miércoles, 1 de junio de 2022

IX. LA CONCEPCIÓN DE CRISTO Y EL ESPÍRITU SANTO

LA CONCEPCIÓN DE CRISTO POR EL ESPÍRITU SANTO [1]

Explicado el papel de la Virgen María en la generación humana de Cristo y el que fue propio del Espíritu Santo, en la siguiente cuestión, Santo Tomás presenta sobre la concepción divina dos dificultades.

La primera es que no parece que deba decirse que Cristo fue concebido del Espíritu Santo, porque: «el principio activo del que algo es concebido se comporta como el semen en la generación. Pero el Espíritu Santo no actuó a modo de semen en la concepción de Cristo. Como nota San Jerónimo: «No decimos que el Espíritu Santo hizo el oficio del semen, como piensan algunos impíos en sumo grado, Lo que decimos es que obró con la potencia y virtud del Creador, es decir, que formó el cuerpo de Cristo» (Exp, de la Fe católica. Cf. Pelagio, Opusc. de la fe)». Por consiguiente, no debería decirse que: «Cristo fue concebido del Espíritu Santo» [2].

Santo Tomás la resuelve con la siguiente precisión: «La concepción no se atribuye exclusivamente al cuerpo de Cristo, sino también al mismo Cristo por razón de su cuerpo». Por ello, «en el Espíritu Santo, hay dos relaciones respecto de Cristo».

Por ser persona divina, el Espíritu Santo tiene la misma naturaleza divina que las otras dos personas. De ahí que una de la relaciones con Cristo sea de igualdad y, por tanto, que sea «de consustancialidad, que se refiere al mismo Hijo de Dios», a la segunda persona de la Santísima Trinidad. Del Verbo, «se dice que es concebido», porque por generación procede de la persona del Padre.

Como Cristo fue concebido por la virtud del Espíritu Santo, en el seno la Virgen María, la tercera persona de la Trinidad, tiene una relación de causalidad con el cuerpo de Cristo, «la de causa eficiente respecto a su cuerpo». El Espíritu Santo, por consiguiente, guarda una doble relación con Cristo. Una de igualdad con su naturaleza divina y otra de causalidad eficiente con su naturaleza humana.

Por ello, cuando se dice que Cristo fue «concebido del Espíritu Santo», debe tenerse en cuenta que: «la preposición «de» señala ambas relaciones». De manera parecida decimos: «hombre de su padre», pues se expresa relación de procedencia y la de su semejanza en la naturaleza humana. «Y muy bien se puede decir que Cristo fue concebido del Espíritu Santo, de manera que la eficacia del Espíritu Santo se refiera al cuerpo asumido, y la consustancialidad a la persona asumente» [3], el Verbo de naturaleza divina, que asumió la naturaleza humana de Cristo en la unidad de su persona, y, así, ambas naturalezas, la humana y la divina, permanecieron distintas entre sí en la única persona divina.

SEMEJANZA, VESTIGIO E IMAGEN

Por ser el Espíritu Santo causa del cuerpo de Cristo, puede surgir esta segunda dificultad: «parece que el Espíritu Santo debe ser llamado padre de Cristo según la humanidad» [4].

Sin embargo, Santo Tomás recuerda que dijo San Agustín: «Cristo no nació del Espíritu Santo como hijo» [5]. Explica seguidamente que: «los nombres de paternidad, maternidad y filiación siguen a la generación, pero no a cualquier generación, sino propiamente a la generación de los vivientes, y especialmente de los animales. No decimos, en efecto, que el fuego engendrado sea hijo del fuego que lo originó, a no ser que lo entendamos metafóricamente».

No solamente las tres relaciones se aplican a la generación de los animales, sino que: aún esto lo decimos solamente respecto de los animales cuya generación es más perfecta». Además, aún en este caso: «no recibe el nombre de filiación cuanto es engendrado en los animales, sino únicamente aquello que es engendrado a semejanza del que engendra».

Como observa igualmente San Agustín, en el mismo lugar (cf. Man. fe, esp. y car. 12, 39), no decimos que el cabello que nace del hombre sea hijo del hombre; ni decimos tampoco que el hijo que nace sea hijo del semen, porque ni el cabello tiene semejanza con el hombre, ni el hombre que nace tiene semejanza con el semen, sino con el hombre que lo engendró».

Asimismo indica que: «cuanto mayor sea la semejanza, más perfecta, será la filiación, tanto en lo divino como en lo humano». De manera que: «si la semejanza fuese imperfecta, también lo será la filiación». Así se dan ambas en el ser humano, porque: «en el hombre existe cierta semejanza imperfecta con Dios» [6].

Escribe Santo Tomás, en la primera parte de la Suma teológica, que: «En todas las criaturas hay alguna semejanza de Dios. Sólo en la criatura racional se encuentra la semejanza de Dios como imagen». Ésta última ofrece una «semejanza específica» con Dios. En cambio, «el vestigio» tiene una semejanza con Dios como «efecto, que imita su causa sin llegar a la semejanza específica» [7].

Existe, por tanto, una gran diferencia entre el hombre y los demás seres del mundo, aunque todos hayan sido creados por Dios. Todos los seres no personales son sólo, como enseñaba San Agustín, un vestigio de Dios, una huella o señal de su Creador, que es su causa. En cambio, el hombre es imagen de Dios.

Todas las criaturas, por ser efectos de Dios, guardan, alguna semejanza con su causa divina. En los vestigios se da una semejanza parcial o genérica, como la que hay entre una obra de arte y su autor, o como la de una huella de una pisada con el caminante. Se trata de una semejanza imperfecta. En cambio, en las imágenes, la semejanza es total o específica, porque lo es de toda la esencia en general.

Además de la semejanza específica, la imagen requiere esencialmente otra característica: «el ser sacada de otro, pues se llama «imagen» por hacerse imitando a otro. Así, por ejemplo, un huevo, por más que sea semejante e igual a otro, no es imagen del mismo, puesto que no procede de él» [8]. Por tanto, el concepto de vestigio implica, por tanto, el de semejanza, y el concepto de imagen encierra las notas de semejanza específica y procedencia

Todas las semejanzas se dan en el ser, en el vivir y en el entender. Por ello: «a Dios se asemejan las cosas, en primer lugar, en cuanto que son; en segundo lugar, en cuanto que viven; finalmente, en cuanto que saben o entienden».

Las criaturas inertes se asemejan a Dios creador en el ser, ya que lo participan en alguna medida. Su semejanza con Dios es, por ello, genérica. Las criaturas vivas, con vida vegetativa o con vida sensitiva, por participar del ser y también del vivir, pero no de la vida intelectiva, guardan también una semejanza genérica con Dios. Únicamente las criaturas racionales que participan en el ser, en la vida y en el saber intelectual, tienen una semejanza completa o específica con su Creador, que no participa en nada, sino que es ser, vida y entendimiento o espíritu.

Por consiguiente, según esta caracterización de la escala de los seres, los inertes, las plantas y los animales son vestigios de Dios, meras semejantes incompletas o genéricas con Él. El hombre por su semejante completa o específica, es imagen de Dios.

IMAGEN PERFECTA E IMPERFECTA

Se dice en la Sagrada Escritura: «Y dijo Dios: «Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra» [9]. Según lo explicado, el hombre es imagen de Dios, porque de Él procede, y tiene una semejanza específica con Él, ya que participa del entender, el mayor grado de ser y de vivir, o la mayor participación de ser y de vivir, y, en este sentido la última perfección, Como indica Santo Tomás: «La semejanza específica se toma de la última diferencia [10]. El hombre, por tanto, es imagen de Dios por su vida intelectiva o espiritual. El hombre es una «imagen espiritual de Dios» [11].

De manera que sólo por su entendimiento, el hombre es imagen espiritual de Dios. «La criatura racional es superior a las otras por el entendimiento o mente. De ahí que en ella se encuentra la imagen de Dios en cuanto a la mente». En cambio: «en las demás partes de la criatura racional se encuentra la semejanza de vestigio, como en las demás cosas a las cuales se asemeja por tales partes» [12] . Puede concluir, por ello, el Aquinate: «Es evidente que sólo las criaturas intelectuales son, propiamente hablando, imagen de Dios» [13].

Todavía precisa Santo Tomás que se dan dos clases de imágenes: las perfectas y las imperfectas. Ambas son imágenes ya que: «la igualdad no es esencial a la imagen, Notaba san Agustín, «donde hay imagen, no hay inmediatamente igualdad» (Cuest.. div,. 74), como se ve en la imagen de un objeto en un espejo». Lo que se ve en el espejo procede del objeto y es semejante a él, pero no es estrictamente igual, porque no tiene la misma substancia. Lo reflejado es una imagen imperfecta. En cambio, la igualdad: «es esencial a la imagen perfecta, a la cual no falta nada de lo que tiene el objeto del que está tomada».

Se sigue de ello que la imagen de Dios en el hombre es imperfecta, porque: «es evidente que en el hombre hay una semejanza de Dios y que procede de Él como ejemplar, y que no es semejanza de igualdad, ya que el ejemplar es infinitamente superior a lo ejemplado».

Dios es causa ejemplar, o modelo de la imitación específica del espíritu humano, y entre el modelo y lo imitado hay una distancia infinita en cantidad y en grado. Dios es totalmente trascendente respecto al hombre como a todo lo creado. La comparación entre ambos no es univoca, como, por ejemplo entre el uno y el número infinito, con distancia enorme, pero ambos son números. Dios y la criatura sólo son comprables de manera análoga o proporcional. «Hay pues, en el hombre una imagen de Dios, pero no es perfecta, sino imperfecta» [14].

Tal como enseñaba san Agustín, Dios creó al hombre según una idea ejemplar que es el mismo Dios. El modelo conforme fue creado el hombre no es sólo una idea eterna existente en la mente de Dios, tal como ha creado todas las cosas inertes y sin vida espiritual, sino una idea completa de sí mismo. El original que imita el hombre es el mismo Dios, pero no de modo perfecto. El hombre es así una copia de Dios, pero imperfecta.

De manera que la idea ejemplar divina del hombre no expresa perfectamente a Dios. Sólo el Verbo de Dios, la idea o concepto de sí mismo, es su imagen sustancial y perfecta. El hombre es imagen no substancial e imperfecta de Dios. Es así una imagen analógica de Dios.

Además, en cuanto el hombre no tiene la misma substancia de Dios, puede decirse imagen accidental. «Puesto que la semejanza perfecta de Dios sólo puede darse en la identidad de naturaleza, su imagen se da en el Hijo, como la imagen del rey en su hijo natural», que es así connatural a él. No ocurre así cuando no hay una identidad en la naturaleza,

En el hombre, la imagen está: «en una naturaleza ajena, cual es la imagen del rey en una moneda de plata, conforme a la expresión de san Agustín (Serm. 9)». Sólo el Verbo o el Logos es la imagen perfecta de Dios, que cumple exactamente todas las condiciones esenciales a la imagen. Por eso dice san Pablo de Él que «es imagen», no «a imagen» (cf. Col 1, 15). En cambio, aunque: «el hombre es imagen por la semejanza, por la imperfección de esta semejanza es «a imagen» [15], y, por tanto, una imagen imperfecta.

En la Escritura (cf. Gén 1,27), se dice que Dios hizo al hombre «a su imagen» y no que sea imagen suya para indicar que su autor sobrepasa infinitamente en perfección a su copia, que existe en el hombre, No obstante, por esta: «cierta semejanza imperfecta con Dios, en cuanto creado a su imagen (…) puede decirse el hombre hijo de Dios».

CRISTO, PERFECTO HIJO DE DIOS

El hombre es semejanza imperfecta de Dios, y también, por ello, imagen imperfecta, «en cuanto ha sido creado a imagen de Dios», y también: «en cuanto ha sido creado según la semejanza de la gracia» [16], que es una «participación de la naturaleza divina» [17]. La gracia diviniza a los hombres y les hace, por ello, hijos de Dios por adopción», porque Dios ha enviado a su Hijo para que tengan esta nueva vida, «haciéndolos hijos suyos de adopción por el Espíritu Santo» [18].

Advierte asimismo Santo Tomás que: «cuando de algo se predica un atributo según una razón perfecta, no debe predicarse de él ese mismo atributo por una razón imperfecta. Por ejemplo, al decirse de Sócrates que es hombre por naturaleza según la razón de su naturaleza humana, nunca se dirá de él que es hombre conforme al significado de esa palabra en una pintura de un hombre», que se dice por una razón imperfecta, porque se representa en la pintura una semejanza de un hombre. A Sócrates, por ello, no se le predicará hombre en cuanto «él sea parecido a otro hombre».

En la predicación a Cristo de la filiación divina se significa que: «Cristo es Hijo de Dios según la razón perfecta de filiación. Por consiguiente, aunque por razón de su naturaleza humana haya sido creado y justificado, no debe ser llamado hijo de Dios ni por razón de la creación, ni en virtud de la justificación, sino exclusivamente por razón de la generación eterna, según la cual es Hijo sólo del Padre». Cristo es Hijo de Dios, de Dios Padre, por su persona divina «Y, por tanto, en modo alguno debe ser llamado Cristo hijo del Espíritu Santo, ni tampoco hijo de toda la Trinidad» [19].

Sin embargo, según todo lo expuesto, puede decirse, como escribió Royo Marín, que: «la tercera persona de la Santísima Trinidad viene maravillosamente a ser fecunda no menos que las otras dos. De hecho, mientras la fecundidad del Padres aparece claramente en la generación eterna del Hijo y la del Hijo en la procesión del Espíritu Santo justamente con el Padre, el Espíritu Santo permanecía aparentemente estéril, ya que es imposible producir una cuarta persona en la Trinidad».

Puede decirse que, en cierto sentido, el Espíritu Santo, no lo fue por el misterio de la Encarnación, porque: «al consentir la Virgen María con su «fiat» a la encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo, se convierte místicamente en la esposa del mismo divino Espíritu y le hace divinamente fecundo de una manera purísima y santísima, pero no menos real y verdadera. Es cierto y evidente que el Espíritu Santo no creó la divinidad del Verbo, sino sólo la humanidad de Jesús para unirla hipostáticamente al Verbo; ni tampoco creo la humanidad de su propia substancia divina –lo que sería monstruosos y absurdo- sino utilizando su divino poder sobre la sangre y la carne virginal de la inmaculada Madre de Dios» [20].

Eudaldo Forment

[1] La imagen es de la pintura La Anunciación, de Juan de Flandes (c. 1465-1519).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 32, a. 2, ob. 2.

[3] Ibíd., III, q. 32, a. 2, in c.

[4] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 32, a. 3, intr.

[5] San Agustín, Manual de la fe, de la esperanza y de la caridad, 12, 40.

[6] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 32, a. 3, in c.

[7] Ibíd.,I, q. 93, a.6,  in c.

[8] I´bíd., I, q. 93, a. 1, in c.

[9] Gn 1, 26.

[10] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, ,I, q. 93, a.2, in c.

[11] Ibíd., I, q. 93, a.1, ad 1.

[12] Ibíd.,I, q. 93,  a.6, in c.

[13] Ibíd., I, q. 93,  a.2 in c.

[14] Ibíd. I, q. 93, , a.1 in c.

[15] Ibíd.,I, q. 93,  a.1, ad 2.

[16] Ibíd., III, q. 32, a. 3, in c.

[17] Ibíd., I-II, q. 110, a. 3, inc.

[18] Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1

[19] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 32, a. 3, in c

[20] Antonio Royo MaríN, El gran desconocido. El Espíritu Santo y sus dones, Madrid, BAC, 1977, pp. 35-36.

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