El agradecimiento implica regresar al buen camino de la vida.
Por: Ignacio Buisán, L.C. | Fuente: Virtudes y
Valores
“Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó alabando a
Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias”.
Dice el refrán que “es de bien nacidos el ser
agradecidos”. Sin embargo, el episodio de los diez leprosos que
encontramos en el Evangelio, nos muestra y nos revela que la gratitud es, más
bien, una virtud rara, una virtud exótica, algo parecido a esas flores curiosas
que brotan en medio de la nieve o en los lugares más insospechados de la
tierra.
Nos cuesta ser agradecidos. Pero ¿por qué? ¿Cuál
puede ser la razón de esa dificultad? Tal vez porque en el fondo “dar las gracias” implica regresar un camino; algo que no siempre
estamos dispuestos a hacer: “Mientras iban de
camino, quedaron limpios de la lepra. Uno de ellos, al ver que estaba curado,
regresó...”
Esos hombres, los diez, estaban desahuciados, eran unos muertos en vida,
comidos por la enfermedad y por la soledad, señalados por la sociedad,
proscritos, relegados, rotos por dentro y por fuera. Esos hombres pasaron en un
instante a recuperar, de golpe, toda su dignidad, toda su salud, todo su
cuerpo. Debió ser algo impresionante, inesperado, impactante. El único detalle
en contra es que Jesús lo hizo gratis. A Jesús no le debían mil millones de
dólares, ni una comisión, ni siquiera un regalo de agradecimiento. Lo único que
les ataba a la persona que les había curado era su capacidad de agradecer; pero
eso implicaba regresar por el mismo camino, tal vez perder un poco de tiempo, y
reconocer el favor. Algo que sólo uno estuvo dispuesto a hacer.
“Regresar el camino” y dar las gracias no
siempre y no todos estamos dispuestos a hacerlo. Somos mucho más agradecidos
con el doctor, con el psicólogo o con el nutriólogo, que nos recibe en su
consulta, reloj en mano, y nos receta un medicamento, una dieta o una terapia,
que con el confesor que desde el confesionario nos absuelve, sin dinero de por
medio, y nos limpia de la lepra del pecado. Somos más agradecidos con el
funcionario o con el político que nos hace algún favor, a cambio de una
significativa comisión, que con nuestros papás, que con esfuerzo y con
sacrificio han gastado y han dado su vida para sacar adelante la nuestra.
¿Y con Dios? con Dios, más que agradecidos
somos exigentes y muchas veces injustos. Le exigimos curaciones, le exigimos
milagros, le exigimos que tengamos suerte, le exigimos que encontremos un buen
trabajo, le exigimos que nos vaya siempre bien en la vida, le exigimos que no
nos pase nada ni a nosotros ni a los nuestros, le exigimos que no nos falte el
dinero, que nuestros hijos tengan éxito en la vida.... Exigimos, exigimos,
exigimos y si no nos cumple renegamos, nos alejamos o dudamos de él haciéndolo
culpable de todo lo que nos pasa.
Parece mentira, y es triste, que no nos hayamos dado cuenta de que Dios ya hizo
el gran milagro, de que él ya cumplió con su parte. Él nos ha dado lo más
importante: la existencia y su amor; su vida y su
muerte; su cuerpo y su sangre; la resurrección y la vida eterna. A
nosotros es a quienes nos corresponde, ahora, recorrer el camino. El problema
es si estamos dispuestos a regresar, de vez en
cuando, ese camino, para corresponder con nuestra capacidad de
agradecer.
Diez leprosos fueron curados de su enfermedad. Los diez se beneficiaron del
milagro, pero sólo uno regresó el camino para dar las gracias. Ese leproso,
además del milagro de su curación corporal, escuchó palabras no menos
misteriosas e impresionantes, que sin duda marcaron el resto de su existencia: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.
Cada domingo tenemos la oportunidad de “regresar el
camino” para dar gracias a Dios. La palabra “Eucaristía”,
significa “acción de gracias”. Sólo por ese
motivo ya sería algo grande ir a Misa. Sorprende y entristece ver la facilidad
con que dejamos de hacerlo, a veces por flojera, otras veces porque la prisa de
la vida, que también se hace presente los fines de semana, nos hace ver ese “dar gracias” como una pérdida de tiempo. Con toda
razón, el Papa Juan Pablo II advertía al inicio del tercer milenio a todos los
creyentes que “la Eucaristía dominical, congregando
semanalmente a los cristianos como familia de Dios en torno a la mesa de la
Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la
dispersión”. No hacerlo, no es sólo signo de ingratitud, sino también
signo de despiste existencial. Ser agradecidos no cuesta dinero, es gratis; tal
vez eso es lo malo, porque todo lo gratuito corre el riesgo de no ser valorado.
Es cierto que no cuesta dinero en esta vida, pero tendrá su peso cuando en la
otra oigamos: “¿No fueron diez los que quedaron
limpios? ¿Dónde están los otros nueve?”
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