Lo primero de todo, aunque sea lo más anecdótico, el acento de san Josemaría es exactamente el mismo que tenían varios de mis familiares. Era un acento de varias comarcas, no de toda Huesca. Pero en mi tierra sonaba completamente normal, por más que a alguno de fuera de la tierra le pueda parecer un poco extraño. De hecho, varios conocidos míos lo hablaban con un acento mucho más fuerte; como el de Paco Martínez Soria, aunque ese acento es el de Zaragoza.
Digo esto
porque a algunos jóvenes no aragoneses les causa gracia el escucharlo, y es un
problema al poner filmaciones de él a los jóvenes, puede mover a imitaciones
jocosas, pero tendrían que haber escuchado a algunos compañeros de mi clase con
qué acento hablaban. Hasta yo lo tenía, pero lo he perdido.
Aunque
del modo de hablar de mi tierra hablo en pasado, porque el escuchar la
televisión todos los días, durante dos generaciones, ha moderado muchísimo el acento.
Hablar con un deje muy baturro sonaba a ser del campo y hoy día, hasta en los
pueblos más pequeños, el acento ya no es tan fuerte. No hablo de “acento cerrado” porque el deje era muy fuerte,
pero la vocalización siempre era perfecta. Había música en las palabras, mucha
entonación, pero en toda la Corona de Aragón la vocalización siempre ha sido
muy nítida.
♣ ♣ ♣
El otro
aspecto que me limito a mencionar es que san Josemaría, como yo, siempre hemos
tenido voz aguda. Eso depende de las cuerdas vocales y no hay nada que hacer.
Si alguien trata de hablar más grave, con un registro que no es el suyo, el
resultado suena a falso, a teatral. Cada uno tiene que hablar en el tono que le
dan sus cuerdas vocales.
♣ ♣ ♣
San
Josemaría no fue un teólogo, no se dedicó a eso. Ni lo fue ni lo pretendió.
Algunos de sus hijos (profesores de la Universidad de Navarra), movidos de muy
buena voluntad, han querido convencernos de que era un gran teólogo. Vano
intento. No hallaremos en él las profundidades de un Henri Neuwen o de un Scott
Hahn; ni, por supuesto, de un Ladaria Ferrer o de un Rowan Williams.
Ahora
bien, como predicador era muy profundo. Para nada, superficial. Su
pensamiento, siempre lúcido. Estaba dotado del don de la claridad.
Cuántos luchan por ser claros y no lo consiguen en toda la vida. Como
predicador era óptimo. Algunos teólogos son pésimos predicadores.
Un hombre
de su posición, tan visible, podía haber albergado una tentación muy natural al
predicar: “Voy a lucirme. Voy a hablar de grandes profundidades de la teología para
que vean cuánto sé”. Jamás cae en eso, ni como excepción. Él siempre
habla a la gente que tiene delante. Hay predicadores que quieren hacer una
especiosa elucubración teológica pensando en un público que no es el que
delante sentados en los bancos. San Josemaría mira a los ojos del que está allí
escuchándole, a diferencia del predicador que quiere hacer un sermón como los
de san Agustín. Cuando, de hecho, los sermones orales del maestro de Hipona no
necesariamente coincidían del todo con las piezas escritas retocadas y que bien
sabía que iban a quedar para lectura de la posteridad. Hay predicadores que se
encierran en su propio monólogo, aunque ya todos estén aburridos y deseando que
aquello acabe por misericordia. En las charlas improvisadas de san Josemaría
hay un verdadero diálogo con las almas, aunque solo hable él y los otros se
limiten a preguntar. Es un diálogo porque él sentía lo que en cada minuto hay
en el corazón de los que le escuchan. Lo repito, como predicador es óptimo.
Claro que
debo hacer una aclaración. El gran predicador que fue no alcanza su culmen en
los sermones, un género más rígido, sino que su culmen lo alcanza cuando
improvisaba en las charlas con sus hijos. Sus verdaderos sermones son esos.
Cierto
que él no se dedicó a la teología, pero su olfato vio claro qué era lo correcto
y qué era una desviación. De manera que ejerció un verdadero magisterio para
sus hijos.
P. FORTEA
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