No se conservan las tumbas de los mártires de los dos primeros siglos pero hay dos excepciones: la tumba de San Pedro y la de San Pablo.
Por: Juan Ferrando Roig | Fuente: www.mercaba.org
Durante el siglo III los cristianos comienzan a
dar culto litúrgico a los mártires, sus hermanos en la fe, que amaron a Dios
más que a su propia vida. El culto empieza en las mismas tumbas. La comunidad
cristiana se reúne lo más cerca posible del sepulcro para conmemorar el
aniversario del martirio. En estas reuniones se celebraba la santa misa y un
testigo presencial relataba las vicisitudes del martirio o bien se leían las
actas. No era raro ver en primera fila al hijo, al padre o a la esposa del
glorioso mártir. La tumba de un mártir constituye una gloria local, y, visitada
en un principio por parientes y amigos, acaba por convertirse en centro de
peregrinación. En el siglo IV, cuando la Iglesia goza de paz después del
azaroso período de persecuciones, se levantan bellas basílicas en honor de los
mártires, procurando siempre que el altar central (el único que había entonces
en las iglesias) se asiente encima del sepulcro, aunque para ello tengan que
nivelar el terreno o inutilizar otras sepulturas. Desde la iglesia se podía
descender por escaleras laterales hasta la cámara sepulcral o cripta, situada
debajo del presbiterio, en donde estaba el cuerpo del mártir.
No se conservan las tumbas de los mártires de
los dos primeros siglos por la sencilla razón de que aún no se les daba culto.
Hay, empero, dos excepciones, y son la tumba de San Pedro, primer papa, y la de
San Pablo, apóstol de los gentiles. Ambos fueron martirizados en Roma hacia el
año 67, en distinta fecha, aunque la liturgia celebre su fiesta el mismo día 29
de junio. San Pedro fue crucificado, según tradición, y los cristianos le
dieron sepultura en un cementerio público de la colina Vaticana, junto a la vía
Aurelia, mientras que San Pablo murió decapitado (tuvieron con él esta
deferencia por tratarse de un ciudadano romano), siendo enterrado en la vía
Ostiense, muy cerca del Tíber. Tenían los dos mucha importancia en la fundación
de la Iglesia romana para que los cristianos perdieran el recuerdo de sus
tumbas. Efectivamente, hacia el año 200, el sacerdote romano Gayo, en una
discusión con Próculo, representante de la secta montanista, le decía a éste: "Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles;
pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de
quienes fundaron aquella Iglesia" (Eusebio, Hist. Ecl., II,
25,7.)
Cesaron las persecuciones y Constantino subió al
trono imperial. Por aquellos días gobernaba la Iglesia el papa San Silvestre.
Su biógrafo, en el Liber Pontificalis, dice
que el emperador construyó, a ruegos del Papa, la basílica sobre la tumba de
San Pedro. La empresa no fue fácil, pues el sepulcro estaba en una pendiente
bastante pronunciada de la colina. Tuvieron que levantar altos muros a un lado,
ahondar el terreno en otro y nivelar el conjunto hasta obtener una gran
plataforma. El Papa la dedicó en el año 326 y, según se lee en el Breviario
Romano, erigió en ella un altar de piedra, al que ungió con el sagrado crisma,
disponiendo además que, en adelante, tan sólo se consagraran altares de piedra.
Era una basílica grandiosa, a cinco naves, con un pórtico en la entrada, y que
perduró por toda la Edad Media. Debajo del altar, a unos metros de profundidad
había la cripta con la tumba del apóstol, la cual fue recubierta con una masa
de bronce y una cruz horizontal encima, toda ella de oro, de 150 libras de peso,
debido a la munificencia de Constantino. La cripta era inaccesible, pero los
peregrinos para confiarse al Santo se acercaban a la ventanilla de la confesión
(una abertura que había en la parte delantera del altar), y desde allí, por un
conducto interior, hacían descender lienzos y otros objetos que tocaran el
sepulcro. Dichos objetos eran conservados como recuerdo y venerados a modo de
reliquias. Así como la basílica de Letrán, edificada también por Constantino y
dedicada en un principio al Salvador, era considerada como la catedral de Roma
y fue residencia de los Papas por toda la Edad Media, la de San Pedro venía a
ser la catedral del mundo. En ella se reunían los fieles en las principales
festividades del año litúrgico: Navidad, Epifanía, Pasión, Pascua, Ascensión y
Pentecostés. El nuevo Papa recibía la consagración en San Pedro y allí era
sepultado al morir. En ella eran ordenados los presbíteros y diáconos romanos.
Constantino cuidó también de la edificación de
la basílica de San Pablo sobre la tumba de éste apóstol en la vía Ostiense. Era
un edificio más bien pequeño; por eso algunos años después, en tiempo del
emperador Valentiniano, construyeron otra mucho mayor a cinco naves, de
orientación contraria a la anterior, sin tocar, no obstante, el altar
primitivo. Todavía se conservan hoy, en la mesa del altar, los agujeros por los
que en otros tiempos se hacían descender los lienzos y los incensarios para
fumigar el sepulcro.
Desde un principio, ambas basílicas ofrecen una
historia parecida. Son los dos templos más visitados de Roma y se convierten en
centros mundiales de peregrinación. Desde todas partes del orbe cristiano se
iba a rendir homenaje a los Príncipes de los Apóstoles (ad limina apostolorum).
Era tal la concurrencia de peregrinos que el papa San Simplicio, en el
siglo V, estableció en ambas basílicas un servicio permanente de sacerdotes
para administrar el bautismo y la penitencia. Cuando Alarico sitió la ciudad de
Roma en el año 410, prometió a los romanos que las tropas respetarían a quienes
se refugiasen en las basílicas apostólicas. A propósito de esto nos cuenta San
Jerónimo que la noble dama Marcela huyó de su palacio del Aventino y corrió a
la basílica de San Pablo "para hallar allí su
refugio o su sepultura". En invasiones posteriores, los romanos no
tuvieron tanta suerte, y las basílicas apostólicas fueron saqueadas más de una
vez. A fin de evitar tantos desastres, León IV, en el siglo IX, hizo amurallar
la basílica vaticana y los edificios contiguos, creando la que en adelante se llamó
Ciudad Leonina. Lo propio hizo luego el papa Juan VIII con la basílica de San
Pablo. El nuevo recinto tomó el nombre de Joanópolis.
La confesión y el altar de San Pedro sufrieron
diversas restauraciones en el decurso de los siglos. Al final de la Edad Media,
la basílica vaticana, además de resultar pequeña, amenazaba ruina; por lo cual,
el papa Nicolás V determinó la construcción de la actual. Tomaron parte en los
trabajos los arquitectos más destacados de la época y los mejores artistas. La
obra duró varios pontificados, hasta fue fue consagrada por el papa Urbano VIII en 18 de noviembre de 1626, exactamente
a los trece siglos de haber sido erigida la anterior. La actual basílica tiene
la forma de cruz latina con el altar en el centro de los brazos y en el mismo sitio que ocupaba el
anterior, pero en un plano más elevado. Ocupa un espacio que rebasa los quince
mil metros cuadrados. La longitud total, comprendiendo el pórtico, es de
doscientos once metros y medio. La nave transversal tiene ciento cuarenta
metros. La cúpula se eleva a ciento treinta y tres metros del suelo, con un
diámetro de cuarenta y dos metros. No hay que decir que es la mayor iglesia del
mundo. En las recientes excavaciones llevadas a cabo por indicación del papa
Pío XII, se hallaron las capas superpuestas de las distintas restauraciones; de
modo que las noticias que se tenían sobre la historia de la tumba han sido
admirablemente confirmadas por los vestigios monumentales que han ido
apareciendo en el decurso de las excavaciones. Debajo del altar actual apareció
la confesión y el altar construido por Calixto II en el siglo xii. Debajo de
éste había otro altar, el que edificó el papa San Gregorio el Magno hacia el año
600. Más abajo estaba la construcción sepulcral del tiempo de Constantino. Y,
ahondando más, dieron con el primer revestimiento de la tumba, que, según la
tradición, había sido hecha en tiempo del papa Anacleto, pero que el estudio
atento de los materiales empleados ha puesto en claro que fue en tiempos, del
papa Aniceto, hacia el año 160. La equivocación de estos dos nombres en
documentos posteriores es por demás comprensible. Finalmente, debajo de la
memoria del papa Aniceto se halló una humilde fosa excavada en la tierra y
recubierta con tejas (según costumbre) con los restos del apóstol.
La basílica de San Pablo, también a cinco naves
separadas por veinticuatro columnas de mármol, enriquecida con mosaicos y por
los famosos medallones de todos los Papas, era considerada en la Edad Media
como la basílica más bella de Roma. Pero, en 1823, un incendió la destruyó casi
por completo. León XII ordenó la reconstrucción siguiendo el mismo plano y
aprovechando lo que había salvado de la antigua, entre otras cosas, el famoso
mosaico del arco triunfal del tiempo de Gala Placidia. La consagró el papa Pío
IX el 10 de diciembre de 1854, con asistencia de muchos cardenales y obispos de
todo el orbe que habían acudido a Roma para la proclamación del dogma de la
Inmaculada, que tuvo lunar dos días antes. Se estableció, sin embargo, que el
aniversario de la consagración continuase celebrándose el 18 de noviembre. De
esta forma se ha respetado una vez más el interés de la sagrada liturgia en
unir en un mismo día (29 de junio) la fiesta y la dedicación (18 de noviembre)
de los dos apóstoles columnas de la Iglesia, tan dispares en su origen (el uno
apóstol y el otro perseguidor), tan diversos en su apostolado (el uno
representa la tradición y el otro la renovación), pero unidos ambos por el
martirio bajo una misma persecución, y unidos, sobre todo, por el mismo amor
ardiente y sincero a Jesús.
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