Los dones del Espíritu Santo y la oración. El Espíritu Santo da fuerza y energía.
Por: P. Donal Clancy, L.C. | Fuente: la-oracion.com
FRUTOS
DEL DON DE LA FORTALEZA
Antes de la Ascensión, Jesús dice a los apóstoles: «Permanezcan en la ciudad hasta que sean revestidos de poder desde lo alto. Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes» (Lc 24, 49; Hech 1, 3-4). El día de Pentecostés, impulsados por "las ráfagas" del Espíritu y el "fuego" que hacía arder sus palabras, los apóstoles se llenaron de valentía para predicar a Cristo (Hech 2, 2-4. 14-40). A través de su audacia, se cumplió la promesa de Cristo: "Cuando venga el Espíritu de la verdad, dará testimonio de mí. Y también ustedes darán testimonio de mí" (Jn 15, 26-27). Un testimonio que los apóstoles consumirán con el martirio cruento.
Esta es la fortaleza, don del Espíritu Santo. Hay una fortaleza humana, propia de los hombres valerosos. Corona las demás virtudes – a la caridad, celo, humildad, etc. – dándoles consistencia y fuerza. Sin embargo, tiene un límite inevitable: la debilidad humana. El don del Espíritu Santo perfecciona esta virtud dando fuerza y energía para hacer o padecer intrépidamente cosas grandes, a pesar de todas las dificultades. Nos es necesaria para resistir las tentaciones fuertes o persistentes, para emprender grandes obras, para superar la persecución, para practicar con perfección y perseverancia las virtudes.
LA
FORTALEZA Y LA ORACIÓN
El don de la fortaleza también contribuye a
nuestra oración. Conocemos bien su dificultad múltiple, la lucha contra el
cansancio, el sueño, las distracciones, la aridez. Quien se propone llevar con
seriedad una vida de oración, a dedicar un espacio diario a la oración mental,
descubre que ni siquiera el paso de los años le permite afrontar sin dificultad
la consigna del Señor a "orar sin
desfallecer" (Lc 18, 1). Allí está Getsemaní. Cristo ha dicho a los
apóstoles: "Velad y orad", pero no
resisten. No es sólo cansancio físico, es también pesadumbre anímica. San Lucas
nos dice que el Señor les encontró "dormidos por la tristeza" (Lc 22, 45) y Él mismo los excusa: "El espíritu está pronto, pero la carne es
débil" (Mc 14, 38). El espíritu humano no es suficiente,
necesitarán el "poder que viene de lo
alto". Jesús, al contrario, quien bajo el impulso del Espíritu ya
había afrontado los 40 días del desierto (Lc 4, 1-2), ahora "sumido en agonía, insistía más en su oración" (Lc
22, 44).
Pidamos la fuerza del Espíritu Santo para
perseverar en la oración como más tarde los apóstoles supieron hacerlo, junto
con María (Hech 1, 14; 2, 42. 46). El Señor quizás sólo quiere ver la
sinceridad de nuestro empeño y la humildad de nuestra súplica para darnos este
don.
EL
DON DE LA FORTALEZA EN LOS MOMENTOS DIFÍCILES
El don también es necesario para la oración bajo
otra luz. Dentro de la dinámica propia de la oración no es raro que la voluntad
se retrae frente a alguna moción del mismo Espíritu. Cuando nos pide el Señor
un sacrificio especial, acoger su voluntad en una enfermedad, en alguna noticia
familiar triste, en una situación personal dolorosa. O quizás lo que nos pide
el Señor no parece tan dramático, pero no encontramos en nosotros la fuerza
para aceptarlo, para decidirnos a cambiar o a trabajar. Pidamos al Espíritu
Santo que venga con su fortaleza en ayuda de nuestra debilidad.
Finalmente, está la oración, que bajo el impulso
del Espíritu se abre no sólo a acoger la voluntad de Dios sino a pedir una
mayor identidad con Cristo, víctima por nuestros pecados. Jesucristo después "de ofrecer ruegos y súplicas con poderoso clamor y
lágrimas al que podía salvarle de la muerte", acogió con obediencia
voluntaria el designio de su Padre y "por el
Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios" (Heb 5,
7-8; 9, 14).
No nos es fácil rezar así con sinceridad. Sin
embargo, el Espíritu Santo nos puede llevar a penetrar el Corazón de Cristo, a
ver todo como él lo ve, a tener "el
pensamiento de Cristo" según una frase de San Pablo (1Co 2, 16).
Entonces con el don de su fortaleza hace posible que pidamos de verdad sufrir
con Cristo por la expiación de los pecados y la redención de los hombres.
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