El Vaticano dio a conocer el texto completo del mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que se celebra este 8 de mayo, Domingo del Buen Pastor.
El mensaje, a continuación, lleva el título de “Llamados
a edificar la familia humana”
Queridos hermanos y hermanas:
En este tiempo, mientras los vientos gélidos de la guerra y de la
opresión aún siguen soplando, y presenciamos a menudo fenómenos de
polarización, como Iglesia hemos comenzado un proceso sinodal.
Sentimos la urgencia de caminar juntos cultivando las dimensiones de la
escucha, de la participación y del compartir. Junto con todos los hombres y
mujeres de buena voluntad queremos contribuir a edificar la familia humana, a curar sus heridas y a proyectarla
hacia un futuro mejor.
En esta perspectiva, para la 59ª Jornada Mundial de Oración por las
Vocaciones, deseo reflexionar con ustedes sobre el amplio significado de la “vocación”, en el contexto de una Iglesia sinodal
que se pone a la escucha de Dios y del mundo.
LLAMADOS A SER TODOS
PROTAGONISTAS DE LA MISIÓN
La sinodalidad, el caminar juntos es una vocación fundamental para la
Iglesia, y sólo en este horizonte es posible descubrir y valorar las diversas
vocaciones, los carismas y los ministerios. Al mismo tiempo, sabemos que la
Iglesia existe para evangelizar, saliendo de sí misma y esparciendo la semilla
del Evangelio en la historia.
Por lo tanto, dicha misión es posible precisamente haciendo que cooperen
todos los ámbitos pastorales y, antes aun, involucrando a todos los discípulos
del Señor. Efectivamente, «en virtud del Bautismo
recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo
misionero (cf. Mt 28,19).
Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su
función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente
evangelizador» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 120). Es necesario cuidarse de la mentalidad que separa
a los sacerdotes de los laicos, considerando protagonistas a los primeros y
ejecutores a los segundos, y llevar adelante la misión cristiana como único
Pueblo de Dios, laicos y pastores juntos. Toda la Iglesia es comunidad evangelizadora.
LLAMADOS A SER
CUSTODIOS UNOS DE OTROS, Y DE LA CREACIÓN
La palabra “vocación” no tiene que
entenderse en sentido restrictivo, refiriéndola sólo a aquellos que siguen al
Señor en el camino de una consagración particular. Todos estamos llamados a
participar en la misión de Cristo de reunir a la humanidad dispersa y
reconciliarla con Dios.
Más en general, toda persona humana, incluso antes de vivir el encuentro
con Cristo y de abrazar la fe cristiana, recibe con el don de la vida una
llamada fundamental.
Cada uno de nosotros es una criatura querida y amada por Dios, para la
que Él ha tenido un pensamiento único y especial; y esa chispa divina, que
habita en el corazón de todo hombre y de toda mujer, estamos llamados a
desarrollarla en el curso de nuestra vida, contribuyendo al crecimiento de una
humanidad animada por el amor y la acogida recíproca.
Estamos llamados a ser custodios unos de otros, a construir lazos de
concordia e intercambio, a curar las heridas de la creación para que su belleza
no sea destruida. En definitiva, a ser una única familia en la maravillosa casa
común de la creación, en la armónica variedad de sus elementos.
En este sentido amplio, no sólo los individuos, sino también los
pueblos, las comunidades y las agrupaciones de distintas clases tienen una “vocación”.
LLAMADOS A ACOGER LA
MIRADA DE DIOS
A esa gran vocación común se añade la llamada más particular que Dios
nos dirige a cada uno, alcanzando nuestra existencia con su Amor y orientándola
a su meta última, a una plenitud que supera incluso el umbral de la muerte. Así
Dios ha querido mirar y mira nuestra vida.
A Miguel Ángel Buonarroti se le atribuyen estas palabras: «Todo bloque de piedra tiene en su interior una estatua y
la tarea del escultor es descubrirla».
Si la mirada del artista puede ser así, cuánto más lo será la mirada de
Dios, que en aquella joven de Nazaret vio a la Madre de Dios; en el pescador
Simón, hijo de Jonás, vio a Pedro, la roca sobre la que edificaría su Iglesia;
en el publicano Leví reconoció al apóstol y evangelista Mateo; y en Saulo, duro
perseguidor de los cristianos, vio a Pablo, el apóstol de los gentiles. Su
mirada de amor siempre nos alcanza, nos conmueve, nos libera y nos transforma,
haciéndonos personas nuevas.
Esta es la dinámica de toda vocación: somos
alcanzados por la mirada de Dios, que nos llama. La vocación, como la
santidad, no es una experiencia extraordinaria reservada a unos pocos. Así como
existe la “santidad de la puerta de al lado” (cf.
Exhort. ap. Gaudete et
exsultate, 6-9), también la vocación es para todos, porque Dios
nos mira y nos llama a todos.
Dice un proverbio del Lejano Oriente: «Un
sabio, mirando un huevo, es capaz de ver un águila; mirando una semilla percibe
un gran árbol; mirando a un pecador vislumbra a un santo».
Así nos mira Dios, en cada uno de nosotros ve potencialidades, que
incluso nosotros mismos desconocemos, y actúa incansablemente durante toda
nuestra vida para que podamos ponerlas al servicio del bien común.
De este modo nace la vocación, gracias al arte del divino Escultor que
con sus “manos” nos hace salir de nosotros
mismos, para que se proyecte en nosotros esa obra maestra que estamos llamados
a ser.
En particular, la Palabra de Dios, que nos libera del egocentrismo, es
capaz de purificarnos, iluminarnos y recrearnos. Pongámonos entonces a la
escucha de la Palabra, para abrirnos a la vocación que Dios nos confía. Y
aprendamos a escuchar también a los hermanos y a las hermanas en la fe, porque
en sus consejos y en su ejemplo puede esconderse la iniciativa de Dios, que nos
indica caminos siempre nuevos para recorrer.
LLAMADOS A RESPONDER A
LA MIRADA DE DIOS
La mirada amorosa y creativa de Dios nos ha alcanzado de una manera
totalmente única en Jesús. Hablando del joven rico, el evangelista Marcos dice:
«Jesús lo miró con amor» (10,21).
Esa mirada llena de amor de Jesús se posa sobre cada una y cada uno de
nosotros. Hermanos y hermanas, dejémonos interpelar por esa mirada y dejémonos
llevar por Él más allá de nosotros mismos.
Y aprendamos también a mirarnos unos a otros para que las personas con
las que vivimos y que encontramos —cualesquiera que sean— puedan sentirse
acogidas y descubrir que hay Alguien que las mira con amor y las invita a
desarrollar todas sus potencialidades.
Cuando acogemos esta mirada nuestra vida cambia. Todo se vuelve un
diálogo vocacional, entre nosotros y el Señor, pero también entre nosotros y
los demás.
Un diálogo que, vivido en profundidad, nos hace ser
cada vez más aquello que somos: en la vocación al sacerdocio ordenado, ser
instrumento de la gracia y de la misericordia de Cristo; en la vocación a la
vida consagrada, ser alabanza de Dios y profecía de una humanidad nueva; en la
vocación al matrimonio, ser don recíproco, y procreadores y educadores de la
vida.
En general, toda vocación y ministerio en la Iglesia nos llama a mirar a
los demás y al mundo con los ojos de Dios, para servir al bien y difundir el
amor, con las obras y con las palabras.
A este respecto, quisiera mencionar aquí la experiencia del doctor
Gregorio Hernández Cisneros. Mientras trabajaba como médico en Caracas,
Venezuela, quiso ser terciario franciscano. Más tarde pensó en ser monje y
sacerdote, pero la salud no se lo permitió. Comprendió entonces que su llamada
era precisamente su profesión como médico, a la que se entregó, particularmente
por los pobres.
De manera que se dedicó sin reservas a los enfermos afectados por la
epidemia de gripe llamada “española”, que en
esa época se propagaba por el mundo. Murió atropellado por un automóvil,
mientras salía de una farmacia donde había conseguido medicamentos para una de
sus pacientes que era anciana.
Este testigo ejemplar de lo que significa acoger la llamada del Señor y
adherirse a ella en plenitud, fue beatificado hace un año.
CONVOCADOS PARA
EDIFICAR UN MUNDO FRATERNO
Como cristianos, no sólo somos llamados, es decir, interpelados
personalmente por una vocación, sino también convocados. Somos como las teselas de un mosaico, lindas
incluso si se las toma una por una, pero que sólo juntas componen una imagen.
Brillamos, cada uno y cada una, como una estrella en el corazón de Dios
y en el firmamento del universo, pero estamos llamados a formar constelaciones
que orienten y aclaren el camino de la humanidad, comenzando por el ambiente en
el que vivimos. Este es el misterio de la Iglesia que, en la coexistencia armónica
de las diferencias, es signo e instrumento de aquello a lo que está llamada
toda la humanidad.
Por eso la Iglesia debe ser cada vez más sinodal, es decir, capaz de
caminar unida en la armonía de las diversidades, en la que todos tienen algo
que aportar y pueden participar activamente.
Por tanto, cuando hablamos de “vocación” no
se trata sólo de elegir una u otra forma de vida, de dedicar la propia
existencia a un ministerio determinado o de sentirnos atraídos por el carisma
de una familia religiosa, de un movimiento o de una comunidad eclesial; se
trata de realizar el sueño de Dios, el gran proyecto de la fraternidad que
Jesús tenía en el corazón cuando suplicó al Padre: «Que
todos sean uno» (Jn 17,21).
Toda vocación en la Iglesia, y en sentido amplio también en la sociedad,
contribuye a un objetivo común: hacer que la
armonía de los numerosos y diferentes dones que sólo el Espíritu Santo sabe
realizar resuene entre los hombres y mujeres.
Sacerdotes, consagradas, consagrados y fieles laicos caminamos y trabajamos
juntos para testimoniar que una gran familia unida en el amor no es una utopía,
sino el propósito para el que Dios nos ha creado.
Recemos, hermanos y hermanas, para que el Pueblo de Dios, en medio de
las dramáticas vicisitudes de la historia, responda cada vez más a esta
llamada.
Invoquemos la luz del Espíritu Santo para que cada una y cada uno de
nosotros pueda encontrar su propio lugar y dar lo mejor de sí mismo en este
gran designio divino.
Roma, San Juan de Letrán, 8 de mayo
de 2022, IV Domingo de Pascua.
Francisco
Redacción ACI Prensa
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