Quizá, con nuestros miedos, hemos hecho de Dios un extranjero.
Por: P. Fernando Pascual, L.C. | Fuente: es.
catholic.net
Un niño se siente seguro cuando, a su lado,
están sus papás. Puede correr, gritar, pelearse, caer al suelo. Tal vez un
golpe abre una pequeña herida y la sangre se pasea por la rodilla. El niño se
asusta, llora, corre a ver a su madre. Pronto un beso y un pequeño masaje,
acompañado por las palabras "mi rey, no es
nada", hacen desaparecen las lágrimas, y el niño vuelve a sus
aventuras y su sueños.
Así es el niño: un continuo sucederse de estados de ánimos, de risas y de
lágrimas, de miedos y de seguridades. La brújula se mantiene con un norte
constante si cerca hay alguien que le quiere, le sigue, le endereza y le ayuda
cuando las cosas empiezan a ponerse mal. El niño juega tranquilo si sabe que
mamá está a su lado. Las madres tienen un sexto sentido para detectar los
peligros y para descubrir las enfermedades cuando empiezan los primeros
síntomas. El niño se da cuenta de esto, casi sin decirlo, y por eso vive con
una paz envidiable.
Los mayores vivimos a veces muy seguros de nosotros mismos. Hacemos nuestros
programas, vamos al trabajo, pensamos en el verano y controlamos que quede un ahorrito
en el banco. Nos sentimos tranquilos cuando todo está bajo control, y la
posibilidad de una bancarrota, una crisis laboral, la expulsión de la fábrica o
el susto de un accidente nos angustian, nos paralizan, quizá incluso nos llevan
a la desesperación.
¿Por qué somos tan distintos de los niños? Porque
creemos que la madurez coincide con la autosuficiencia, y porque pensamos que
vivir siempre arropados por los padres es señal de infantilismo. Además,
buscamos la seguridad en cosas que no son para nada estables. Incluso, si somos
honestos, nosotros mismos no podemos garantizar nuestra salud ni siquiera para
las próximas 24 horas...
En el Evangelio se nos pide que volvamos a ser como niños si queremos entrar en
el Reino de los cielos. Es decir, hay que dejarle las riendas a Dios, para que
nos conduzca y nos lleve a donde quiera con su cariño de Padre bueno. Hay que
levantar los ojos llorosos al cielo para pedir perdón cuando hemos pecado o
para pedir ayuda cuando las cosas en la familia o el trabajo no van bien. Hay
que saber cerrar los ojos cada noche con la seguridad de que mañana Dios
seguirá allí, fiel, dispuesto a ayudarnos si nos dejamos ayudar, a levantarnos
si caemos, a consolarnos si las heridas de la vida son profundas.
Dios es como una madre, nos dice la Biblia. Lo que pasa es que a veces nos
sentimos demasiado grandes y no le dejamos cogernos de la mano para ir al
médico, para cambiarnos de ropa o para pedirnos que dejemos a los demás un poco
de nuestro tiempo, cualidades o incluso de nuestro dinero.
Cuando nos ponemos en manos de Dios, le dejamos escribir una historia llena de
amor, de alegría, de paz. Una historia de esperanza, como en la vida de los
santos. No cuesta nada dejarse llevar por Dios si descubrimos que nos ama. Por
eso los niños confían ciegamente en sus padres. La desconfianza infantil es
normal cuando llega un extraño, pero no cuando entran en casa papá o mamá.
Quizá, con nuestros miedos, hemos hecho de Dios un extranjero, cuando, de
verdad, es siempre un Padre que nos ama.
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