El espíritu grande y libre de doña Teresa de Ahumada había sido encajonado por el obtuso entender de sus confesores, al fallar sobre sus altas gracias divinas y los regalos que Dios le hacía en la oración. La estaban abocando a ser un alma apretada, lo más contrario a su anchuroso corazón, al dictar que debía resistir ─e incluso dar higas─ a la visión de nuestro Señor por creer que era demonio. Apareció entonces en escena un jesuita de ventitrés años, el P. Diego de Cetina, quien acertó a conducirla con más suavidad y libertad, comprediendo con mirada amplia los vastos horizontes del alma de Teresa. Ella quedó consoladísima y determinada a no salirse un punto de sus consejos. Este juzgó como buen espíritu el que impulsaba a Teresa y la exhortó a tornar de nuevo a la oración, centrándose en la Pasión y en la Humanidad de Cristo. Sin embargo, le indicó que resistiese los gustos en la oración. La Providencia dispuso la visita a la Ciudad de los Caballeros del santo duque de Gandía, Francisco de Borja, quien la mantuvo en la contemplación de la Pasión, pero le advirtió que no resistiese si el Señor le llevara el espíritu.
Cuando faltó Cetina ─apenas
dos meses duró la dirección─ la tomó otro joven de la Compañía, esta vez de
veintisiete, cuando Teresa vivía en casa de su gran amiga Doña Guiomar de
Ulloa, que le indicó tratase con él. Se trataba del P. Juan de Prádanos, que a
pesar de su juventud tenía en Ávila fama de elevar muchas almas hacia la
perfección. Este padre, con exquisita prudencia, llevó su alma y la comenzó a poner en más perfección... con harta maña y
blandura. Teresa aún estaba nada fuerte, sino muy tierna y con tiento le hizo ver la necesidad de dejar
algunas amistades, que, aunque no ofendía a Dios
en ellas, era mucha la afeción y parecíame a mí era ingratitud dejarlas, y ansí
le decía que, pues no ofendía a Dios, que por qué había de ser desagradecida. Prádanos insistió y le pidió lo encomendase a Dios unos días y rezase el himno del
Veni Creator porque me diese luz de cuál era lo mejor.
Así lo hizo y la luz y el
fuego del Divino Paráclito entraron a raudales en su alma para hacerla libre.
Fue su primer éxtasis: un arrebatamiento tan
súpito que casi me sacó de mí, cosa que yo no pude dudar porque fue muy
conocido. Y entendió del Señor estas palabras: ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino
con ángeles. Pudo volar más alto porque se desataron aquellos hilos
de los que habla san Juan de la Cruz: porque eso
me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque
sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le
quebrare para volar. Estos eran los apetitos, las afecciones
desordenadas a ciertas amistades, que provocan grandes daños en el alma, según
sigue diciendo el doctor místico: porque el apetito
y asimiento del alma tienen la propiedad que dicen tiene la rémora con la nao,
que, con ser un pece muy pequeño, si acierta a pegarse a la nao, la tiene tan
queda, que no la deja llegar al puerto ni navegar ─en la literatura
clásica se decía que tenían la capacidad de encallar las naves. Plinio el
Viejo, por ejemplo, culpa a una rémora de la derrota de Marco Antonio y
Cleopatra frente a la flota de Octavio en la gran batalla del Accio─. Y así es lástima ver algunas almas como unas ricas naos
cargadas de riquezas, y obras, y ejercicios espirituales, y virtudes, y
mercedes que Dios las hace, y por no tener ánimo para acabar con algún
gustillo, o asimiento, o afición ─que todo es uno─, nunca van adelante, ni
llegan al puerto de la perfección, que no estaba en más que dar un buen vuelo y
acabar de quebrar aquel hilo de asimiento o quitar aquella pegada rémora, de
apetito.
Teresa quedó otra. Su corazón
libre ─para que todas sus amistades fuesen siempre en Dios─ y su alma en paz.
Prádanos supo esperar, sin presionarla, y aguardar
a que el Señor obrase, como lo hizo, dando
a Teresa en un punto... la libertad que yo, con todas cuantas
diligencias había hecho muchos años había, no pude alcanzar conmigo.
Esta es la obra del Paráclito
en el alma. Esta es la verdadera vida en el espíritu. Esta es la libertad de
los hijos de Dios. Desatar de las criaturas para atar en Dios, sabiendo que
criatura es todo lo que no es Dios, también todo lo que podemos llamar
fenónemos extraordinarios. Dios puede ─y de ordinario suele─ engolosinar a las
almas. Son impulsos fuertes, pero para avanzar, no para quedarse en ellos. Por
eso una cosa es que Dios los cause y nosotros, pobres hombres, veamos con harta
confusión como el Espíritu sopla donde quiere y
oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va (Jn 3, 8);
y otra muy distinta es buscarlos y creer que nos podemos poner en disposición
de recibirlos ─o incluso de provocarlos─ con ciertas prácticas, oraciones,
dinámicas, cantos, alabanzas y todas cuantas alhacaras espirituales se nos
puedan ocurrir.
San Juan de la Cruz es en esto
muy tajante al enseñar, incluso, la necesidad de rechazar estos fenómenos
extraordinarios para que no se conviertan en impedimento, pues el alma debe
estar desasida de ellos. Además, argumentará el santo de Fontiveros, lo que
Dios busca producir con sus gracias ─cuando vienen de Él, claro─ ya lo produce
nada más enviarlas, de tal manera que hermosean el alma antes de que ella pueda
rechazarlas. A partir de ahí, todo es susceptible de generar confusión y
engaño, así que la disposición es siempre no buscarlas. Los medios próximos
para la unión con Dios son las virtudes teologales:
fe, esperanza y caridad. Dios las hace crecer infundiendo gracias
extraordinarias, como el éxtasis místico, pero también existen fenómenos más
externos, aparentemente más llamativos, que no forman parte del desarrollo del
organismo sobrenatural de la gracia santificante. Son las gracias gratis datae para
la utilidad de la Iglesia Universal (don de lenguas, levitación, conocimiento
de espíritus, estigmatización, bilocación...). Si el alma quiere estas últimas,
corre peligro de no crecer en la pura fe, esperanza y caridad, buscando los
consuelos de Dios y no al Dios de los consuelos.
En los primeros momentos de la
vida de la Iglesia hubo una gran efusión de estos fenómenos por parte del
Divino Espíritu, para ayudar a su expansión primitiva. Conocido es como en
Pentecostés los apóstoles predicaban y las gentes de otras naciones los
escuchaban en su propia lengua (cf. Hch 2, 1-12). Fenómeno, por otra parte, no
totalmente desaparecido y repetido de manera análoga en algunos santos a lo
largo de la historia, como el gigante de la predicación medieval, San Vicente
Ferrer, cuyos labios comunicaban la Verdad del Evangelio en lenguas que él no
había estudiado. Pero ya El Apóstol se dio cuenta de lo fácilmente confundibles
que podían ser estos fenómenos con las locuras de los sujetos desestructurados.
Y, si bien puede también llamarse «don de lenguas» a
los gemidos inefables que un alma profiere a causa del gozo interior producido
por Dios ─esto es el Iubilum en
sentido clásico y que san Agustín explica admirablemente─, es lógico pensar que
este fenómeno puede materialmente reproducirse con gran facilidad debido a
cualquier trastorno personal o histeria colectiva. Según uno de los grandes
especialistas en doctrina paulina del s.XX, Josef Holzner, es esto lo que
ocurría en Corinto y lo que motivó la enseñanza de San Pablo: El carisma genuino del «don de lenguas», que se manifestó
por primera vez en Pentecostés como una extraordinaria manifestación del
Espíritu Santo, que se derramó en verdaderos torrentes de fuego hasta las
profundidades emotivas del alma, es, según san Pablo, distinto de una impropia
y descastada manera de «hablar lenguas», que viene del obscuro campo del
subconsciente irracional, al cual sucumben con facilidad las naturalezas
débiles. Esto es lo que por lo visto ocurría en Corinto. San Pablo se opone a
esta estimación exagerada de lo puramente sentimental, cuyo origen era difícil
de reconocer, pero procedía ciertamente de las profundidades de la sensibilidad
subconsciente y fácilmente podría llevar a fenómenos morbosos (San
Pablo, Heraldo de Cristo. Barcelona [Herder] 1961, pp. 334-335). El mismo Pablo quiso poner sentido común en esas
situaciones, dejando para la oración en lo escondido (cf. Mt 6, 6) esas
efusiones: Doy gracias a Dios porque hablo en lenguas más que todos
vosotros; pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con sentido
para instruir a los demás, que diez mil palabras en lenguas (1
Cor 14, 18-19).
Cuando al alma le falta esta
libertad interior para buscar sólo a Dios es muy fácil que se arrincone y
apriete. Se ata su afectividad y vuelca sus apetitos en lo que no es Dios, sino
en su propio emotivismo que la encierra en ella. Tradicionalmente ese
apretamiento estaba relacionado con la ascesis por exceso, entendiendo que el
negar la propia voluntad y el sacrificio penitencial causaban ya la santidad,
olvidando la vida mística. Hoy se está dando la ascesis por defecto, haciendo
de epifenómenos relacionados con la mística el nervio del cristiano. En el
primer caso el alma está constreñida por su propio voluntarismo, apagando sus
gustos y afectos. En el segundo igualmente constreñida, aunque sus afectos
estén desbordados en continuas sensaciones opiáceas, por quedar atada a sus
gustos.
No nos quedemos en los
oropeles de los sentidos ni en los engaños en la complacencia sensitiva. Seamos
libres para atarnos a la Voluntad de Dios. Esto será obra suya, que nos atrae
con su Belleza, superando todas las demás bellezas; que nos arranca de las
ataduras a través de la Cruz; y que nos une con Él infundiendo su amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado (Rm 5, 5). Así fue con Teresa, así quiere hacer con nosotros.
Oh Hermosura que
excedéis a todas las hermosuras. Sin herir dolor hacéis y sin dolor deshacéis el
amor de las criaturas.
Junio de 2022
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga» n.8
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