudo, siempre tarde, por la noche. Tantos años charlando. Es una presencia. Alguien que siempre está cerca. Él es sencillo, alegre, dinámico. Si me siento solo después de la cena, siempre puedo llamarle. De tendencias muy liberales. Su mente no tiene ninguna complicación. Vive en un mundo sencillo y él es sencillo.
Ifigenia (llamémosla así). La llamo a media mañana, cada vez
que necesito hacer un descanso en el trabajo. Dentista, del Opus Dei. Es
divertidísima, caprichosa como ella sola. Cenamos con su marido una vez al mes,
como media. Como se le meta en la cabeza algo, su marido y yo ya nos podemos
dar por vencidos.
Fray Severo (llamémoslo
así, aunque nunca ha sido fraile), todo mi contacto con él es gramatical, es el
corrector de mis obras. Una presencia amable al otro lado del Atlántico. Si
estuviera aquí, daríamos muchos paseos juntos y cenarían en mi casa de vez en
cuando. Es mucho más que un corrector. Es la única persona que tiene
autorización para meterse en el contenido de mis libros con mando en plaza.
Siempre le repito que entre y que coja lo que quiera, y que reorganice el
salón. Pero es muy prudente, se limita a cambiar algunas comas de sitio, a
sugerirme que tal jarrón está repetido cuatro veces. Con él no vale esconder la
suciedad literaria debajo de una alfombra. Es un corrector que mira debajo de la
alfombra. Le tengo grandísima estima.
Me quedan
unas cuantas personas más por mencionar. Pero ya dediqué otro post, ahora que
me acuerdo, a otras personas que no menciono aquí.
P. FORTEA
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